ANA PIN BUJ.
Me
desperté sin casi haber pegado ojo —Fue la alarma del móvil la culpable de mi
despertar—. La maldita mala conciencia me martilleó los sueños toda la noche.
Le había dicho a Gregorio que se me había olvidado poner las lentejas a remojar
y no era cierto. Estaba harta de sus obsesiones y la de comer lentejas todos
los miércoles, estuviéramos dónde estuviéramos, ya no podía soportarla más.
Mirando
el amanecer desde nuestro ático de la Finca de Hierro recordé la pesadilla: mi
marido tiene en su despacho una sentencia de un tal Gil de Biedma: «Que la vida
iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde, como todos los jóvenes, yo
vine a llevarme la vida por delante». Vaya gravedad de frase, como para no
tener pesadillas.
En
la pesadilla la vida era un cachorrillo alegre que se convertía en una fiera
monstruosa al intentar llegar a comprenderla. Entonces, la fuerza de la
gravedad acababa aplastándola contra el suelo (a la fiera y a la vida).
Apareció
mi marido con su smoothie energético y se puso a hablarme de lo difícil que era
ser Gregorio Salas: el reputado hombre de leyes que se había hecho a sí mismo.
“Hecho a sí mismo”, que brutalidad —pensé yo—. Su oficio de abogado lo llevaba
a juzgar a la gente sin parar, y así, sin despeinarse, me soltó:
—Tú tienes la cabeza llena de pájaros. Y hoy,
aunque es miércoles, para demostrarte que lo mío no es una obsesión no comeré
lentejas —y añadió—. Es más, traeré unas hamburguesas del Mc Donald, y que te
conste que lo mío es seriedad y responsabilidad: yo tengo los pies en el suelo;
no soy un hombre niño; soy un hombre como dios manda —sentenció—.
Salí
a la calle pensando que hasta el nombre lo tenía parecido al comerciante ese
que acaba convirtiéndose en un insecto —Siempre olvido el título de los relatos
y ni te digo el nombre de los autores—. En la cafetería de la esquina de Las
Almas con Convento San Francisco me tomé un cortado mojándolo con un
cigarrillo. Seguía pensando en el tostón de mi marido y sus obsesiones: —“Menudo
maniático con sus veintisiete cepillos de dientes de colorines, con leer
catorce páginas antes de dormir, con comenzar a escribir con una palabra con
todas las vocales, con comer lentejas todos los miércoles…”—. Cuando reparé en
que todo el mundo me miraba caí en la cuenta de que estaba hablando sola. Nunca
he entendido por qué la gente se asombra de que alguien hable solo, yo no me
asombro cuando alguien graba mensajes de voz en su móvil, en vez de hacer una
llamada, ahora que son gratis. La próxima vez que hable sola me pondré el móvil
cerca de la boca —me dije—. Eran las 7:56, casi la hora de entrar a trabajar en
las Oficinas Municipales, me esperaba toda la mañana repartiendo certificados
de empadronamiento, y, mientras, pensaría en mis cosas.
Cuándo
iba a cruzar Periodista Azzati el sonido de un claxon me acabó de despertar.
Aquel hombre del Mercedes gritó por la ventanilla: “Apártate a un lado Mary
Poppins”. El hombre del Mercedes era ese tipo de persona que sabe, a ciencia
cierta, que lo único objetivo del mundo es el dinero. La chica de la bicicleta
amarilla, mientras se hacía a un lado de la calzada. le dedicó un buen augurio:
“Que tengas un buen día malas pulgas”. La chica de la bici era bellísima, se
parecía a Raphaella, aquel ángel femenino de la segunda parte de “El Cielo
Sobre Berlín”. De este título sí que me acuerdo porque Gregorio y yo de jóvenes
éramos muy fans del Nick Cave, y habíamos visto la peli un montón de veces. Yo
continuaba treinta años después siguiendo a Nick Cave, Gregorio hacía años que
sólo escuchaba clásica, jazz y ópera. Qué tiempos aquellos en los que me
dedicaba “From her to eternity” —pensé—. Escuchar el nombre de la niñera
voladora, aunque fuera con tono chulesco y peyorativo, y el rostro angelical de
la chica de la bici, hicieron que todos los pájaros de mi cabeza se pusieran a
volar. Cuando Vicente, el policía local de la puerta, me dijo: “Bon día bonica”
yo ya iba un palmo por encima del suelo y me di cuenta de lo mucho que me
gustaba ese hombre.
Sólo
almuerzo en otoño (esa costumbre valenciana de comer sobre las diez de la
mañana, que mi marido considera atávica y prosaica: «propia de gente de mal
vivir»). Los otoños de Valencia me hacen volar y olvidarme de los michelines y
de la vulgaridad. Almorzando, en un bar de la Avenida del Oeste un bocadillo
aceitoso, a más no poder, de calamares, leí en la prensa una entrevista a un
tal Sánchez Ferlosio —debe ser un intelectual conocido—. El escritor comentaba
que preguntarle a un niño ¿Tú qué quieres ser de mayor? Se podía considerar corrupción de menores.
Volvía
hacia el trabajo por la calle de La Sangre mientras pensaba en que la expresión
«ni frío ni calor» es literal en los otoños de mi ciudad: “Ciudad amurallada
por naranjos y la fachada mediterránea” —uy, uy, uy que mañanita llevo, si ya
me creo una poetisa—. Cuando entré en las Oficinas Municipales le dediqué mi
sonrisa más coqueta a Vicente. Las cuatro horas que me separaban de la libertad
las dediqué a rememorar los tiempos en los que me bastaba escribir mi nombre:
Ana Pin Buj, para perder la gravedad, y no me refiero a volar. Ana Pin Buj,
aunque me hubiera costado algo de bullying, a mí me transportaba, de
adolescente, a mundos imaginarios. Me hacía mucha gracia esa brevedad vocal y
que con nueve letras se manifieste quién soy yo en este mundo. Cuando quería
recuperar la gravedad me bastaba con escribir el número de mi Documento
Nacional de Identidad — ¡Vaya tela con el nombrecito del documento!—.
Fue
en aquella época cuando conocí en la Facultad de Derecho, todavía en Blasco
Ibáñez, a mi marido. A Gregorio lo apodaban Peter Pank, como el personaje aquel
de la revista El Víbora. En aquel
tiempo (como dicen al leer el Evangelio en misa) a mí me hacía sentir como
Kampanilla, volábamos sin parar y la gravedad era sólo la idea de un tal
Newton. No sé bien cuando la manzana le dio en la cabeza a Gregorio y los nueve
coma ocho metros por segundo al cuadrado lo aplastaron (la manzana y la
gravedad).
Esa
tarde, como todos los miércoles, había quedado con Marga para tomar café. Una
frase en el sobre de azúcar llamó mi atención, ponía: ¿Cuánta vida te cuesta tu
sueldo? Pensé que mi nómina no me costaba nada de mi vida, pero el confort que
podía disfrutar por aguantar las manías de Gregorio, me estaba costando la vida
entera. Le conté a Marga lo de Mary Poppins, lo de Sánchez Ferlosio, la Ángela
Raphaella, Kampanilla, Peter Pank, y las ensoñaciones matutinas que me estaban
haciendo despegarme del suelo. Cuando percibí que me estaba oyendo sin
escucharme saqué un boli del bolso y escribí en una servilleta mi nombre y
apellidos. Y le pregunté:
—Oye, tú me has visto salir despedida de la
silla y golpearme contra el techo, como si hubiera desaparecido la gravedad,
¿O, no?
—Joder Ana no me asustes —contestó Marga con
una mueca de horror— ¿No habrás vuelto a las drogas alucinógenas? Con la suerte
que has tenido de encontrar un trabajo de funcionaria y casarte con Gregorio no
me podría creer que la cagaras —y casi sin coger aire continuó— eres la envidia
de las amigas, nadie hubiera imaginado que el bala perdida de Gregorio acabaría
siendo el hombre perfecto.
“La
suerte que había tenido de encontrar un trabajo de funcionaria y al hombre
perfecto” —Había, dicho— como si fuera recoger setas en el campo. Al mismo
tiempo que guardaba el móvil en el bolso le dije que se debía poner una A
delante de su nombre y acentuar la última a. No le he dicho nada y se lo he
dicho todo, estaba pensando ahora en la bañera, con una copa de vino, al
recordar el rostro de desprecio y orgullo de Marga. La noche de los miércoles
es mi noche favorita porque Gregorio no viene a cenar y yo me pido un delivery
GoXO, y me bebo una botella de cava. Los sueños de esa noche son reveladores.
Esa
noche soñé en que, tres lustros después, iba a visitar a Gregorio al hospital.
Mi “ex” marido tenía un cáncer terminal y cuando entré en la habitación él
estaba escribiendo un relato que comenzaba con la palabra peliagudo (la
enfermedad había agravado su ensimismamiento). Hablábamos de la vida, de
nuestros hijos y del pasado y Gregorio seguía con su contumacia sobre la
seriedad de la vida: me culpaba de su cáncer por no haber comido lentejas un
miércoles y haber comido una hamburguesa del Mc Donald. En el sueño aparecía
una enfermera en la habitación, a la mañana siguiente de mi visita, y se veía a
Gregorio lanzando un grito desgarrador: «Que me he equivocado, mierda, que me
he equivocado».
Millones
de gargantas, con los días contados, exclamaban el mismo grito a la vez en todo
el Planeta: «I´ve wrong, shit, I´ve wrong».
Gregorio
apareció, ese jueves de otoño con su smoothie energético, cuando el cielo sobre
València comenzaba a teñirse de azul y los ángeles comenzaban a bostezar. Ana
le pidió el divorcio de improviso y salió volando del ático de la Finca de
Hierro a un pisito en Patraix de sesenta metros cuadrados. Cuando Ana Pin Buj
puso su nombre en el buzón de su nuevo hogar, subió flotando hasta su casa, en
un tercero sin ascensor.
En
mi nueva vida soy yo la única reina —Se decía Ana—. Tres meses después de aquel
glorioso miércoles, entré en casa y leí mi propia sentencia en el recibidor:
“Ni el fracaso es un éxito, ni el éxito es un fracaso, son sólo una dimensión
de la literatura, que está en la mirada de los otros”. Fue leerla y sentirme
viento, agua, fuego, tierra y la fuerza de la gravedad dejó de aplastarme,
comencé a dar volteretas sintiéndome el quinto elemento, atravesé la ventana y
en vez de estamparme contra el suelo comencé mi ascensión a los Cielos. Al día
siguiente salí en todos los periódicos internacionales y nacionales (no sólo de
todo el mundo, sino de España entera). Y no salí en la Biblia porque no hay
modo de moverle una coma.
Javier
Bisbal.
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