BRINDIS AL SOL
Cuando pierdes la vida ya no tienes nada que perder y tampoco que ganar, pero hasta ese preciso momento o instante o milésima de segundo te tiras toda la vida perdiendo cosas, despidiéndote de trozos de vida: de colegios, de la universidad, de trabajos, de amigos que se van antes de hora, de novias ( que te la pegan o se la pegas tú), y hasta de tus progenitores. La vida, pues, es una despedida continua, un continuo “perder de vista”. El día que Abel se despidió de la lluvia, o de Euskadi, que viene a ser lo mismo, decidió despedirse también del txakoli. Quedó con los amigos y se fueron de pinchos por el barrio viejo de Bilbo, llovía como siempre y Abel había conseguido que lo trasladaran a los astilleros de Sevilla, llamados Astilleros del Guadalquivir, siempre había oído que en Sevilla la lluvia es una maravilla, en los cinco años que llevaba en Bilbo había llegado al convencimiento de que la lluvia en Euskadi es una maldición. Abel levantó su copa de txakoli y brindó con sus amigos vascos : “ Os quiero mucho y he pasado aquí los mejores años de mi vida, pero a dios pongo por testigo que esta es la última copa de txakoli que me tomo y el último mes que veo llover durante todos los días”. Los amigos le dijeron que eso no había quien se lo creyera y que eso era un brindis al sol. Lo cierto es que esa noche lo cumplió y en el siguiente bar Abel se pidió un Ribera Sacra, mientras, seguía lloviendo a todo meter.
Al día siguiente se subió al avión con la ilusión de un niño que se va de campamento de verano. Aterrizó en Sevilla y cuando salió a la parada de taxis bendijo al sol abrasador y al cielo sin una sola nube, habló con el taxista sobre la lluvia y éste le dijo que no recordaba la última vez que llovió. Una vez instalado en el apartamento, que había alquilado desde Bilbao, decidió irse a conocer la ciudad. Anduvo por toda la ciudad sin chubasquero y sin paraguas y se sintió el hombre más dichoso del mundo, era un domingo de junio y el calor subía el mercurio de los termómetros hasta los 39 grados. Se tomó unas manzanillas, algún fino y una Cruzcampo en la calle Sierpes, pensó que no le gustaban mucho esos sabores pero ya se iría acostumbrando. Las promesas son las promesas y él se había despedido del txakoli.
El trabajo en los astilleros era el mismo, diseñaba las tuberías de los buques en 3 D y se las mandaba a los obreros diariamente; los compañeros enseguida se hicieron amigos y en Sevilla era sencillo conocer gente. Recordó que en Bilbao le costó más de un año conseguir tener confianza con las personas de su círculo. Pero aquí en tres meses ya tenía un montón de amigos.
Y llegó octubre y un domingo paseando a orillas el Guadalquivir se puso a llover torrencialmente. Abel comenzó a echar de menos a Bilbao y al txakoli. La sensación de estar empapado le hizo reflexionar sobre la tortura que nos hace la mente a los humanos de querer siempre lo que no tenemos y aborrecer lo que tenemos. Tanto echó de menos la lluvia que en un mes se estaba despidiendo de Sevilla y regresando a Bilbao.
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