miércoles, 25 de noviembre de 2020

El castigo

La puerta tiene una mirilla y me permito echar una ojeada antes de llamar. El despacho no es demasiado grande y la mesa ocupa casi toda la sala. Tras ella, está sentada una mujer de mediana edad, pelo rizado y canoso. Con una pluma estilográfica, escribe con avidez mientras tamborilea el escritorio con los dedos de su mano libre. Sentado de espaldas a la puerta está mi hijo. No puedo verle la cara, pero me lo imagino serio, con esa expresión que pone siempre que maquina los argumentos con los que se defenderá. Doy dos golpecitos con el puño y la directora me permite pasar. Marcos gira ligeramente la cabeza hacia mí, pero la vuelve enseguida. Es evidente que en el fondo sabe que lo que ha hecho está mal, así que me recuerdo a mí misma que no he de caer en sus excusas baratas. Me siento a su lado y les doy las buenas tardes a ambos; la directora se presenta y nos estrechamos la mano. Comienza el juicio. Dice que tiene que comentarme algunas de las infracciones que Marcos ha cometido en lo que llevamos de curso, es decir, dos semanas. Según sus profesores, en lo que llevamos de curso, Marcos ha decorado el techo del lavabo con papel higiénico mojado, ha lanzado material escolar por la ventana de su aula, ha robado el Dalsy de la enfermería, ha hecho más de veinte contestaciones impertinentes, se ha pegado con un niño llamado Brian, ha lanzado mandarinas al recreo de preescolar y ha quemado con un mechero trocitos de libreta. Por ello, desde dirección se ha tomado la decisión de expulsarlo una semana. Todo esto me lo cuenta dirigiendo miradas de reproche hacia mi hijo, que hace como que no escucha nada mientras dibuja circunferencias con sus pulgares. No sé qué me enfada más, si la actitud pasota de mi hijo o que esta mujer no me mire cuando me habla. Le digo elevando la voz que el castigo me parece adecuado y que, desde luego, no va a salir fuera hasta Navidad. Esto último es mentira, pero estoy tan enfadada que suelto lo primero que se me pasa por la cabeza. Me digo a mí misma que lo primero que haré nada más llegar a casa será esconder su hucha y deshacerme de unos cuantos tebeos. Sí, seguro que así se arrepentirá. Antes de marcharnos, la directora me da toda la explicación sobre el proceso de expulsión, aunque tampoco me hace falta, ya me lo sé. ¿Qué haré mal? ¿Acaso me falta autoridad? ¿Por qué se porta bien como otros niños? Nunca he llegado a averiguarlo, pero hoy no voy a pensar más en ello. Estoy cansada.
Antes he entrado sola al colegio, ahora salgo acompañada. El camino hacia casa se hace largo porque yo todavía no quiero decir nada, y él parece que tampoco, pero no le queda mucho. A tres manzanas de nuestro portal comienza la defensa. Dice que pegó el papel al techo porque quería arreglar una grieta, que lanzó un bolígrafo porque se le acabó la tinta y vio una papelera en la calle, que robó el Dalsy porque le dolía la cabeza y la enfermera no quiso darle nada, que los profesores le tenían manía porque él era más listo que ellos, que Brian le escupía al hablar, que los de preescolar no tienen sentido del humor y que quemó la libreta porque quería que se pareciese a un manuscrito antiguo. Y lo peor es que estará convencido de que tiene razón. Ya me lo conozco.

Estoy muy nervioso porque no se que va a hacer conmigo. He de pensar en dos cosas al mismo tiempo: en cómo responderé a sus siguientes preguntas y acusaciones; y en todo lo que tengo que esconder antes de que me lo quite; pero como soy un hombre me cuesta pensar más de una cosa a la vez. Bueno, en realidad lo segundo no es tan importante, total, sé dónde esconde mis cosas cuando me castiga, siempre lo hace en el mismo sitio. Hay que ser estúpido. Al contrario que ella, yo soy inteligente. Soy el más listo de mi casa y de mi curso. Puede que incluso sea el más listo del país. Le he contado toda la verdad pero sé que no se va a creer nada de lo que yo le diga. Nunca lo hace. Puede que algunas de las cosas que hice no estuvieran del todo bien, pero no hay derecho a que me expulsen sin dejarme dar mi versión sobre lo que ha pasado. Mis profesores dan asco porque mandan y dicen cosas que no tienen sentido y lo peor es que cuando les corrijo arrugan la frente y me gritan. Ser mentalmente superior en un mundo de estúpidos tiene sus desventajas: nadie te entiende. Mientras pienso todo esto nos acercamos cada vez más a casa. Aún sigo nervioso, sobre todo porque mi madre se ha pasado todo el camino callada y seria, con esa expresión que pone siempre que maquina cómo hacerme la vida un poco más difícil. Nada más abrir la puerta me dirijo hacia mi habitación dando pasos rápidos pero disimulados. Tengo que asegurarme, por si acaso, de esconder mi dinero y mis tebeos antes de que ella los coja. Mientras lo hago oigo sus tacones acercándose, así que finjo que ordeno mis cosas. Pero no cuela. Me pide que le dé ya mismo lo que estoy escondiendo. Me niego y le digo que no me gusta que me hable así, por lo que entra y me da una bofetada. Cuando me pega significa que está harta, y no quiero que esté harta porque, entonces, ocurrirá lo mismo que la última vez que me expulsaron: se gastará mis ahorros en cremas faciales para viejas feas y quemará mis tebeos en la pila de la cocina. Decido dárselo todo sin pensarlo dos veces. Cuando se olvide de que las tiene ella, cogeré mis cosas de su escondite y las meteré en el mío, entonces ya podré llevar a cabo mi revancha sin correr peligro. Pero antes he de pensar cómo vengarme. Haga lo que haga, no puede enterarse de que he sido yo porque se pondrá aún más harta. Como me ha quitado los tebeos, no tengo nada con lo que divertirme, así que aprovecho para coger ideas para mi venganza dando vueltas por la casa. Lo primero que hago es entrar en su cuarto y abrir el cajón donde guarda las cremas faciales para viejas. Se me ocurre utilizarlas para pintar un cuadro, pero enseguida me acuerdo de que ya hice eso la última vez, por lo que no sería original. No encuentro nada interesante en ese cajón, así que voy a cerrarlo, pero justo antes veo algo dentro que me llama la atención. Es un envoltorio cuadrado donde pone "Durex" en grande. Me acuerdo de aquella vez en la que Juan se trajo un envoltorio igual a clase. Yo le pregunté qué era y me explicó que los hombres se lo ponían en el pene para no dejar pasar el semen dentro de la mujer y dejarlas preñadas. Del envoltorio salió un plástico pringoso y alargado. Agradezco haber encontrado uno en casa porque me ha dado una idea. Si mi madre tiene uno de estos es porque no quiere quedarse embarazada, así que frustraré sus planes. Cojo una aguja del costurero y perforo el envoltorio sin que se note demasiado. Ahora el semen se colará por los agujeros y nacerá un hermano malvado. Seremos dos niños vengándonos, uno contra dos. ¿He dicho ya que soy el más inteligente del país?

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