Senda – Myriam G.
- Vamos, dame la mano que hay mucha gente.
La niña negó enérgicamente con la cabeza y empezó a bajar las
escaleras, dándole la espalda a la yaya para proteger aún más su preciado libro.
Bajaba un escalón cada vez, con la mirada fija en los zapatos, botas y bambas
que venían en su dirección y que, milagrosamente en el último segundo, se
desviaban de su camino abriéndole un pasillo en los eternos escalones.
- ¡Que me des la mano he dicho!
La yaya tuvo que conformarse con sujetarla del hombro para
que no la tragara la multitud. Serpentearon por los pasillos del metro, sortearon
los tornos y se adentraron en el andén. Siempre que podían subían en el último vagón.
La puerta acristalada del fondo se asomaba a la oscuridad de tinta del túnel,
salpicada aquí y allá por alguna lucecita roja o, a veces, verde. Con la frente
pegada al cristal, veía cómo se alejaban los trenes que corrían en la vía de al
lado, gusanitos de lucecitas que se hundían a toda velocidad en la negrura.
Conforme el tren aminoraba la velocidad, la niña nombraba en
voz alta, metódicamente y sin equivocarse una sola vez, las estaciones por las
que pasaban: Congrés, Maragall, Virrei Amat, Vilapiscina… hasta llegar a Horta,
creciendo su certeza de que a la yaya no se le pasaría la parada
- Déu ni do! Tan petita i ja sap llegir?
Una pregunta recurrente que la niña y la yaya contestaban a
coro con un sí y un no. La niña torcía el morrito y enfatizaba que sí sabía. Y
la yaya lanzaba una mirada cómplice a la encandilada pasajera, porque casi
siempre eran señoras. Esa tarde, la niña le enseñó el tesoro que no había
dejado de custodiar ni un momento.
- Tengo un libro. Se llama Seeen-da –un dedito solícito
se deslizó por la portada para ayudar a la señora a leer el título.
- Ah, qué bonito. ¿Es del cole?
- Sí, me lo ha dado la senyoreta Modesta. Y es de majors.
- Aaaah… però, quants anys tens tú?
- Tres – dos deditos más se añadieron al índice y las cejas
de la niña se elevaron desafiantes hasta la línea de rizos castaños.
- Pero aquí pone que es de primero. – un dedo acabado en una
uña pintada de rojo señaló el pequeño 1 de la esquina superior derecha – Tú no
vas a primero. Y aquí, pone Xavi Montolíu.
- Noooo… no es de primero, es porque hay un girasol – la niña
señaló la enorme flor amarilla de la portada - ¿ves? U-no. Sé contar. Y sé leer.
Por eso la senyoreta Modesta me ha dado el libro. Era de Xavi, pero
ahora es mío.
- Aaah.
La señora y la yaya se miraron. La señora sonreía, pero la
yaya no tanto, más bien fruncía ligeramente el ceño. La niña volvió a apoyarse
en la ventana. No quería más preguntas.
En casa de la yaya, colocó el libro en la mesa camilla del
comedor y trepó por la silla para acomodarse y abrir, por fin, el maravilloso
cofre del tesoro. Tommy y Annika la observaban invisibles desde el sofá. Acarició el girasol de la tapa, aguantando la respiración.
Estaba áspero. Tras la tapa, de cartón gordo, las primeras páginas no tenían
cuentos, no había dibujos. Soltó el aire. Tuvo que pasar varias páginas hasta
encontrar los dibujos. Ahí empezaban los cuentos. Y respiró aliviada.
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