HISTORIA DE LA TRANSICIÓN
Antonio
se alzó de la butaca, erguido y mayestático, entre aplausos, tanta gente
vestida de pingüino lo cohibía, pero su cojera era casi imperceptible. La
mañana de diciembre en Estocolmo era tan fría como las mañanas de diciembre de
la aldea dónde había nacido. Le habían otorgado un premio literario muy importante
y humildemente había ido a recogerlo. La vida le había mostrado dos cosas: el
destino existe y las casualidades también. En cierto modo, aquel premio fue una
casualidad. Se lo habían otorgado a un cantante estadounidense, pero éste lo
rechazó aduciendo que las letras de sus canciones las escribía una sobrina suya
y que su única genialidad había sido introducir la guitarra eléctrica en la
música folk. La academia sueca, pues, consideró oportuno concedérselo a Antonio
porque le pareció coherente que decir en una canción que “la respuesta está
soplando en el viento” sólo podía ser obra de una niña, y así que ese era el
destino de Antonio. Comenzó a avanzar por el pasillo central.
Nació
con dos piernas, como todo el mundo, que no pararon de crecer hasta dos años
antes del accidente. La nariz también le crecía pero era totalmente ineficaz.
Aquel día estival que bajaba al río con
su padre le venía ahora a la memoria. Su padre hacía mención al olor de la
higuera, del tomillo, del romero, del espliego, del campo recién bañado por la
lluvia de agosto. Le decía que esos olores serían su infancia, y la única
verdad, y que con el tiempo le darían su identidad. Aquel niño que ahora, ya
viejo, se disponía a recoger un premio literario no entendía nada porque no podía
oler. En aquel Rincón del mundo cuyo topónimo empezaba por la primera letra y
acababa por la última cabían todas las palabras del mundo, todos los sonidos,
todos los sueños, pero para él no existía ningún aroma, hedor, olor o esencia
olfativa.
Siguió
avanzando hacia el escenario y a cada paso le venía su vida entera a la cabeza.
Se deslizaba por un túnel negro con una luz al final, como cuentan los que han
estado a punto de morir y les viene la vida entera a su conciencia en un
minuto. Un mal día lo llevaron a la ciudad para que lo examinara el
otorrinolaringólogo. Anosmia congénita le dictaminó el doctor. Con ocho años su
tara de nacimiento ya tenía nombre y apellido. En la España de los sesenta, sin
embargo, de todo mal se hacía un bien. Así pues, su extraño “don” sibilino lo
destinó a que tuviera dos bienes: a los catorce años no le faltó trabajo
limpiando los purines de todas las granjas de la comarca; y a los quince todo
el mundo lo conocía por Antonio el porcatero. Su fama era semejante a la de
Sant Antoni del Porquet: el santo que adoraban en aquel Rincón del mundo que
empezaba por la A y acababa con la zeta. Cuándo Antonio comenzó a ver en su
cabeza, como en una película de cinemascope, aquel 17 de enero de 1974, dio un
pequeño traspiés y el anfiteatro de la Sala de Conciertos de Estocolmo
enmudeció.
El
día de su onomástica coincidía con el día más feliz del año. La fiesta de San
Antonio del año 1974 amaneció soleada, el cielo estaba de un azul tan intenso
que no se echaba de menos el mar; la escarcha comenzaba a evaporarse de los
campos creando un paisaje mágico. Antonio se puso su mejor traje mientras
tarareaba “Mi Tierra”, esa canción de
Nino Bravo que le hacía estar agradecido a su destino de nacimiento; se perfumó
el cuello con una esencia que él no podía oler; y se engominó el cabello.
Frente al espejo le gustó su cara y sus ojos negros y su mandíbula cuadrada y
sus labios carnosos y su ineficaz nariz afilada. Se puso a poner expresiones de
tipo duro y pensó que Gabriela caería rendida a sus pies en cuanto lo viera.
Subió a su moto alemana, que se había regalado a sí mismo en su veintidós
cumpleaños, después de realizar un negocio porcino que le proporcionó pingües
beneficios. Arrancó el motor y disfrutó de la música que emitía el tubo de
escape, puso la primera y salió a celebrar la fiesta. La aldea donde había
nacido y vivía distaba una veintena de quilómetros del pueblo que daba nombre a
la comarca. Debajo del casco su cerebro sólo emitía pensamientos positivos. El
aire en la cara magnificaba el paisaje de sembrados, pinos y roquedales. Cuando
entró al pueblo una bandada de chiquillos se pusieron a corretear al lado de la
moto y Antonio fue consciente, más que nunca, de su buena estrella. Aparcó la
moto y le dio unas monedas a la chavalería. Comenzó a subir hacia el
campanario, muy pagado de sí mismo, por las estrechas callejuelas engalanadas
que lo abrazaban. En la Plaza de la Iglesia no cabía un alma: la gente hacía
cola para bendecir a sus animales; los niños bajaban por las calles empedradas
haciendo carreras de sacos; todos los bares estaban a rebosar y todo el pueblo
lo saludaba con afecto (también con interés):
—Buenos días Antonio—lo saludó el cura —. Mi
querido monaguillo sin olfato, ¿Qué tal va todo?
—Hola Don Marcial, ¡qué tiempos aquellos!, yo
que pensaba que nacer con una nariz inútil era un castigo de Dios y va a
resultar que, como dijo usted, era una bendición. Todo bien, cada vez mejor, la
faena y los negocios son lo más importante y me van francamente bien—respondió
el porcatero con el hieratismo que adoptaba al hablar con el párroco, manejado
por sus ofuscadas creencias atávicas—.
—Ve con Dios y disfruta de la fiesta grande,
y a ver si vienes algún domingo a misa.
—Sí, sí, en cuanto pueda, ya sabe que los
domingos trabajo. Que tenga un buen día y libre a los animales de todo mal —se
despidió Antonio—
En
la Plaza Mayor la Banda Municipal amenizaba la jornada con pasodobles, y
Antonio al ver el humo salir de los calderos humeantes pensó en que aquello
debía oler a fiesta; aquel olor festivo debía agrandar el espíritu y la
gratitud de estar vivo. Antonio miraba el humo ascender y recordó las palabras
que le dijo el doctor a los ocho años: «El único problema de no tener olfato es
que puede afectar a los recuerdos, por lo demás usted podrá disfrutar de una
vida plena». El encuentro con el cura le había hecho recordar aquellas
palabras, pues no recordaba los años que lo llevaron sus padres a hacer de
monaguillo. Quizá, si supiera como huele una iglesia y el aliento de un cura,
jamás se le hubiera olvidado.
En
el bar del Casino estaba Don Bernardo, el maestro, con los amigos de Antonio.
Se juntó con ellos tras pedir una cerveza y Don Bernardo se dirigió a él
mientras daba sorbos a su vermú:
—No se te ve el pelo por el pueblo, tienes
que salir más, la vida social es una necesidad humana —le instruyó su antiguo
maestro—.
—Pues sí que es cierto Don Bernardo, pero
este extraño don de no tener olfato me tiene todo el día abonando campos y
limpiando purines Tengo que aprovechar ahora que tengo veintidós años para
progresar y hacer dinero —le contestó Antonio—. Y usted que tal por la escuela
¿Todo bien?
—Bueno, este año con lo del asesinato del
Presidente del Gobierno, en diciembre pasado, las cosas están un poco raras
pero lo vamos llevando como podemos. Por cierto, estoy intentando modernizar la
fiesta con la celebración de una cucaña ¿Recuerdas el cuadro de Goya que os
enseñaba en clase, ese en que unos mozos trepaban un tronco para alcanzar un
premio y que representaba el hedonismo y el País de Jauja? Pues este año estoy
en la comisión de fiestas y hemos pelado el eucalipto de la era para que los
jóvenes del pueblo suban los once metros y bajen un gallo. Al que lo consiga le
tenemos preparado un gran premio. Tengo que advertirte que once metros son
mucha altura y que el tronco está ensebado. Pero con tu fortaleza y esos brazos
creo que serías un firme candidato al premio y así podrías trabajar menos una
temporada y harías más vida social.
Antonio
miró a sus amigos y les preguntó si alguno se había apuntado, todos menos su
mejor amigo respondieron que no. Su mejor amigo le contestó, con astucia
pueblerina, que sólo se apuntaría si lo ponían detrás de él en el juego.
Antonio a la tercera cerveza se puso a hablar con el maestro y éste al tercer
vermú se puso eufórico a contarle al porcatero lo que representaba el País de
Jauja: un país en el que no había que trabajar para vivir. También le hablo del
68 en París y de la cultura hippie. Antonio lo escuchaba mientras recordaba
aquella metáfora de Don Bernardo que hacía mención a la Odisea, en la que
Ulises se hizo amarrar al mástil para poder oír el canto de las sirenas sin ser
arrastrado al mar y perecer ahogado. Cuando el maestro decía en clase «Amárrate
al mástil» quería decir que aprovecháramos la vida sin darla por nada ni por
nadie. Mientras apuraba el último sorbo de su tercera cerveza le dijo a Don
Bernardo que lo apuntara a la cucaña, su mejor amigo no tuvo más remedio que
apuntarse tras él.
El
sol lucía en lo alto del mediodía, la buena temperatura era inusual para
aquella época del año y la multitud se arremolinaba en torno al tronco pelado
del eucalipto de la era. Los cinco primeros muchachos que intentaron alcanzar
la recompensa no pasaron de los tres metros. Todo era júbilo y alegría de
vivir, las risas acompañaban a la música de la banda municipal y las penas
quedaban anegadas por el día más grande del año. Cuando Antonio empezó a trepar
comenzaron a sonar los acordes de “Paquito el Chocolatero”, mientras pensaba en
Gabriela se vio desatando al gallo, en ese momento ya no se oía ni una mosca.
Asió el trofeo por las patas y se dispuso a comenzar la desescalada. En ese
preciso instante una extraña molécula penetró en la nariz de Antonio, fundiendo
al destino y a la casualidad en una milésima de segundo. Lo siguiente que se
escuchó fue el crujido de los huesos de las piernas al chocar contra la tierra
prensada a los pies del eucalipto. La gente gritaba y se tapaba los ojos, no
querían ver. Don Bernardo y el mejor amigo de Antonio fueron los primeros en
llegar a ese cuerpo maltrecho: una pierna se le había doblado hacia atrás y el
tobillo le tocaba la nuca; la otra pierna tampoco estaba mucho mejor: la
rodilla formaba un ángulo de noventa grados y parecía una ele mayúscula.
Antonio sólo acertó a decirle a Don Bernardo: “Las hojas del eucalipto huelen”,
después se desmayó sin soltar al gallo.
El
impacto de aquel recuerdo hizo que la voluntad de andar hacia el escenario
fuera menor que su necesidad de pararse en seco. Antonio sacó una hoja de
eucalipto que siempre llevaba en su bolsillo, los asistentes a la ceremonia
seguían aplaudiendo. Se acercó la hoja a su nariz y el único olor que
experimentó en su vida le rebeló todo el dolor necesario para escribir y
conmover. Continuó avanzando hacia el escenario y a cada paso se le aparecían
los recuerdos que lo habían llevado hasta allí. Nadie de los presentes hubiera
sospechado que Antonio caminaba con una pierna ortopédica.
Cuatro
años después de aquel día de San Antonio llegó la democracia a España. Así, por
las buenas, como si fuera un tren que le daba vueltas a la Península Ibérica
durante cuarenta años y de improviso parara en las estaciones de Lisboa y
Madrid. En todo ese tiempo Antonio había conseguido salvar una pierna, la otra
le había sido amputada el mismo día del accidente, aquel fatídico 17 de enero
de 1974. Los dos años siguientes al accidente los pasó de quirófano en
quirófano. Por todos los hospitales en que anduvo ingresado nunca faltaron dos
cosas: unas hojas de eucalipto y Don Bernardo leyéndole todas las obras cumbres
de la literatura universal. Los padres de Antonio nunca supieron leer ni
escribir pero él jamás les llamó analfabetos. A los dos años de llegar la
democracia a España los padres de Antonio murieron (en un mes los dos). Para
entonces Antonio ya era profesor de literatura en un instituto de València. Se
había comprado un pisito en la calle de enfrente del instituto y en su camino
hacia su trabajo contemplaba todos los días a gente que no se había amarrado al
mástil y sucumbía a los cantos de libertad de la heroína. El profesor “una
pierna” le llamaban los chavales en el instituto. Antonio llevaba la pernera de
la pierna amputada recogida en dobleces y se movía siempre con sus muletas.
Cada vez que daba una clase, que leía una novela, un poema, un ensayo, un
artículo o cualquier cosa escrita le entraba una gran melancolía, se ponía muy
triste al pensar que él nunca podría escribir algo así. Mientras devoraba
libros pensaba que su incapacidad de escribirlos procedía de su carencia del
sentido del olfato. Intentaba tener siempre a mano hojas de eucalipto para
conseguir recordar su infancia, su juventud, su vida pasada. Sabía que sin
recuerdos y sin pasado es imposible escribir. Las elecciones de 1982 dieron un
vuelco al país y a la vida de Antonio. El Sistema de la Seguridad Social
comenzó a ser eficiente y Antonio pudo acceder a las ayudas que le permitieron
comprar una pierna ortopédica. Tardó varios meses en aprender a caminar con
aquel artilugio pero en cuestión de un año andaba con naturalidad. Volver a
caminar le hizo recordar toda su infancia, su juventud y su pasado; bastaba un
pequeño paseo para que le vinieran a la cabeza historias conmovedoras, puro
dolor, ironía magistral, verdadera literatura a cada paso. En los años noventa
comenzaron a publicarle las mejores editoriales. Al principio un libro al año,
después poesía y relatos cortos. La pierna ortopédica funcionaba como el
olfato, cada vez que caminaba le venía toda su vida con todo lujo de detalles y
aquello era la materia prima esencial para escribir.
Cuando
comenzó a subir los escalones que accedían al escenario volvió en sí, nadie
nunca jamás pudo imaginar todo lo que había pasado por la cabeza de Antonio en
su camino hacia aquel reputado premio
literario del 2016. Los escasos pasos que separaban su butaca del escenario le
habían desvelado la verdad de la vida, del destino y de las casualidades. Su
discurso de gratitud fue el más breve de la historia de esa gala universalmente
famosa. Antonio se subió la pernera de su pierna metálica y sólo dijo: “Todo se
lo debo a ella”.
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