martes, 10 de noviembre de 2020

                                                                        INGRAVIDEZ

En su infinito afán de renovación, mi padre, el roble, nos deja caer todos los otoños. Hoy ha sido el día de mi descenso. Pero el aire, con sus diferentes movimientos, ha convertido mi desarraigo en una experiencia; gracias a él puedo mecerme con la brisa, y contemplar desde abajo la dimensión del que ha sido mi hogar. Ver los diferentes árboles que se pierden hasta el lejano horizonte, y comprobar que hay hojas muy distintas a mí; antes, sumergida como estaba entre mis iguales, no pensé que existieran. Miro hacia abajo y veo la alfombra roja que mis hermanas crean sobre la verde hierba; allí, es donde llegaré al final de mi viaje. 

El cielo es más grande visto desde aquí, los pájaros lo atraviesan con sus alas desplegadas; algunos los conozco, los tuve cerca cuando se posaban en las ramas de mi padre, entonces, sentí el tacto de sus plumas, pero nunca les había visto llegar tan lejos; ahora sé lo que ellos perciben; mientras el viento me empuja, acaricia mi forma, y compruebo la ingravidez. 

Ella aparece a lo lejos por el sendero que transcurre por debajo de mí; la observo mientras camina, su mirada se desliza de un lugar a otro; va de los árboles al trayecto de los pájaros y baja hasta el roció retenido sobre la hierba; sin interrumpir el paso para observar. Lleva una cámara que cuelga de su cuello con una cinta y descansa sobre su pecho; parece que está buscando una imagen, pienso, no puedo dejar pasar semejante oportunidad. Cuando se acerca a mí la brisa me balancea, me ve, se detiene, sigo en movimiento, y veo que trata de entender como consigo mantenerme en el aire sin caer. Reacciona, abre el ojo de la cámara y  mira a través de él; trata de registrar la imagen de una hoja que elude la gravedad, pero mi movimiento no se lo permite, mira sin la cámara y me observa detenidamente; al fin comprende que no es una imagen fija lo que merece la pena conseguir, si no lo insólito del movimiento que ejerzo; acciona la cámara y comienza a grabarlo. Soy la protagonista de la película y la historia es mi viaje.

Es una suerte infinita y he de aprovecharla. Deseo que el viento me acompañe y se convierta en mi complice; como él es etéreo igual que mí pensamiento, ha escuchado mi ruego y empieza a soplar con diferentes tiempos como una orquesta de invisibles instrumentos; empiezo mi danza. Nos acompañan los alados frutos de una acacia cercana, al rozarse unos con otros crean el sonido de alegres y delicadas campanillas. También mis hermanas que siguen prendidas en las ramas susurran; otras, mientras caen envidian mi suerte y dicen al pasar cerca de mí, hasta luego.

Yo me muevo por el fragmento de espacio que se ha convertido en escenario; como una actriz que entra y sale: me acerco al objetivo, me alejo, juego, salgo del plano, entro, doy vueltas y vueltas sobre mi misma como una bailarina en una danza frenética. Mientras, ella sigue anclada al suelo grabando. 

Cuando el viento termina su partitura yo sigo en el aire, y con un ligero movimiento saludo a mi público. Se que ese mismo viento que ha permitido mi actuación, empujado por fuerzas invisibles, soplará fuerte y romperá el delicado hilo al que me aferro, entonces, también seré parte del manto que cubre la tierra y acabare por fundirme con ella. Pero estoy satisfecha porque ha quedado grabada la huella que demuestra mi viaje por la realidad.

Ella ha encontrado lo que no sabía que buscaba. Apaga su cámara y sigue su camino.  Yo el mio

Pepa López Albelda.



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