- Le estamos perdiendo.
- Si muere será tu culpa y nos habrás metido a todos en un aprieto. Procura recuperarla.
- Si hicieses mejor tu trabajo quizás no me habría desconcentrado y ahora esta mujer no tendría un coágulo en el cerebro.
- Ahora será culpa mía... Eres tú quien opera, no yo.
Mientras los dos discutían, los recuerdos surcaban mi mente como el rollo de una película antigua. La ciudad... tan multitudinaria, tan ruidosa. La gente caminaba sola, acompañada, en parejas, grupos... En mi vida había recordado tantos rostros distintos en un mismo espacio. El mar era inmenso. Cuando lo recordé entendí porqué en el pasado se pensó que tras pasar la línea del horizonte los barcos caían al vacío. Era tan inmenso que no se veía el final. La abuela, tan joven que estaba irreconocible, tomaba el sol mientras pedía, por favor, a una niña que no se metiese arena en la boca. Seguramente esa niña era mi madre. O mi tía. La otra niña, que destruía un castillo de arena a patadas, se parecía tanto que era imposible saber quién era cada una.
Otras ciudades, otras razas, otros idiomas, muchedumbres, fiestas… Todos esos recuerdos surcaban mi mente antes de que el cirujano confirmase mi muerte. La vida antigua era más impresionante de lo que había imaginado.
- Ha muerto. ¿Qué se hace en estos casos?
Mi cuerpo inerte seguía en la camilla. Probablemente llamarían a mis padres y les contarían que había sufrido un derrame cerebral o algo así. Ya no era problema mío. Pero no habría ocurrido nada de esto si no me hubiese picado tanto la curiosidad.
Es complicado de explicar. Pero lo haré.
Nunca he salido de mi ciudad y no he visto lo que hay más allá de ella. Nunca. Y no soy la única. Nadie sale de la ciudad. Solo pueden hacerlo los políticos o las personas importantes. Hace mucho tiempo hubo libertad de movimiento, pero lo prohibieron cuando mis padres aún eran muy jóvenes por la expansión de la "epidemia de Mengele", una enfermedad que se transmite por el aire y que deja automáticamente sin respiración a quien la contrae. A menos que haya un respirador cerca, el contagiado se ahoga y muere en pocos minutos. La mortalidad aumentó tanto, que decretaron el cierre de todas las ciudades y pueblos hasta encontrar una cura. Han pasado cincuenta años y todavía no la han encontrado. Durante ese periodo, ha habido otros avances. Son buenos tiempos para la medicina y la investigación, así lo han requerido las circunstancias.
Cuando descubrieron la transmutación memorística se destinó al bienestar de la salud mental. Estas técnicas son ahora de competencia y regulación gubernamental y se decretó que únicamente se destinaría a aquellos con problemas psiquiátricos graves, pues pensaron que el libre sometimiento a la operación podría alterar las identidades y desestabilizar el orden social. Hace poco, un niño de seis años se vió sometido a una operación de modificación del recuerdo. Lo autorizó un comité judicial después de que el niño contemplara en vivo el degollamiento de su madre a manos del padre y el posterior suicidio de este. El niño era un autista severo que sufrió un desorden de estrés agudo muy peligroso para un buen desarrollo cognitivo. Ha habido cientos de casos como este desde que comenzaron a realizar este tipo de operaciones. El problema es que, al estar regulada, se ha creado un mercado negro que comercializa la transmutación memorística. Lo forman cirujanos, normalmente contratados por empresarios que regentan clínicas privadas, en cuyos quirófanos hacen este tipo de operaciones clandestinamente, haciéndolas pasar por intervenciones legales. Cobran cantidades ingentes de dinero por transferir y alterar los recuerdos de delincuentes, avergonzados, arrepentidos e incluso de simples curiosos. Se les llama "vendedores de recuerdos". Un caso muy sonado fue el de aquel grupo de políticos que se implantaron los recuerdos de un colaborador después de que este falleciera sin revelar el paradero de unos fondos ilegales, supuestamente para repartir entre los miembros del partido como sobresueldos. Como no quedó nada escrito ni grabado, pues la información se había transmitido del colaborador al resto a través de la mente, se tardaron años hasta que finalmente se hizo justicia.
A veces, iba a casa de mi abuelo solo para que me contara anécdotas de la vida antigua, la vida que él vivió y los lugares que pisó. Me obsesioné tanto con el pasado que comencé a visitarlo todos los jueves de manera rutinaria y no paré de soñar desde entonces; siento añoranza por algo que nunca he vivido. Hace poco mi abuelo se puso enfermo, muy enfermo. No viviría mucho más, así que decidió que yo heredara uno de sus bienes más preciados: sus recuerdos. Me dijo que había pagado a un vendedor de recuerdos para que extrajeran todas sus memorias después de morir y las introdujesen en mí. Yo le conté tiempo atrás que mi vida nunca tendría sentido si no salía de este lugar, por lo que pensó que cederme aquellas experiencias sería lo mejor que podía hacer por mí. Al fin he experimentado mentalmente la vida que siempre he anhelado y que nunca he podido tener. Pero he pagado con mi muerte.
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