SOY...
Si me pregunto quién soy, la respuesta huye, como rehúye mi sombra mientras camino.
Sé el lugar donde nací, del que salí y me alejé; permanece diáfano, adiáfano en mi memoria.
Sí, en secreto me engendraron mis padres, pero por ellos llevo mí nombre, conocido, reconocido.
Sé que crecí: aprendí que yo era yo, me embargaron sensaciones y sentimientos.
Sí, fui amante, luego, amante y esposa, madre, mujer...
Sé que todo esto no es lo que soy, pero qué más puedo decir, no sé.
Sí sé que un día dejaré de ser, de estar, y quizás haya alguien que defina lo que fui.
ROJO NEGRO
El viaje al oeste,
un camino que todos recorrerán:
campo florido.
Baiseki
Estaba aturdida; había sido demasiado largo el viaje teniendo en cuenta su estado. Al salir, arrastrando la pequeña maleta, busco su nombre entre los pequeños carteles y reconoció al hombre, que no lo necesitaba porque seguía siendo el mismo de siempre. Estrecharon sus manos mientras él le daba la bienvenida. Sentados ya dentro del coche, él observando su rostro le pregunto inquieto si se sentía bien, ella respondió que únicamente estaba cansada. Le propuso que durmiera un poco durante el trayecto hasta llegar al hotel, pero ella dijo que no podía dormir, porque no quería perder ni un instante de la visión del paisaje; abrió un poco la ventanilla y aspiró el denso aire marino.
Había sido una primavera inusualmente lluviosa; el verde del musgo y de las diferentes cactáceas formaba un trio de color con las rocas volcánicas, rojas y negras. A lo lejos, el oscuro mar aparecía por detrás del volcán. Esa gran montaña que muchos años antes había colonizado el mar, haciendo más grande la isla. Fue la parturienta tierra quien arrojó por su cumbre roja lava, como venas de sangre, que fueron deslizándose pendiente abajo hasta llegar al mar, y este la convirtió, con sus frías aguas, en roca a la que acaricia y agrede cada instante.
Estacionó en la entrada, y mientras él la ayudaba a salir del coche, apareció en la puerta su mujer que les estaba esperando, ella y la viajera se dieron un abrazo. El matrimonio eran dueños del pequeño hotel de cuatro habitaciones, situado en un paraje solitario a un kilometro escaso del mar.
Solían pasar unas semanas todos los años allí, de manera que la relación con los dueños se había convertido en amistad. Dos años hacía, después de que su marido muriera, que ella no había vuelto. Esta vez venía a despedirse.
Los amigos, viendo el cansancio de ella, le propusieron subir a su habitación, la de siempre, y llevarle allí algo de cena, ella acepto subir pero rechazó la invitación, alegando que el cansancio la dejaba sin hambre.
Estuvo dos días descansando sin salir de la habitación , apenas probó la comida que le subieron y paso el tiempo sentada en la pequeña terraza mirando el mar; escudriñando el camino por el que la luz discurre durante el día; quería recuperar fuerzas para cumplir su intimo deseo.
El tercer día supo que era el momento. Dejo una nota de explicación y disculpa, y salió al atardecer; se alegró de no encontrarse con nadie; si pensaban que seguía en su habitación nadie la molestaría. Caminó despacio, como le permitían sus fuerzas, hasta donde solían ir su marido y ella para ver ponerse el sol. Un lugar entre las rocas, cerca de la orilla donde el mar las abraza. Llego vacilante, y se sentó apoyando la espalda en la roca, ésta le transmitió el calor que todavía guardaba.
El sol se acercaba al horizonte y las gaviotas desfilaban ante él aprovechando el último resplandor. Cerro los ojos y centró la atención en el lenguaje del mar; escuchó el orgasmo que provocaban rocas y olas entrelazadas, inhalo su intensa esencia. Atendió al viento que le susurraba mientras acariciaba su rostro y peinaba su pelo. Perdió la noción del tiempo.
Abrió los ojos para ver y despedir al sol que ya se estaba acercando al ocaso. Todo empezaba a teñirse de de rojo. Una pátina rubí se extendía sobre la superficie del mar que ya era casi negro.
Cerró los ojos y observó su cuerpo, no sentía los pies, la roca en la que se apoyaba ya había perdido el calor en la medida que la noche avanzaba. El mar continuaba su incansable existencia. El viento, como su respiración, era cada vez mas frio y agitado.
Abrió los ojos para abandonar una vez más la oscuridad y la exterior estaba llena de luces. Nunca vio brillar tanto la noche, luego, se adentro en lo más profundo de ella.
Pepa Lopez
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