jueves, 13 de mayo de 2021

Senda – Myriam G.

 Aferraba el libro apretándolo con sus bracitos contra el pecho. La bolsa de tela de cuadritos rosa que golpeaba rítmicamente su espalda era demasiado pequeña para ocultarlo, así que lo protegía con el celo de una madre hacia su cachorro. Tommy y Annika, tan invisibles para todos como reales para ella, hoy tenían que conformarse con ir de la mano de la yaya. Ni siquiera la proximidad a la boca del metro, con su caliente vendaval de bienvenida y su vomitona de abrigos, bolsos y chaquetones trepando por sus escarpadas escaleras conseguirían que soltara su tesoro. Por nada del mundo.

- Vamos, dame la mano que hay mucha gente.

La niña negó enérgicamente con la cabeza y empezó a bajar las escaleras, dándole la espalda a la yaya para proteger aún más su preciado libro. Bajaba un escalón cada vez, con la mirada fija en los zapatos, botas y bambas que venían en su dirección y que, milagrosamente en el último segundo, se desviaban de su camino abriéndole un pasillo en los eternos escalones.

- ¡Que me des la mano he dicho!

La yaya tuvo que conformarse con sujetarla del hombro para que no la tragara la multitud. Serpentearon por los pasillos del metro, sortearon los tornos y se adentraron en el andén. Siempre que podían subían en el último vagón. La puerta acristalada del fondo se asomaba a la oscuridad de tinta del túnel, salpicada aquí y allá por alguna lucecita roja o, a veces, verde. Con la frente pegada al cristal, veía cómo se alejaban los trenes que corrían en la vía de al lado, gusanitos de lucecitas que se hundían a toda velocidad en la negrura.

Conforme el tren aminoraba la velocidad, la niña nombraba en voz alta, metódicamente y sin equivocarse una sola vez, las estaciones por las que pasaban: Congrés, Maragall, Virrei Amat, Vilapiscina… hasta llegar a Horta, creciendo su certeza de que a la yaya no se le pasaría la parada

- Déu ni do! Tan petita i ja sap llegir?

Una pregunta recurrente que la niña y la yaya contestaban a coro con un sí y un no. La niña torcía el morrito y enfatizaba que sí sabía. Y la yaya lanzaba una mirada cómplice a la encandilada pasajera, porque casi siempre eran señoras. Esa tarde, la niña le enseñó el tesoro que no había dejado de custodiar ni un momento.

- Tengo un libro. Se llama Seeen-da –un dedito solícito se deslizó por la portada para ayudar a la señora a leer el título.

- Ah, qué bonito. ¿Es del cole?

- Sí, me lo ha dado la senyoreta Modesta. Y es de majors.

- Aaaah… però, quants anys tens tú?

- Tres – dos deditos más se añadieron al índice y las cejas de la niña se elevaron desafiantes hasta la línea de rizos castaños.

- Pero aquí pone que es de primero. – un dedo acabado en una uña pintada de rojo señaló el pequeño 1 de la esquina superior derecha – Tú no vas a primero. Y aquí, pone Xavi Montolíu.

- Noooo… no es de primero, es porque hay un girasol – la niña señaló la enorme flor amarilla de la portada - ¿ves? U-no. Sé contar. Y sé leer. Por eso la senyoreta Modesta me ha dado el libro. Era de Xavi, pero ahora es mío.

- Aaah.

La señora y la yaya se miraron. La señora sonreía, pero la yaya no tanto, más bien fruncía ligeramente el ceño. La niña volvió a apoyarse en la ventana. No quería más preguntas.

En casa de la yaya, colocó el libro en la mesa camilla del comedor y trepó por la silla para acomodarse y abrir, por fin, el maravilloso cofre del tesoro. Tommy y Annika la observaban invisibles desde el sofá. Acarició el girasol de la tapa, aguantando la respiración. Estaba áspero. Tras la tapa, de cartón gordo, las primeras páginas no tenían cuentos, no había dibujos. Soltó el aire. Tuvo que pasar varias páginas hasta encontrar los dibujos. Ahí empezaban los cuentos. Y respiró aliviada.



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