NIRVANA. (Más vale lápiz corto que
memoria larga)
¿Cuántos
lapiceros hacen falta, para no pasar por este mundo sin dar testimonio de lo
que me ha pasado, para que mi existencia no desaparezca como el agua de la
lluvia desaparece por la alcantarilla? Me gustaría recordar quién era Yo antes
de nacer. Alcanzar a comprender que nada de la nada viene, y que algo había
antes de que Yo me comenzara a edificar en lo que soy hoy (edificado a base de
recuerdos y de ensayo-corrección;
considero que nada es un error). Lo que no me gustaría nada es recordar
todas mis vidas anteriores y alcanzar la Iluminación. Creo que me gusta mucho
la vida, todavía, para alcanzar el Nirvana: estoy a gusto en el Samsāra.
A
veces me hago preguntas y casi siempre no hallo respuestas. No sé de dónde vengo
ni adónde voy. De hecho muchas veces abro la nevera y meto las tijeras u otros
objetos, cuando en realidad iba a por una cerveza. Cuando cierro la nevera
caigo en la cuenta de que he metido el cortaúñas —me estaba haciendo la
manicura cuando me ha entrado sed— y no recuerdo lo que iba a coger. Ayer mismo
entré en la panadería y cuando la dependienta me dijo: “Buenos días ¿Qué le
pongo?”, le pregunté si hacían copias de llaves; cuando explotó en una
carcajada diabólica le pedí tres panes de a cuarto y un paquete de rosquilletas
—no entiendo que le hiciera tanta gracia mi despiste—. A la media hora recuerdo
que había ido a la nevera a por una cerveza, pero ya me he quitado la sed con
agua.
Lo
mío debe de ser un caso grave, porque mi primer recuerdo tiene más de treinta
años cumplidos. Los recuerdos están hechos de un material parecido a las nubes:
unos días está nublado y otros hace un sol que no te deja pararte a construir
un pasado que no existe. El caso es que ahora vengo de coger una cerveza —esta
vez he ido al grano — y me pongo a
bebérmela con ansiedad por ponerme a escribir (me la voy a beber por la boca,
no os penséis que mis despistes me hacen beber por un ojo). Al segundo trago, y
hoy está muy nublado, me pongo a pensar en mi primer recuerdo —me lo ha pedido
el psiquiatra que me está psicoanalizando—.
(Que
no me entere Yo de que alguien se ríe con mis despistes, no tiene ninguna gracia,
esto le pasa a cualquiera; lo que pasa es que Yo soy valiente y sincero y lo
cuento todo. La gente siempre está a la defensiva y no reconoce que nadie es
perfecto, bueno sí, en Con faldas y a lo
loco sí que lo hacen al final de la peli: es lo que tiene el amor, que ve
la perfección en lo imperfecto).
Es
media tarde y está nublado —como ya dije hace un rato—. En la ciudad
mediterránea donde vivo la humedad estival se acrecienta con los días nublados:
las manos me sudan, la frente me suda, los sobacos me sudan, la espalda me
suda, los pies me sudan, el cerebro me suda recuerdos…He comido paella y me he
acabado la botella de vino. Aunque soy valiente y sincero, lo de la mistela me
lo callaré.
Voy
a economizar lapicero y voy a dejar de divagar, porque si no acabaré contando
cuando me caí de la bicicleta y me erosioné la rodilla —como cuando cuento que
meto el cortaúñas en la nevera—. Así es que dormía yo hace más de treinta años
y empecé a escuchar un ruido acompasado: “ñic, ñac, ñic ñac…,….,…,…” y así todo
el rato. Mis padres dormían en la habitación contigua, que estaba comunicada
con la mía por una puerta interior: mi habitación no tenía ventanas, tenía dos
puertas: una que daba a la habitación de mis padres (era por donde entraba el
sol desde su balcón), y otra que daba al recibidor. Yo por entonces aún no
sabía hablar: oía palabras que no sabía lo que significaban, pero mi sueño de
bebé quedó interrumpido por aquel frenesí —palmadas, besos, palabras, jadeos…y
el ruido acompasado de los muelles del somier (en aquellos tiempos no habían
somieres multiláminas: insonoros para
estos casos) — Yo me había cagado en los pañales de trapo (aún no existían los
desechables), y el pipí me escocía en las ingles. Me daban ganas de gritar:
¡Mamá, cámbiame!, pero como no sabía hablar, pues no pude hacerlo. Ya me
hubiera gustado ser independiente y haberme cambiado yo solito, pero tampoco
era el caso. Después percibí el olor a cigarrillo: oler sí que podía y hoy sé
que aquel tufo era de los Ducados de papá. Después escuché una conversación que
no comprendía y detecté la falsedad en
las pamplinas de mi padre. Recuerdo que después mi madre comenzó a respirar
fuerte, mi madre no roncaba, pero Yo sabía que estaba dormida por ese sonido de
su respiración. Los dibujos del papel pintado de mi habitación, de animales
personificados, me volvieron loco y comencé a berrear como sólo un bebé puede
hacerlo —nunca he entendido por qué se creen los padres que a los bebes les
gustan los animales personificados, a mí me daban terror y rabia, yo nunca le
haría eso a un hijo mío—. El escozor en las ingles era insoportable, más si
cabe que el papel pintado. Al rato de berrear empecé a escuchar la voz de mi
madre: “pss, pss, cariño, duérmete, mi vida…” —Lo que me faltaba, menuda peste
a mierda y menudo escozor—, y mi madre adelantándome —con sus siseos y sus
palabras cariñosas— que estaba solo en la vida, “solo y lleno de mierda”,
pensé. Continué con mi sinfonía de berreo mayor sostenido hasta quedarme
dormido de puro cansancio. Ya había amanecido cuando vino mamá a cambiarme: mis
pequeños huevecillos estaban en carne viva. A partir de ese momento mi memoria
se difumina y sólo recuerdo que estaba nublado. En mi amígdala quedó grabado
ese momento como mi primer recuerdo y ahora sé que lo único que no se borra
jamás de la mente es el dolor… y la consciencia de la soledad.
Debe
ser Dios quien me ha puesto este escrito mío, de hace más de veinte años, en
las manos. Lo he rescatado en mi gris habitación de paredes blancas, pero un jergón de sesenta
centímetros y un pupitre viejo, de los que tienes que subir la tapa engarzada
con dos bisagras para guardar cosas, me hacen describirlo como mi habitación
gris. De dentro del pupitre, en el que sólo guardo escritos antiguos míos y dos
libros: La montaña mágica de Thomas
Mann (para repasar la enfermedad de la vida) y el Ulises de James Joyce (para ver si consigo descifrar ese día
irlandés) he sacado el escrito ese que rememoraba. Hoy en el monasterio hemos cultivado
los tomates, parece ser que las heladas han quedado atrás y este año tendremos
una buena cosecha. La vida monacal es todo lo contrario al aburrimiento —como
muchos se piensan—. En los tres años que llevo enclaustrado no me he aburrido
ni un solo segundo. El tiempo y los recuerdos aquí tienen otra dimensión, o
mejor dicho, no tienen dimensión, no existen. El tiempo de ahí afuera aquí no
existe. Aquí los relojes son de sol y apenas los miramos. Nadie tiene teléfono
móvil ni la sensación de estar perdiéndose algo. El vacío aquí no existe, todo
es plenitud: cuando sale el sol ya llevamos un rato rezando, antes, incluso, de
que el gallo cante. Después de cultivarnos por dentro, comienza la jornada
cultivando el huerto. La culpa, pues, aquí no existe porque todo lo que hicimos
nos trajo hasta aquí. Aquí no hay doctrinas, aunque sí disciplina. Cada cual
elabora su luz interior sin intentar imponer la suya a los demás: aquí la
acción es el único sermón del Monasterio. Aquí no existe la felicidad, pero sí
la alegría de vivir; nuestra única Regla es amarnos a nosotros mismos por
encima de todas las cosas. Amar al prójimo aquí es fácil, sólo somos diez
monjes que estamos ganándonos la vida al perderla, y todos respetamos que cada
cual ha de quererse a sí mismo por encima de todas las cosas. Cuando respetas
(cuando reconoces) que todos somos santos, aquí dentro y ahí afuera, se acaba
el egoísmo, que es ver los defectos de los demás para sentirte bien, y entonces
dejas de ver los defectos de ti mismo. Aquel pasado que ahora he releído —por Gracia
de Dios— fue inventado para deslumbrar al psiquiatra que me atendió en aquellos
momentos en los que la zozobra se había apoderado de mi existencia. Ahora Él
(Dios) sabe la verdad. Y la verdad es que mi primer recuerdo es cuando forniqué
por primera vez. Todos los amigos lo habían hecho y me incordiaban por ser
virgen. Así que un mal día me fui a que me desvirgara una profesional. Aquello
que es mi primer recuerdo verdadero —ahora tengo prohibido mentir, e incluso
hablar porque he hecho voto de silencio— resultó ser una gran decepción. Tan
decepcionado bajaba las escaleras de aquel lupanar que cuando un negro
agitanado —si esto es posible— me ofreció jaco, yo quise probar otro medio de
escapar del tedio y acepté el ofrecimiento. Al llegar a casa aspiré aquel polvo
marrón por la nariz; en una semana me estaba inyectando todos los días. Y
pasaron más de diez años en los que el placer químico se apoderó de mí. Cuando
puse remedio me dediqué a fornicar sin amor, y pasé otros diez años
sustituyendo el placer químico por el físico. Mi vida se había convertido en el
«Mito de Sísifo»: todos mis pensamientos me hacían dar vueltas a una espiral de
doble sentido: unas veces para dentro y otras hacia fuera. Todo mi impulso
vital era que me dejara de gustar la heroína y me gustara follar, porque yo
nunca quise ser un hombre rico, sólo quería ser un hombre alejado de la normalidad.
Gracias a Dios, hoy mi vida es una espiral siempre hacia fuera, y todo lo
volvería a hacer de la misma manera porque si no es como si no hubiera
existido. Ahora hasta me hace gracia leer que hubo un día en el que escribía yo
con mayúscula. Como si mi minúsculo yo se lo mereciera; como si yo fuera inglés
(los ingleses siempre ponen yo con mayúscula: I), bueno, si se puede decir que
un palo significa yo, y cuando les preguntan ¿Quién es? Responden ello es mi,
en vez de soy yo (it´s me), es en el único caso en que ponen yo con minúscula y
dejan de ser un palo.
La
luz que madurará los tomates entra por el minúsculo ventanuco de mi celda. Ahora
ya estamos solos Dios y yo. Ahora mi diminuto lapicero liliputiense está a
punto de morir acuchillado muchas veces por el sacapuntas. Ahora levito en un
éxtasis mundano dónde no existe el pasado, la culpabilidad ni el tiempo. Ahora
el placer es extracorpóreo y reconozco el deseo incumplido como la satisfacción
verdadera, porque los deseos cumplidos nos vacían el alma al ser infinitos, y
lo único no finito en la vida es el espíritu. Ahora por fin he alcanzado la
Perfección. Ahora ya no puedo seguir escribiendo porque no hay modo de sujetar
el lapicero que ha sido devorado por el sacapuntas —sólo me comunico por
escrito, debido al voto de silencio, y fulmino los lapiceros—. Ahora y en la
hora de nuestra muerte, que será en plena noche, tras un día nublado…de
recuerdos.
Fdo. Fray Junípero Alcornocal. Monasterio de
El Cuervo (Sierra de los Alcornocales)
Benilup-Casas Viejas. Famoso término municipal por los sucesos que
acabaron con el primer bienio democrático reformista de la Segunda República. (Aproximadamente
dentro de seis años) A veintisiete de
Abril de 2027.
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