Rambla Triste
Sabiamente, a traición, esa ciudad se ocupa de vengarse.
MANUEL DELGADO
Era posible que la nariz tapada por el resfrío —siempre
se pescaba algún virus en los aviones— le distorsionara el olfato; tenía que
ser eso, pero cuando se sonaba con el pañuelo de papel y podía ingresar aire,
el olor era todavía peor. No recordaba que Barcelona hubiera estado tan sucia,
al menos no lo había notado en su primer viaje, unos cinco años atrás. Pero
tenía que ser el resfrío, a lo mejor el moco estancado que apestaba, porque
durante cuadras no olía nada en absoluto, y de pronto el olor atacaba, y le
provocaba arcadas violentas. Olía igual que un perro muerto pudriéndose al
costado de la ruta, como la carne pasada y olvidada en la heladera cuando se
ponía morada color vino tinto. El olor se escondía y con sus ráfagas arruinaba
las calles más bonitas, los pasajes pintorescos con la ropa colgando de balcón
a balcón que no dejaba ver el cielo. Incluso llegaba hasta las Ramblas. Sofía
se dedicó a observar a los turistas, para ver si fruncían la nariz como ella,
pero no notó que ninguno se mostrara asqueado. A lo mejor era su imaginación,
porque la ciudad ya no le gustaba. Los pasillos estrechos, que antes le habían
parecido románticos, ahora le daban miedo; los bares habían perdido encanto, y
le recordaban los de Buenos Aires, llenos de borrachos que gritaban o querían
empezar conversaciones estúpidas; el calor, que antes le había resultado
mediterráneo, seco y delicioso, ahora era agobiante. Pero no quería hablar de
estas nuevas impresiones con sus amigos; no quería ser la turista porteña que
marcaba con altanera superioridad los defectos de la ciudad paraíso.
Quería irse.
A lo mejor había sido por la chica.
Cinco años atrás, la calle Escudellers estaba repleta
de yonquis, de principio a fin, todos tirados en las veredas sobre su propia
ropa mugrienta. Ahora ya no estaban ahí; expulsados seguramente por la policía,
contravenciones, multas, además de los camiones que limpiaban la ciudad toda la
noche, mojando cualquier lugar que pudiera ser usado para sentarse
inocentemente a tomar una cerveza y comer un kebab . Había que caminar o entrar
a los bares; la calle era solo para circular. Caminando por la ruta del Raval
que conocía, evitó la inquietante Robadors —oscura y llena de ladrones, decía
una leyenda, perpetuada por su nombre, que nadie se atrevía a desacreditar— y
llegó a Marquès de Barberà, más amplia y luminosa. Una chica caminaba delante
de ella, algo inestable, con el jean demasiado bajo y ajustado en las caderas
de modo que el vientre hinchado sobresalía por debajo de la remera corta, un
rollo de carne blancuzca con estrías que habría sido fácil de ocultar con una
remera larga y ancha, pero seguramente a la chica no le importaba la estética.
Estaban solas; era temprano, apenas las ocho de la noche, pero extrañamente la
calle estaba vacía, ni siquiera los turistas del hostel que quedaba al lado del
cibercafé habían salido a la calle.
En un momento, la chica se dio vuelta, miró a Sofía a
los ojos y dijo, con un acento catalán cerrado, pero en muy claro español: «No
puedo más». Entonces se bajó los pantalones y defecó en la vereda, una diarrea
explosiva, dolorosa, que le hizo fruncir la cara por el retortijón de los
intestinos. Después, se dejó caer contra la pared. Por centímetros no se
desvaneció sobre su propia mierda.
Sofía trató de levantarla, le preguntó dónde vivía, si
tenía un teléfono para llamar a alguien que viniera a buscarla; le preguntó qué
le pasaba, qué había tomado. Pero la chica solo la miraba con ojos asustados,
incapaz de hablar. El olor ya no era imaginario, y a Sofía se le humedecieron
los ojos de tanto aguantar las arcadas. Diez minutos después llegaron dos
policías y se llevaron a la chica; Sofía respondió a las preguntas de los
oficiales y se quedó para comprobar que la trataran bien. Pero no se quedó a
esperar que alguien limpiara la calle. Para desterrar el olor a mierda encendió
un cigarrillo y casi corrió hasta la calle de la Cera, hacia el departamento de
Julieta, donde iba a pasar esos diez días en Barcelona. Tenía llave y la usó:
la entrada del edificio estaba siendo remodelada porque unos meses atrás se
había incendiado; como la cerradura funcionaba mal, unos linyeras se habían
metido a dormir y la fogata que encendieron para paliar el frío se descontroló.
Por suerte Julieta no estaba en el departamento cuando el incendio, pero
también había tenido sus problemas con el fuego; apenas un año atrás, en pleno
invierno, terminó internada por intoxicación con monóxido de carbono porque la
estufa del departamento no tenía salida al exterior.
El lugar donde Julieta vivía no era en realidad un
departamento: era una oficina que se alquilaba como vivienda, sin baño, apenas
con un inodoro y lavatorio en el pasillo compartido, afuera. Pero era bastante
grande para los estándares de Barcelona, barato, y como se trataba de un
«ático», tenía un balcón-terraza que era fantástico en el verano. Sofía no
sabía qué había venido a buscar Julieta a España, pero probablemente tampoco lo
sabía Julieta. Ya llevaba ocho años ahí, haciendo cortos de animación y videos
para quien la contratara. Cuando se aburría, se iba al paro. Se aburría
seguido.
Estaba preparando una ensalada cuando Sofía llegó.
Julieta se había hecho vegetariana ni bien llegó a Europa, entre otras cosas
porque su primera parada fue en una casa okupada donde comer carne era un
pecado mayor. Al principio, abrazó el vegetarianismo de sus nuevos amigos con
pasión militante. Cuando rompió con ellos, desilusionada, renegó de todo el
estilo de vida okupa, salvo en el orden de la alimentación. A Sofía no le
molestaba compartir la dieta de su anfitriona, y además siempre que quería
bajaba a comprarse una riquísima shawarma de pollo o carne.
Sofía se sentó en el sillón rojo que de noche se abría
para transformarse en cama y le contó a su amiga sobre la chica y la diarrea.
Julieta revolvió la ensalada y dijo que era normal en Barcelona.
—No hay ciudad de España con más locos. En Madrid no
hay tantos, en Zaragoza menos; mi hermano dice que en Sevilla tampoco. Es acá.
Lleno de locos sueltos, yo no sé.
Sirvió la ensalada en dos platos, se sentó a la mesa y
explicó que, además, los locos salían por temporadas. La señora de las mil
hebillas, por ejemplo, una mujer que llevaba tantos adornos en la cabeza que
casi no se le veía el pelo, solo aparecía en verano. El loco de las rastas, un
cincuentón que golpeaba las cortinas de hierro de los negocios cerrados con un
palo, solamente aparecía por las fiestas, cerca de Navidad. Un ruido terrible,
contaba Julieta; los golpes parecían disparos y a veces los turistas salían
corriendo. Ella ya estaba acostumbrada, pero la primera vez que lo vio pensó
que venía a atacarla, porque, además de golpear con su palo, gritaba. Y ya vas
a conocer, le dijo, al viejo de acá a la vuelta: sale por turnos, a la tarde y
a la mañana, y camina unos cincuenta metros ida y vuelta, a veces gritando, a
veces rezongando en voz baja, siempre moviendo las manos como si tratara de
convencer a alguien invisible de algo muy importante. La teoría de Julieta era
que la familia lo sacaba para que paseara todos los días, harta de soportar sus
quejas en el departamento que, si quedaba en la misma cuadra, debía ser muy
pequeño. Lo raro era que Julieta nunca lo había visto salir de ninguna puerta;
tenía que prestarle más atención, a lo mejor, esperar desde la vereda de
enfrente para ubicar la casa, sobre todo para sacarse de encima una sensación
rara que le provocaba el viejo loco, y no solo ese viejo loco en particular,
sino todos los locos de Barcelona que se concentraban en el Raval.
—Es como si…, es un delirio lo que te voy a decir. Pero
bueno. A veces pienso que los locos no son personas, no son reales. Serían como
encarnaciones de la locura de la ciudad, válvulas de escape. Si no estuvieran,
nos matamos entre nosotros o nos morimos de estrés, o qué sé yo, nos cargamos a
esos guardias urbanos hijos de puta que no te dejan sentarte en la escalera del
Museo, en la plaza dels Àngels…, ¿te diste cuenta? Hacen razias los conchudos,
acá le dicen «incivismo» a tomar una cerveza sentado en la vereda.
—¡Desde hace poco! —se escuchó gritar desde el balcón.
Era Daniel, el novio de Julieta, también argentino pero
residente en Barcelona desde hacía doce años. Sofía no se había percatado de
que estaba en casa. Daniel entró, se secó las manos en los pantalones y empezó
su diatriba. Que cuando él llegó a Barcelona, la ciudad era la gloria. Mucho
reviente, lo que quieras, pero tenía onda. Ahora era una ciudad policía.
—Escuchá a este garca —dijo, y se puso a revolver entre
una pila de diarios hasta encontrar La Vanguardia . Sofía se dio cuenta de que
sus amigos hacían lo imposible por no hablar en «español». No le decían «piso»
al departamento, ni calificaban algo de «chungo», ni hablaban de «mal rollo» ni
se liaban ni mogollón. Antes, se acordaba, en su primera visita, le había
causado gracia cuántos «guapa» y «venga» salían de la boca de la pareja. Ahora
parecían haber borrado completamente todos los modismos locales, salvo alguno
que se les escapaba. Seguramente era forzado; una especie de integrismo
argentino, mezcla de nostalgia y genuino malestar.
—Acá está —dijo Daniel triunfante, y se acomodó en la
silla para leer:
La plaza dels Àngels, con la llegada del buen tiempo,
recupera la imagen de la Barcelona de hace dos veranos, cuando vivió bajo el
estigma del incivismo. A partir de las nueve de la noche, numerosas botellas
pueblan la rampa y las escaleras ubicadas frente al Macba, mientras un pequeño
ejército de lateros pulula por la zona vendiendo latas de cerveza. El esfuerzo
de los equipos de limpieza —más activos y eficientes que hace dos veranos— no
consigue eliminar los montones de botellas, bolsas y restos de comida sobre el
pavimento. Con el calor aumentan las ganas de disfrutar del aire libre. Acudir
a una terraza para tomar una cerveza en compañía de los amigos después de
trabajar parece apetecible, pero hay quien prefiere sentarse encima del cemento
de la plaza dels Àngels, escenario de un botellón improvisado. Los jóvenes
llegan antes de cenar con las bebidas que han adquirido en algún supermercado
de la zona. Pero si las olvidan echan mano de los numerosos lateros, que
ofrecen cervezas por tan solo un euro, precio mucho más bajo que si se la tomaran
en cualquier bar de la zona.
Un vendedor ambulante explicó a este diario que suele
ganar aproximadamente 30 euros netos por noche. Entre lateros establecen sus
horarios y zonas para no hacerse la competencia. Compran las latas a 70
céntimos y sacan 30 de ganancia vendiéndolas a un euro. Se la juegan, porque la
ordenanza para la convivencia en el espacio público (ordenanza del civismo)
prevé sanciones de hasta 500 euros por la venta no autorizada de alcohol,
además de poder sufrir la pérdida de la mercancía aún no vendida. Se la juegan
también los consumidores que les compran.
—Así vivimos, con este periodismo botón y en el medio
de toda esta mierda —resopló Daniel—. El otro día le pusieron una multa a un
tipo que estaba tomando una Coca-Cola en una plaza. Le cobraron como doscientos
euros porque no se quería levantar cuando iban a limpiar con la manguera. Se la
pasan mojando. Ahora tampoco se puede fumar en los bares. Sí, ya sé que eso
pasa en todo el mundo, pero un bar no es un lugar sano, santa Madre de Dios. Es
para conspirar, para relajarse, para ponerse en pedo. Acá, nada. Los alquileres
son de escándalo: quieren que vivan ricos en la ciudad, nada más. Es para los
turistas. ¡Están limpiando los graffiti ! Había algunos que eran una belleza,
ninguna otra ciudad del mundo tenía graffiti así. Pero andá a explicarles a
estos brutos que es arte. Un carajo. Destrozan todo.
—Un amigo nuestro fue preso porque hizo una pintada que
decía: «Turistas, ustedes son los terroristas». Le dieron como cuatro meses.
Pobrecito —contó Julieta—. No sabés las ganas que tenemos de ir para Madrid.
Pero acá conseguimos trabajo. A mí esta ciudad me tiene harta. Ni salgo. Para
amargarme, mejor me quedo en casa.
Después de comer, fueron a pasear. La noche era hermosa,
y la pareja quería que Sofía conociera los bares nuevos, que no existían cuando
había visitado la ciudad por primera vez, y que descubriera los antiguos que no
había visitado en aquel viaje. Así llegaron al Yasmine. Sofía trató de leer el
cartel que aparentemente contaba la historia de la Madame Yasmine que bautizaba
el lugar, pero las luces eran demasiado bajas, y ella no veía bien sin los
anteojos. Le preguntó a Daniel, que solía conocer las viejas historias del
Barrio Chino, pero no se acordaba. «Pero si le decían Madame debía ser puta»,
sentenció. Y después pidió que lo esperaran. Volvió al rato con Manuel, un
amigo del barrio. Lo presentó como uno de los pocos catalanes con onda. Manuel
llevaba rastas cortas y una remera a rayas negras y blancas. «Acá la amiga de
Buenos Aires quiere escuchar las leyendas del Chino».
—A ver en qué le puedo ser útil a la niña —sonrió
Manuel. Estaba un poco borracho. Julieta explicó que trabajaba con ellos en
montaje de sonido para los videos. Después le preguntó por Madame Yasmine, la
mujer que daba nombre al bar. Manuel dijo que esa era una historia famosa. La
Yasmine había nacido en el Chino, fines del diecinueve. Era hija de una
vendedora de flores. Y, claro, era pobre y se hizo puta. El Chino era pura
pestilencia entonces, y ella era madame de un burdel donde iban poetas y
anarquistas. De un anarquista se enamoró, y le nació un hijo. Pero los
franquistas lo mataron —al anarquista— y ella montó un fumadero de opio. El
hijo se le murió decapitado por un carro en las Ramblas, dijo Manuel, y agregó
que no sabía más detalles, lo que se conservaba en la leyenda es que un carro
le había cortado la cabeza al chico, pero cómo, ni modo.
—Ay, qué horror —dijo Julieta. Y Manuel siguió con que
Yasmine se encerró en su casa y se puso a fumar opio y a vaciar botellas. Salía
una vez por semana para ir de compras a la Boquería con un muñeco sin cabeza en
brazos, y Manuel dijo que el cuello del muñeco estaba hecho de la piel de su
hijo muerto.
—Qué linda historia para terminar la noche —se rio
Daniel, pero encendió un cigarrillo, un poco nervioso. La frase había sonado
estúpida, incómoda.
—El edificio donde vivía quedaba por aquí, por eso
bautizaron este lugar Madame Yasmine. Pero lo derribaron para construir la
Rambla del Raval.
—La deprimente Rambla del Raval —dijo Daniel.
—Tío, que por algo le dicen Rambla Triste. Dicen que el
niño vaga por aquí todavía, sin cabeza, uno de los muchos niños fantasma de
Barcelona…
—Manuel, por favor, sabés que me hace mal —se enojó
Julieta.
Y entonces Manuel le sonrió a Sofía y le dijo:
—¿Satisfecha? Tengo más historias, pero tendrás que
tomarte un café conmigo, porque aquí la dama no soporta los cuentos de terror.
Y después, sin esperar respuesta, le preguntó a Daniel
por las fechas de las próximas reuniones para retocar un video en el que
estaban trabajando y la conversación se desbandó hacia nombres que Sofía no
conocía y desencuentros laborales que no le interesaban. Como Julieta también
charlaba, pudo quedarse un rato en silencio casi sola, pensando en el cuello de
piel muerta. De pronto el bar, con sus cócteles de diseño y ensaladas de
dátiles, le pareció horrible y quiso irse. Pero esperó hasta que sus amigos
comenzaran a bostezar.
La noche siguiente, Sofía y Julieta salieron solas.
Querían una noche de amigas. Daniel estaba encantado de dejarlas ir, así se
podía quedar en el departamento viendo todos los capítulos atrasados de sus
series favoritas. Prefería mirar la televisión a salir por la noche de Barcelona,
decía, y parecía sincero.
Cuando Julieta cerró la puerta del edificio, agarró a
su amiga del brazo, muy fuerte. No quiero ir a La Concha a ver a las travestis,
le dijo. Igual los shows ya no eran como antes, ahora los hacían para
despedidas de soltera, y la mitad del tiempo se la pasaban saludando a las
futuras casadas. Hasta iban chicos, niños. Era decadente, tristísimo. Ellas,
que eran tan espléndidas y feroces antes, era deprimente verlas disfrazadas de
Marisa Paredes, haciendo un espectáculo para todo público. No y no. Julieta
quería ir a un bar. Quería hablar. Quería contarle cosas que nunca se habría
atrevido a decirle ni en los mails ni en las cartas, ni en las escasas
conversaciones telefónicas. «La pasé muy mal el año pasado», dijo, y empezó a
llorar como lloraba ella, de repente y con lagrimones pesados, contenidos
durante mucho tiempo. Sofía la arrastró hasta el primer bar que vio abierto y
le ofreció sus pañuelos de papel; el olor flotaba estancado, constante, pero
Julieta no parecía notarlo. No era el momento para preguntarle a su amiga si
ella también lo percibía.
Pidieron café. Ninguna de las dos quería tomar alcohol.
Julieta pudo hablar cuando estuvo más tranquila. Se había vuelto loca, contó. A
lo mejor de tanto pensar en los locos de Barcelona.
—En esta ciudad siempre hay algún evento, alguna
Bienal, alguna reunión de presidentes, los partidos del Barça. Y se llena de
helicópteros, vuelan bajo, no sabés qué impresionante.
Sofía asintió, podía imaginárselo.
—Y el año pasado con Daniel teníamos ganas de… bueno,
yo tenía ganas de quedar embarazada. Estaba muy loca, en serio. Ahora me parece
un delirio, criar un hijo, qué desastre, sin dinero. Y además… eso después.
Julieta miró hacia atrás, como si intuyera una presencia.
Suspiró aliviada, y siguió hablando.
—La cuestión es que el año pasado yo quería tener un
hijo a toda costa. Pero cuando empezamos a probar se me ocurrió que los
helicópteros venían a buscarme. Que volaban solamente para vigilarme a mí.
—Ay, Julieta.
—Ya sé, no me tenés que decir nada, estaba paranoica.
Recién el mes pasado dejé de tomar los estabilizadores de humor. Los extraño un
poco, pero tengo que aguantar. En fin: creía que me venían a buscar para
llevarme a mí y al bebé para experimentos, un delirio ciencia ficción. O para
robarme el bebé. Eran, cómo explicarlo, como un comando secuestraniños de la
ciudad de Barcelona. Así de importante el tema. Daniel se enteró muy tarde.
Trabajaba todo el día en esa época, ya no me acuerdo ni qué estaba haciendo, un
video importante. Yo me escondía de los helicópteros debajo de la cama. O me
hacía carpas con las sábanas. No quería salir a la calle. Daniel me encontró
escondida una vez y, bueno, me llevó al psiquiatra. Se asustó mucho el pobre.
—¿Quedaste embarazada?
—No. Raro, porque no nos cuidamos como seis meses. A lo
mejor alguno de los dos no puede tener hijos. Igual cuando empecé el
tratamiento tuve que parar de intentarlo, porque las pastillas están
contraindicadas con el embarazo. Además me di cuenta de que las ganas de tener
hijos eran parte de la locura.
Julieta le dio el último sorbo al café y bajó la voz.
—No hay que tener hijos en Barcelona. ¿Viste lo que nos
contó Manuel anoche? No hay que tener hijos acá.
—¿Qué cosa?
—¡Eso! ¿Te pensás que ese bebé de la Yasmine es el
único nene así que anda por Barcelona? Manuel te lo dijo.
Los ojos de Julieta estaban completamente opacos, y la
sonrisa se le había congelado con una rigidez que estaba en el extremo opuesto
de la alegría. Sofía pensó que su amiga seguía loca, que tenía que hablar con
Daniel ni bien volvieran al departamento. Julieta le tomó la mano por encima de
la mesa. Tenía los dedos fríos, y temblaba.
—Vos ya te diste cuenta —le dijo.
—De qué, Juli, por Dios.
—Vos ya sentiste el olor. El olor de los chicos. Te vi
frunciendo la nariz.
Sofía tembló. Julieta le dijo que tenía que saber todo.
Le contó que cuando Daniel y ella llegaron al Raval en 1997 el barrio estaba
alteradísimo. La red de pedofilia más importante de Europa tenía uno de sus
tentáculos principales ahí, y se hablaba de niños fotografiados en
habitaciones, entregados por sus madres prostitutas, dejados en manos del
pedófilo Xavier Tamarit Tamarit por mujeres pobres. Niños que los pedófilos
iban a cazar a Plaza Negra. Se desmontó un asilo, no se sabía quiénes eran los
niños; los curas y las monjas rompieron las fichas. Navajeros, estaban de cola,
bandas de niños sin escolarizar. Uno de los niños apestaba, apestaba porque su
propia y única ropa le servía de colchón. Ese chico anda por toda la ciudad,
llena de olor la ciudad, para que no se olviden de él. Dicen que los asistentes
sociales no le podían sacar la ropa porque la tenía pegada al cuerpo, por la
mugre. Dicen que tenía piojos pero también gusanos blancos en el cuero
cabelludo, y llagas debajo de los brazos, por la mugre; nunca lo habían bañado,
un animalito, de miedo se hacía caca encima y no se limpiaba. Es el nene que
más gente ve, el fantasma popular, el que te toca con sus manos negras, el que
te deja la campera colgada de la silla en los bares llena de olor a carne
muerta cuando la roza. Niños que se caían de balcones, dejados allí por madres
yonquis. Que se colgaban las llaves del cuello a los tres, cuatro años. Que
mataban a taxistas y morían de sobredosis, estaban de cola, iban solo por la
pasta. Les dieron cuarenta mil pesetas para que dejaran los pisos. Era el
barrio más poblado a nivel mundial, detrás de uno de Calcuta. Las casas se
caían, no había luz, el que tenía cuarto de baño era un afortunado, no había
agua corriente. Erradicar físicamente el Barrio Chino. Operación Illa Negra:
calles Nou, Sant Ramon, Marquès de Barberà. Un graffiti decía «acumulando
rabia». El caso del Raval fue una criminalización del movimiento vecinal por
los responsables de la reforma de Ciutat Vella. Tamarit no es agresivo, mi
exploración con el paciente demuestra que tiene capacidad de inhibición,
justifica su pedofilia pero ha recibido tratamiento de castración química para
bajar los niveles de su libido, disminución anatómica del tamaño del pene,
retracción, fibrosis, estenosis uretral, varias operaciones .
El caso había sido una emboscada, le explicó Julieta,
un fraude. Se usó para echar a un montón de gente, para limpiar el barrio. Unos
eran de un partido vecinal, otros de otro, no lo entendía muy bien, pero eran
problemas de la Generalitat, de la Intendencia, argentinizó, para que Sofía
entendiera. Un caso político.
Pero nadie hablaba ya del caso del Raval. ¿Y por qué?
Julieta lo sabía. Porque si se volvía a hablar, había que hablar de los chicos.
No de los chicos violados, porque aparentemente no había habido chicos
violados, puro chantaje. De los otros chicos. Los que no están vivos.
—Hay uno que camina siempre por Tallers diciendo: «Lo
juro por mis muertos». Yo pensé que era de verdad, al principio, pero no,
porque siempre camina a la misma hora y no lo ve todo el mundo. Terrible
guacho, esa es una calle preciosa, con todas las disquerías… A veces no me
animo a ir. Además está fuera de su territorio, eso es el Gótico.
—Nena, tendrías que…
—No me trates de loca . En esta ciudad todo el mundo lo
sabe y se hacen los idiotas. Pero vos ya te diste cuenta, te lo veo en la cara.
¿A cuál viste?
Sofía miró la taza de café, ya helado. Después levantó
la mirada, y recorrió las otras mesas. Dos altísimos escandinavos tomaban
cerveza al lado, hablando un extraño idioma lleno de aes. En la máquina de
cigarrillos, dos catalanes metían monedas en la ranura. En las paredes,
anuncios de shows en el Sidecar, muestras en el Museo de Arte Contemporáneo.
Los ingleses cimentaban su mala fama gritando por la calle, quizá cantando
algún clásico que no podía distinguirse en las voces borrachas. Parecía normal,
una ciudad con bares exclusivos, como aquel donde solo se servían jugos de
fruta natural y licuados, con tiendas de ropa de diseño, con turistas
maravillados por la arquitectura modernista y chicas que disfrutaban del mar en
la Barceloneta. Sofía tenía miedo de estar sugestionada, de dejarse llevar por
la paranoia de su amiga que venía a confirmar su incomodidad. ¿Y si la
aprehensión tenía que ver nada más que con una antipatía profunda por la
orgullosa Barcelona? ¿Si era una fobia de turista provinciana? Había decidido
callarse cuando el olor le inundó la nariz como un picante, como menta fuerte,
haciéndole llorar los ojos; un olor claramente palpable, negro, de cripta.
—Yo no vi nada —dijo Sofía. Decía la verdad. Pero le
creía. Creía que pronto iba a ver.
Julieta pareció decepcionada, asustada. Pero su amiga
la tranquilizó apretándole la mano, y continuó:
—Pero olí. Huelo.
Sofía tuvo arcadas. Las reprimió respirando hondo, y
usó la servilleta para obturar, un poco, el olor.
—¿Oliste dónde? —murmuró Julieta.
—En todas partes. Ahora.
—¿Sabés lo que hacen? No te dejan salir.
—¿Qué cosa?
—Los chicos no te dejan salir. No podemos irnos del
Raval. Los chicos fueron infelices, no quieren que nadie se vaya, quieren
hacerte sufrir. Te chupan. Cuando querés irte, te hacen perder el pasaporte. O
perdés el avión. O choca el taxi que va al aeropuerto. O te ofrecen un trabajo
al que no podés negarte porque es mucha plata. Son como esos duendes de los
cuentos, los que cambian cosas de lugar en la casa a la noche, pero mucho
peores. Todos los que dicen que no se quieren ir del Raval mienten. No pueden
salir. Y aprenden a soportar todo.
Sofía cerró los ojos. Creyó escuchar los pasos veloces
de chicos corriendo descalzos por los departamentos reciclados del Raval, y se
imaginó a un niño con su ropa mugrienta que le servía de colchón, tan enojado,
tan infeliz. Casi pudo verle la boca sin dientes y la miseria vieja. No quería
verlo de verdad, sentado en alguno de los umbrales de Escudellers, ocupando la
vieja manta de un yonqui. No quería ver la ronda nocturna que armaba con sus
amigos en Plaza Negra.
—Te vas mañana —le dijo Julieta, ahora seria, y
protectora—. Cambiamos el pasaje. Yo te ayudo. Vos estás de visita. A los
visitantes no los pueden atrapar.
Y después, siguiendo las luces de un helicóptero que
atravesaba el cielo, hacia el norte, murmuró:
—Volvé a casa. Dejanos solos. Y no te preocupes. Nos
vamos a escapar algún día. Pronto.
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