jueves, 15 de abril de 2021

El vendedor de recuerdos – Myriam G.

(In extrema res; pasado; resumen + descripción + diálogo. ¡SIN ACABAR!)

 

Salí de la poza con la piel helada y las entrañas ardiendo. Vadeé hasta la orilla y trepé por la ligera pendiente de tierra castaña agarrándome a las raíces retorcidas que la peinaban. Chorreando aún, me puse la camiseta y los pantalones para entrar un poco en calor, y caminé descalza, con las bambas en una mano y la mochila en la otra, sin hacer caso de las hojas y ramitas que se me adherían a los pies desnudos.

Al salir al camino, me encaré al sol a punto de ponerse. Tras mis ojos cerrados, el naranja encendido del íntimo espacio tras los párpados me pareció inmenso. Me quedé allí boqueando, esforzándome en respirar. Latiendo, procurando tranquilizar los saltos alocados del corazón. Finalmente, con un espasmo, lágrimas mudas inundaron mis ojos hasta que estos no las pudieron contener y resbalaron por mis mejillas.

Tras un rato que me pareció eterno, no tanto como el que pasé sumergida, abrí los ojos. Mis pestañas perladas de lágrimas rompían en colores los del atardecer. Me pareció una metáfora muy bella: el pasado fragmentado podía convertirse en un mañana esplendoroso. Me sequé las mejillas con el dorso de la mano, sonreí, respiré hondo, me calcé las bambas y, con el alivio de quien se ha desprendido de una carga muy pesada, y la ilusión de quien viste un traje nuevo, me puse a caminar. El vendedor de recuerdos ya no estaba.

* * * * * * * * * *

El vendedor de recuerdos vivía en una casa baja de piedra, en los márgenes más meridionales del pueblo, cerca del río que debíamos cruzar. Nos habían hablado de él de forma casual, mientras almorzábamos en un bar, al pedir indicaciones del camino a seguir para llegar a la Fuente del Caballo.

Sólo yo mostré curiosidad por cómo se habían referido a él: “el viejo vendedor de recuerdos”. Mis amigos no le dieron la mayor importancia porque pensaron en souvenirs turísticos en forma de animales tallados en madera o jarapas de hilos de colores. Pero a mí me intrigó detectar un desvío en la mirada de la dueña del bar cuando el camarero lo mencionó y un enardecido batir de bayeta sobre la barra ya sobradamente pulida y brillante.

La casa del vendedor de recuerdos asomaba justo en el recodo de una pendiente que bajaba hasta el río. El tejado, cubierto de una original paleta de musgo verde y espeso, se fundía con el camino dando la impresión de que, con un par de zancadas, podríamos trepar a él. Era una casa de planta cuadrada, con umbrales de gruesas vigas de madera y ventanas de marcos torcidos, mostrando un mohín de fastidio a los excursionistas.

El camino se desviaba hacia el río justo unos metros antes de pasar por delante de la casa. Teníamos que tomar el brazo de la izquierda para llegar al puentechuelo que nos permitiría salvar el río, rumoroso por la crecida del deshielo, y seguir hasta la Fuente del Caballo. Yo me paré en el cruce, mirando la casa, o más bien, escuchándola. No sabía por qué, pero quería entrar, hablar con el vendedor de recuerdos… quería saber.

Mis amigos no daban crédito cuando les dije que quería conocerle y no se cortaron en querer sacarme la idea de la cabeza con su amabilidad acostumbrada: “Será un viejo chocho y chalado… ¡a ver si te vas a meter en un lío!”, “Eh, no seas plasta, que vamos a tener que esperarte y va a empezar a hacer un calor de mil demonios”, “Joder, ¿qué gilipollez es ésta?, anda ya, tira p’alante". Fui incapaz de explicarme, pero es que tenía que conocerlo, tenía que saber. Y me quedé. Esperé hasta que desaparecieron por el camino de la izquierda y me dirigí a la casa.

En la entrada había un pequeño patio, también de piedra, con losetas grandes, cuadradas e irregulares, de anchas juntas pintadas de liquen. Rodeándolo, pegando a los muros, desfilaba una sucesión de plantas aromáticas. Me enorgulleció ser capaz de identificar bastantes: romero, tomillo, lavanda, manzanilla, genista, orégano, menta... Otras variedades se me resistían por lo buena urbanita que soy. Era desordenado, pero no había descuido ni abandono.

Llamé en voz alta. No me atrevía a ir más allá del patio, a entrar en la fresca penumbra tras la puerta abierta de la casa sin anunciarme. No sé seguro si por no dar un susto o por no llevármelo yo, pero preferí advertir de mi presencia. Me pareció oír un carraspeo y una silla arrastrada, pero no pasó nada más. Esperé unos minutos rozando con los dedos los arbustos y llevándomelos golosamente a la nariz. Se oía algo de trajín en el interior de la casa y, tras unos largos segundos de indecisión, volví a llamar en voz alta, disculpándome por molestar.

Di un par de pasos en dirección a la puerta, asomándome un poco, pero sin vislumbrar nada. Desanimada y, de repente, un poco intimidada, me di la vuelta para marcharme. No había alcanzado el dintel del patio cuando oí la voz del vendedor de sueños detrás de mí.

̶  Buenos días. Hace tiempo que no recibo visitas, pero creo que esperaba la tuya.

Su voz era ligeramente ronca, pero suave, como el tacto de un peluche viejo al que se ha lavado muchas veces. Y su aspecto no era, para nada, lo que uno puede esperar cuando oye que hay un “viejo vendedor de sueños” en la zona. Lo de vendedor de sueños fue el cebo que me condujo a detenerme allí. Pero lo de viejo fue el remate del misterio y la confusión.

El hombre que tenía frente a mí tendría unos 40 o 45 años, el pelo muy corto y muy gris, y la piel bruñida como el cobre. Tenía una expresión apacible, pero también escudriñadora, entre curiosa y desafiante. Sonreía sin sonreír. Los ojos eran lo más notable pero no lo supe hasta que me invitó a sentarme frente a él en una vieja mesa de picnic, al fondo del patio, a la sombra de una morera gigantesca. Cambiaban de color. Del verde claro al gris acero pasando por un azul transparente. Con motitas ámbar.

Traía dos tazas de latón, desparejadas y con algún desconchón que otro, que desprendían unas tenues nubecillas de vaho. Entendí que se había entretenido haciendo una infusión que, al acercármela a la nariz, me pareció que tenía un toque de regaliz. Me recordó los palos dulces que mi abuela nos compraba a la salida del colegio y que mordisqueábamos con fruición mientras jugábamos en los columpios.

̶  Gracias  ̶ soplé en la taza espantando levemente la columna de vapor ̶  No quería molestar, pero me han hablado de usted en el pueblo y he sentido curiosidad. ¿Es cierto que vende recuerdos? ¿Qué recuerdos?

̶  No sé si vender sería la palabra precisa. A veces obtengo algo a cambio de los recuerdos que traigo a flote.

̶  A flote…o sea, ¿que son los recuerdos de uno mismo?

̶  Del uno mismo de ahora o del uno mismo del pasado… o el de muchos pasados ̶ bebió un poco de su infusión y sus ojos se hicieron del verde de las hojas secas de los eucaliptos.

̶  Es lo que hacen algunos terapeutas con hipnosis… regresiones y eso… ¿es usted psicólogo?

Sonrió arqueando las cejas y me miró ¿burlón?

̶  En absoluto. Aunque podría haberlo sido, es una carrera fácil, pero una profesión difícil. El problema es que no me gusta hurgar en los secretos y dolores de los demás.

̶  Pero si trae recuerdos a flote, está hurgando en los secretos de la gente…

̶  Dije que los traía a flote, sí, pero sólo salen a la superficie del propietario. No me los cuentan. Tampoco quiero.

Volvió a beber un sorbo de la infusión sin dejar de mirarme y lo imité. Sabía ahora un poco a manzanilla y a anís. Me acordé de mi madre, de las infusiones que se hacía para aliviar el dolor de tripa. Como si hubieran servido de mucho…

̶  ¿Quién viene a por recuerdos?

̶  Todo tipo de gente. Por ejemplo, alguien que quiere recuperar una relación que se ha desgastado: necesita recordar los buenos momentos para poder crear otros nuevos y salvar esa relación. O necesita recordar lo que le llevó a amar a esa persona y reconectar así con el sentimiento. Hay personas que están en situaciones tóxicas que necesitan recordar que se merecen algo mejor. También hay personas que necesitan recordar qué les hizo tomar determinadas decisiones y analizar si sigue mereciendo la pena empeñarse en seguir por ese camino.

Bebí un poco más de infusión mientras le escuchaba. Había menta y algo ¿cítrico? Paseé los ojos por el patio buscando verbena o citronela, con la nariz hundida en la taza. Y me vino la imagen de una noche de verano, yo con unos shorts blancos y un top azul pavo real y sandalias. Y las risas flojas con dos amigas de la urbanización mientras espiábamos a un chico que nos gustaba.

̶  A veces  ̶ prosiguió, los ojos ahora azul desvaído ̶ , los recuerdos desempolvan talentos que uno abandonó olvidando la propia valía, recuperan sueños enterrados en el frenesí de una vida planificada por otros o despiertan aspiraciones arrinconadas por el trajín del día a día.

Me miraba con la cabeza ladeada como la de un pinscher curioso. Seguía abrazando la taza con las manos pero no bebía. Yo sí y me inundó un aroma que no pude asociar a ninguna planta en concreto. Era un poco una mezcla de tierra mojada, amable y suave, y de ropero antiguo, dulcemente rancio. Parpadeé sorprendida. Dentro de mí sentí una pelota pequeña y dura que ascendía por mi pecho y quería subir por mi garganta.

Di otro trago para que la pelota volviera a bajar y, esta vez, el sabor fue rotundo, áspero como la lengua de un gato y pastoso como el regusto de café malo en el fondo de la boca. La pelota se había instalado en el esternón y frenaba el aire que quería entrar en mis pulmones. Parpadeé de nuevo e intenté concentrarme en lo que me decía el vendedor de sueños.

̶  Cada persona es distinta. Cada situación, diferente. Cada momento, único. En realidad, nunca se sabe qué recuerdos van a salir, ni cuáles van a remover algo. Pero siempre, siempre, se produce algún cambio. Luego depende de la persona qué hacer con lo que ha recordado, con lo que ha sentido o descubierto. Pero siempre notan que algo en ellos ha dejado de ser como era. Por eso hablan de mí. Por eso vienen algunos. Por eso no se acercan muchos. ¿Crees que sólo la curiosidad te ha traído hasta aquí?

̶  No… no sabría decirlo  ̶ las motitas ámbar brillaban en sus iris. Recuperé la respiración y tragué una vaharada fragante, llena de luz y calor cosquilleante que disolvió la pelota de mi pecho, pero algo revoloteaba ahora en mi cabeza y no conseguía atraparlo ̶ . Usted ha dicho que me esperaba… ¿lo ha soñado? ¿es clarividente o algo así? ¿una especie de chamán?

El vendedor de recuerdos volvió a sonreír sin sonreír y se inclinó hacia delante en la mesa.

̶  Hay algo que necesitas recordar. Por eso estás aquí.

 

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