Manos vivas – Myriam G.
Adolescentes manos de piel de papel de seda. Me perdía en el
laberinto fascinante de sus delicadas venas azules y me sumergía en los enigmas
de los dibujos de su palma. Preguntas trascendentales sobre si tendría una vida
larga, y cuántos novios, y cuántos hijos; si viajaría mucho, si haría algo
memorable, si viviría aventuras dignas de los héroes y heroínas de mis lecturas.
Y como las líneas enmarañadas de mis manos no me decían mucho, ya buscaba yo
las respuestas en libros de personalidad según el zodíaco, en novelas históricas
de Noah Gordon, de ciencia ficción de Asimov, o en las rimas y leyendas de
Bécquer. Todo tenía su valor. Menos mal que también daba valor a los libros de
texto. Mis manos seguían pasando páginas febrilmente, pero ya no las llenaban mis
relatos de novata. La sentencia fue brutal: lo que escribía no era original.
Las manos de adulta entregaron y recibieron el anillo de un amor
para toda la vida que pasó de ser una razón para existir pletórica, a un
espejismo que perseguir y un amargo fiasco del que salir huyendo. Estas manos aún
pasean sus venas azules a la vista; ahora también al tacto. Acompañan mis
palabras en una danza de pájaros pequeños y pálidos y encierran mis
frustraciones en puños rabiosos de nudillos blancos. Estas manos mías se
adornan ahora de pequeños berilos dorados y chips de chocolate con leche; y se
acercan más al pergamino que al papel de seda porque han sentido, luchado, aprendido…
Modelaron arrumacos, se llenaron de vida recién nacida, palpitaron con la magia
de la presencia y hormiguearon con la desazón de la distancia. Han sostenido,
acariciado, aplaudido y enfatizado. Mis manos, es verdad, nunca volvieron a tocar
las teclas de un piano, pero están vivas. Y han vuelto a escribir.
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