miércoles, 25 de noviembre de 2020

       

 FAMILIA Y LIBERTAD

“Buena suerte Quit”, gritó Mercedes mientras yo cerraba la puerta de nuestro piso compartido de Madrid, adonde  había ido a estudiar un Máster de Derecho Civil en la Complutense. Me había llamado por la mañana mi hermano desde Valencia y me había dicho que la cosa se había puesto chunga. “Chunga” había dicho, como si yo al ver su nombre en la pantalla del móvil no supiera ya que algo grave pasaba. Hace años que no soporto a mi hermano y si me llama sé que son malas noticia: es como el dicho ese francés que dice: “si no hay noticias son buenas noticias”. Bajaba por Fuencarral hacia Atocha pensando en la mala suerte que he tenido con mi hermano pequeño. Higinio es un frívolo: se hace llamar Higgy y es el eterno adolescente; con veintisiete años sigue fantaseando con triunfar en el mundo del Rock. Y también iba detestando el maldito ruido que hace la maleta de ruedas al deslizarse por la acera. A veces, aunque soy una treintañera, me siento como una cincuentona cascarrabias. El tren salió con puntualidad británica, detesto la impuntualidad. En poco más de hora y media estaría en València. Saqué mi libro “Libertad y familia” de Encarnación Roca (Vicepresidenta del Tribunal Constitucional) y me puse a disfrutar del conocimiento. A la altura de Tarancón una espesa niebla se tragó al tren. De tanto estudiar, con apenas treinta años, ya tengo presbicia y, sin la suficiente luz, no me veo tres en una burra —me encanta pasar las metáforas al femenino—.  Abandoné la lectura y una punzada del más puro rencor me subió desde el estómago, o, más abajo aún, desde las tripas. Hace poco leí que las tripas tienen neuronas y piensan. El concupiscente de mi hermano me hace perder el control de mi ser y la ataraxia, labrada a base de meditación trascendental, desaparece y me sumerjo en un mar de ira. Detesto a la gente irascible, pero cuando pienso en Higinio pierdo el control. Me tiene envidia desde que aprobé la oposición a jueza con tan solo veintisiete años. Pero, claro, él lo niega y me viene con sus monsergas de bohemio: «Ni yo soy envidioso ni tú eres envidiable» me suele decir. Yo no sé porque es así, si hemos tenido unos buenos padres, si acaso, el único defecto de papá es que nos puso a competir desde niños, pero claro, como mi padre  se ha hecho a sí mismo y tiene mucho éxito entre la abogacía valenciana, pues pensaría que así nos haría fuertes y competitivos, como si fuéramos de los Estados Unidos de América. La competitividad de papá, además, quedaba neutralizada por mi madre que está muy contenta con su trabajo de funcionaria y disfruta con su gran afición por la literatura. De hecho, a mi me puso Quiteria porque es el personaje de su capítulo favorito de El Quijote: “Las bodas de Camacho”. El nombre de mi hermano lo eligió papá, pues, pensaba que era un nombre digno de un juez, mamá le quería llamar Basilio. El idiota de mi hermano dice que me hago llamar Kit porque me considero con la cabeza bien amueblada.

La monotonía paisajística de la llanura conquense todavía era peor hoy —pensé—, la niebla omitía todo paisaje con su blancura inmaculada, y yo seguí dándole vueltas a la guitarra eléctrica que le regaló mamá a Higinio cuando tenía ocho años, la vida son detalles y quizá en aquél estuvo la desgracia de mi hermano, que todavía no ha parado de soñar con llegar a ser una estrella del rock. Aunque no se ha drogado en su vida siempre ha imitado las letras del Nacho Vegas y va de artista maldito: “La sangre resbala por mi brazo, cuando me olvido de ordenar los muebles, y de ti“—dice una de sus canciones—. Claro está que no es creativo ni auténtico.

Detesto que la gente pase por la vida sin hacer nada —nada de provecho, quiero decir—. Desde pequeña yo ya sabía lo que iba a hacer con mi vida. Mi hermano me decía que los que nacen mayores mueren en el vientre de su madre. Y si nacen sin cerebro como él, pues hale, a comer, beber, dormir y follar que son dos días — ¡No te digo!—. Me comenzó a subir una llamarada de fuego por el esófago y me puse a contar respiraciones, antes de llegar a la tercera ya estaba pensando en lo que yo había hecho mal. Todavía me duele no haber podido llevar a Higgy por el camino correcto, no el bueno, sino el correcto. Y no es excusa que mamá se fuera de casa hace quince años. Él bien que se quedó con papá y soportó sus manías para vivir a cuerpo de rey. Yo tenía dieciocho años y me fui a un piso compartido en Benicalap, porque no soporto las manías de mi padre. Cuando papá se lió con la pasante de su despacho, veinticinco años menor que él, Higgy se fue a vivir con mamá. Por entonces mi hermano ya tenía veintiuno y seguía sin hacer nada con su vida, mientras yo me dejaba los ojos estudiando la oposición a jueza. Sin hacer nada es imposible: él cambiaba de novia cada tres meses, bebía cerveza y andaba de conciertos. Fue ese año cuando abandonó sus estudios de filosofía. Es tan odioso mi hermano que con veintisiete años sigue igual. Detesto a Higgy. Desde luego, que sí que consiguió mi padre, con su máxima alejandrina: “Divide y vencerás”, dividirnos y salir victorioso. Aquí estoy yo en el tren con este ataque de rencor y yendo a verlo al hospital. A la altura de Requena la niebla se disipó y pude continuar con la lectura de “Libertad y familia”, volver al mundo del conocimiento me hizo recuperar la ecuanimidad.

Vaya mierda de vida llevo pegando bandazos, nunca mejor dicho, pues, he fracasado ya con tres bandas. Con veintisiete años y sigo viviendo con mi madre y ahora se muere papá —“Puta vida”—. Ahora, que yo nunca diré, ni en el lecho de muerte siquiera: «Que me quiten lo bailao», vaya expresión pesimista. La señorita jueza ya debe estar atravesando el paisaje rojizo otoñal de las vides de Utiel-Requena—pensé—

  —Ana, creo que deberíamos ir saliendo hacia la estación —comenzó a decir Higgy en el pisito de Lladró i Mallí— la señorita jueza Kit debe estar ya por Requena.

A lo que repuso Ana Pin Buj:

  —Cuando estemos con tu hermana haz el favor de llamarme mamá, ya sabes cómo se pone cuando me llamas por mi nombre.

  —No me toques las narices Ana, que la seca de mi hermana ya podría comenzar a vivir y dejar de detestar; detesta el sexo, el alcohol, bailar…en fin, detesta vivir, por muy ecuánime que ella se crea. La muy subnormal se cree que todo el mundo la envidia. Y se cree guapa con ese pedazo de nariz. Todo es culpa de papá. Y siento decir esto ahora que se ha puesto tan enfermo, pero es lo que pienso. Y ya va siendo hora de que yo diga lo que pienso…

Recorrimos Giorgeta sin pronunciar palabra. El desasosiego me atrapa cada vez que voy a ver a mi hermana. En el panel de Joaquín Sorolla comprobamos que el tren llegaba a su hora. Es magnífico que el AVE nunca se retrase, seguro que Quiteria no lo detesta.

Pobre hermana como está tirando su vida, y lo que es peor es que ya ha tirado su juventud. Ni birras, ni sexo, ni rock´roll. La pobre de Kit sólo ha tenido un rollete de verano con treinta años cumplidos; nunca ha fumado ni bebido. Su dominio sobre las pasiones y el deseo la llevan a planificar el futuro como si fuera un estado socialista. Cuando la oigo decir que hasta los treinta y cinco pasa de los hombres y que “vaca sola  bien se lame” —encima en femenino, con su extraña manía, porque “buey solo bien se lame” queda mejor—me entran unas ganas tremendas de echarle un jarro de agua fría por la cabeza a ver si espabila y deja de pensar en el porvenir.

Faltaban doce minutos para que llegara el tren y salí a fumarme un cigarrillo y a llamar a Berta, Ana se quedó en el andén rodeada de gentes con mascarilla. Nunca pensé que llegaría a enamorarme de alguien, pero con Berta ha sido diferente, llevamos ya cinco meses, todo un record para mí. Aparte de su gran corazón y su espontaneidad, lo que me acabó de enamorar fue cuando me dijo que quería tener dos hijos conmigo y llamarles Judas y Caín, para que no tuvieran tocayos y aunque fueran chicas. Lié mi cigarrillo y llamé a Berta. Al primer timbrazo contestó:

  —Hola Higgy, ya estaba desesperada de que no llamaras. Que tal la noche en el hospital con tu padre — me preguntó Berta preocupada—.

  —Bueno, no muy bien, yo no he pegado ojo y mi padre no parece él: ha perdido todo su temperamento y su carácter y está muy asustado. Estaba mal y por eso no te he llamado antes. A las diez me he ido a casa de Ana y he dormido hasta las seis. Ahora ya estamos esperando a Quiteria en Joaquín Sorolla, son las siete y veinte y el tren llega en doce minutos. Necesitaba hablar contigo para relajarme. Ya sabes el desasosiego que me causa mi hermana con sus verdades absolutas.

   —Tú estate tranquilo y ya sabes que la familia es la familia y en los momentos malos siempre hay que estar unidos —me interrumpió Berta con su gran corazón, pero no dándose cuenta de que la estaba llamando para desahogarme un poco—.

  —Tú no sabes lo que es tener una hermana mayor con la cabeza bien amueblada; nunca duda de nada ni se hace preguntas; como te digo siempre: no hay nada peor que la gente con las cosas claras, y me hermana es una de ellas. Como me empiece a dar la charla, en estos momentos, con el camino correcto y la realidad, me da un ataque.

  —Desde luego que menudo tostón de hermana te ha tocado debe ser insoportable, pero bueno, es lo que hay y tú debes comportarte, no permitas que te baje la autoestima y no os enfadéis.

  —Oye Berta, mi hermana no es un tostón y tampoco es insoportable, que la tía se lo ha currado un montón y lo único que quiere es protegerme. Venga, ya hablamos mañana que debe estar a punto de llegar, Un beso, ciao.

  —Ciao Higgy, te quiero.

Cuando regresé al andén con mi madre faltaban tres minutos para que llegara el tren. Ana y yo nos moríamos de ganas de ver a Quiteria, pese a las circunstancias. Y  Ana me recordó que delante de Quit la llamara mamá, y añadió: “ten paciencia con tu hermana”.

El libro de “Libertad y familia” se me atragantó cuando comenzaron los túneles de la entrada de Valencia. Bajé del tren entre la multitud en fila, detesto ese momento de la llegada. La sangre es la sangre, y cuando vi a Higgy y a mamá, esperando en el andén, se me puso el corazón en un puño. Abracé a mamá con los ojos cristalinos y saludé a Higinio: “¿Qué tal rockero?”  “Cada vez mejor, azote de malhechores” —me contestó—. Necesitaba una ducha antes de ir a la clínica y les propuse ir a mi casa de Buen Orden. Papá nos daba cincuenta mil euros cuando cumplíamos veintiuno, yo me hipotequé; Higgy se compró una Volkswagen: dispuesto a vivir sobre ruedas. Mi madre soltó una de las suyas:

  —Vas hecha una birria, Quiteria. Mañana mismo vamos de compras, y vayámonos de aquí que esto está lleno de miasma —nos interpeló para que saliéramos de la estación—.

Escuchar las palabras birria y miasma me hacían viajar a mi infancia, a otros les pasa con el sabor de  una magdalena, o con el olor del bosque mojado, o con el tacto de una cazadora, o con el paisaje de una playa. A mí me pasa con las palabras de mi madre: mi pasado me entra por los oídos. Un extraño bienestar (el bienestar siempre es raro)  sentí cuando el agua resbalaba por mi cuerpo, sabía que mi hermano y mi madre estaban en mi casa. En el taxi hacia la clínica me pusieron al corriente del estado de mi padre. Higinio se estaba comportando como un buen hijo y comenzó a contarme:

  —Mira Quit, papá nos ocultó que le apareció sangre en las heces durante el confinamiento. En cuanto pudo se realizó las pruebas oportunas y el resultado fue que no tenía nada maligno. Lo raro es que no me llamó él para contármelo, fue Maria José la que me lo contó.

  —No puedo entender a papá —interrumpí a Higgy— cómo es posible que haya acabado casándose con Maria José, ¡si es más joven que yo!

  —No me interrumpas con tus caminos correctos y deja que te lo cuente del tirón. El caso es que en julio y agosto se fueron a la casa de papá de Deià y no volvió a sangrar en todo el verano. En septiembre volvieron los juicios y todo parecía normal, pero a mitad de octubre comenzó a sangrar de nuevo. Los médicos están convencidos de que es un cáncer en estado terminal. Lleva tres días ingresado y  están confirmando el diagnóstico. Y eso es todo, hermana.

Cuando Higgy acabó de ponerme al día enmudecí. Sólo al bajar del taxi, en Blasco Ibáñez, se me ocurrió preguntar por Maria José.

  —Pues eso es lo curioso —comenzó a decir mi madre—. Yo no soy ninguna alcahueta, pero no me parece normal que desde que han ingresado a tu padre haya desaparecido.

Alcahueta había dicho, entré a la clínica sintiéndome una niña. La visita iba a ser corta y a dormir sólo se podía quedar Higinio. Cuando papá nos vio entrar a los tres se puso a llorar como un niño.

  —No papá, no llores, que todo va a ir bien, seguro que hay una solución —dije sin mucha convicción—.

  —Perdona hija, que alegría verte. Ya sabía yo que me tenía que haber cuidado más. Y vosotras decíais que eran manías y obsesiones…tenía que haber comido lentejas los miércoles y los domingos.

Aguantar la carcajada me resultó lo más difícil que había hecho en mi vida, y eso que yo no me lo pongo fácil. Comencé a decirle lo buen padre que había sido y la infancia tan feliz que habíamos tenido Higinio y yo. Empecé a contar anécdotas graciosas y mi hermano, como es normal, soltó una de sus gracias “Buen padre ni buen padre…si lo fuera te hubiera dado unas cervezas a los quince”.

  —Venga Higinio —le reprochó papá—que tus gracias sólo las entiendo yo porque soy tu padre. Y ahora dejadme descansar que estoy muy débil.

En el hall de la clínica nos despedimos de Higgy que se quedaba a dormir. Mamá y yo nos fuimos cada una  a su casa y no pronunciamos palabra en el taxi, que me dejó primero a mí en mi destino de Buen Orden (adoro el nombre de mi calle y de mi barrio: Arrancapins), y llevó luego a mamá a Lladró i Mallí.

Al día siguiente me despertó una llamada de mi hermano a las siete y diecisiete, cuando vi Higinio en la pantalla del móvil, pensé que papá había muerto. Todo lo contrario. Me dijo que fuéramos hacia allí: el médico le había dicho que nos llamara porque tenía buenas noticias y quería que estuviéramos los tres. También le había dicho el doctor que mi padre no paraba de gritar: “Me he equivocado, mierda, me he equivocado”.

El Dr. Biendicho nos dijo que en la biopsia habían descubierto cristales de bombilla y trozos de cáscara de nuez en  el colon. No sabían el método que habían utilizado, pero estaba claro que a papá le habían intentado provocar un cólico miserere. El arma del crimen había aparecido rodeada de pieles de lenteja, lo que hacía sospechar al equipo médico que alguna relación debía existir entre una cosa y la otra.

Cuando salimos del despacho yo volví a sentirme como una niña, el médico había dicho cólico miserere, y era una expresión que usaba mi madre para que comiéramos fruta de pequeños. Los tres sospechamos que la autora del crimen había sido la joven mujer de papá. Las buenas noticias fuimos a celebrarlas a un restaurante de La Alameda. Tras beberse una botella de vino y una de cava, mi madre y mi hermano, se pusieron eufóricos. Yo sólo había bebido una Coca Zero y una copa de cava para brindar, pero también estaba eufórica. De repente mi madre dijo que si nos acordábamos del poema de “Las bodas de Camacho” que memorizábamos de niños, y los tres nos pusimos a  declamarlo en voz alta, valga la redundancia:

  —Soy quien puede más que Amor, y es Amor el que me guía; soy de la estirpe mejor, que el cielo en la tierra cría, más conocida y mayor. Soy el Interés, en quien pocos suelen obrar bien, y obrar sin mí es gran milagro; y cual soy te me consagro, por siempre jamás, amén.

Todas las mesas nos miraban como si estuviéramos locos. Pero si algo bueno tiene mi familia es que nunca fuimos tímidos. Al día siguiente no quise que vinieran a la estación a despedirme, y no es que deteste las despedidas, es que he decidido  dejar de exhortar a mi hermano hacia el camino correcto con mis injerencias.

En el trayecto de vuelta a Madrid pensé en la familia y la libertad y decidí escribir un cuento con los dos días que me habían hecho dudar de mis convicciones más férreas. Cuando el tren entraba en Atocha ya lo había acabado y había descubierto que la legislación y la vida van por caminos diferentes. En una terraza de la Plaza Olavide, mientras tomaba una Coca Zero, me di cuenta de que mi familia es de lo más normal. Cuando suba a casa quemaré este cuento chino. Y, claro, me dejaré de ir por las ramas con Antonio, mañana mismo. Que me aspen si no comienzo a discernir entre la vida y la muerte y dejo de tener miedo a la vida…y a la muerte. Cuando entré en casa me noté el corazón y no lo detesté. Pero cómo hacer para vivir una vida sin equivocarse, si no está codificado en ninguna legislación vigente del mundo.

La cafetera entraba en ebullición mientras iba recordando mi sueño. Qué bien había dormido tras estar en el sofá cama de la clínica cinco noches, me encanta el olor de Berta, quizá deberíamos comenzar a vivir juntos. Cuando Berta entró en la cocina ya le había preparado un desayuno completo con sus tostadas, su zumo de naranja y el café recién hecho. Desayunamos en silencio, nos bastaba mirarnos a los ojos para ser elocuentes. Cuando acabamos de desayunar le conté mi sueño: “Ha sido el sueño más real que he tenido en mi vida. He sentido la muerte de los grandes, me he sentido consagrado con veintisiete años y me he sentido morir como Hendrix, Joplin, Cobain, Amy, Morrison… cuando he llegado al paraíso de los rockeros me han despedido por falta de talento, al recuperar mi cuerpo mortal ya nadie me llamaba Higgy”. Estoy pensando en hacer un curso de cocina, tú y Ana siempre me decís lo bien que cocino.

Escribí mi nombre y me puse a volar por un libro que se llamaba como yo: Ana no sé qué, el escritor era un ruso decimonónico y la primera frase me hizo ponerme a pensar: “Todas las familias dichosas se parecen y las desgraciadas, lo son cada una a su manera.” Me quité las gafas y me sentí enganchada a leer ese libro. Me puse a pensar en que las familias desgraciadas no existen, son una dimensión de la literatura para crear obras maestras. Me puse las gafas y continué leyendo.

       

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