El peso de la ropa empapada le obligaba a caminar encorvada. No en vano, eran más de tres días los que contaba deambulando por aquellas tortuosas carreteras secundarias. Tres días oteando el horizonte, hablando con el viento, con el miedo de verse descubierta. Tres días de lluvia y sol, en los que el único arco iris que vislumbraba era el de su corazón melancólico de su Venecia natal.
El leve repiqueteo de las piedras golpeando contras los casos de un cuadrúpedo alerto a Natalia. Inclinándose sobre el suelo y colocando su mano sobre el firme trató de calcular la distancia a la que se encontraba el causante de aquel sonido, un don usual en aquella época y que su hermano Elías le enseñó cuando aún no acertaba a subir a la grupa de su caballo.
Como tantas otras veces en aquellos días Natalia se escabulló entre unos arbustos cercanos, calculando que todavía le restaban algunos minutos para vislumbrar a un nuevo caminante. El hambre, el sueño y la sed la inundaban. A penas había bebido unas gotas de lluvia recogidas de las frondosas hojas de un abeto. Sus tripas resonaron solo del hecho de pensar en comida.
Sin tiempo de pensar en su estómago, el repiqueteo invisible se torno audible y en a penas unos segundos apareció la figura de un hidalgo caballero a lomos de un caballo algo ajado y desnutrido, cuya capa nazarí comenzaba a desaparecer para revelar una blancura que en unos meses cubriría su cuerpo.
El corcel, sin más adornos que la propia silla no aminoró la marcha al tomar la curva y continuó un galope suave. Su jinete ataviado bajo una capa que cubría su cuerpo de la lluvia por completo se adivinaba corpulento y rudo. Natalia, agazapada junto a un helecho continuaba una lista de números primos. Como buena profesora de matemáticas, el cálculo era su modo de relajación y con ello conseguía un control admirable de su frecuencia y ritmo respiratorios.
- 17, 19, 23… - susurraba hacia sus adentros, mientras sentía como el control de sus sentidos le transmitía paz.
Natalia cerró los ojos y percibió el olor de la tierra mojada presionada por las herraduras de aquellas pezuñas ennegrecidas por los años. Una vez más, había mantenido su cuerpo oculto con éxito. Como su hermano le decía de niños - Eres más escurridiza que las lombrices que comen las gallinas - en referencia a su capacidad para ocupar lugares angostos. El metro cincuenta de Natalia y sus cuarenta quilos siempre le habían granjeado grandes ventajas en los juegos infantiles.
Decidida a continuar el camino, recogió sus arapos del suelo y con un sutil movimiento se puso en pie colocando de nuevo su atillo, en el que guardaba sus escasas pertenencias, sobre su hombro. Pertenencias que consistían en una pequeña caja musical rusa, único recuerdo su esplendor como institutriz en la familia Corssini, y una máscara de arlequín, desgastada y roida por las ratas y que sin embargo conseguía trasladarla a las noches mágicas en el burdel de la piaza san marcos donde tantas noches fue poseída por inmutables amantes al amparo de sus máscaras indescifrables.
- No te muevas - susurró una voz oscura y ronca al oído de Natalia. Incluso pudo notar el calor del vapor de agua que emanaba de la garganta de aquel hombre.
La mano del hombre se deslizó por la muñeca de Natalia, sujetándola con suavidad. - ¿Temes por tu muerte? - Preguntó el desconocido.
- No temo, por mi vida, ya no tengo vida - Respondió la joven de treinta y dos años mientras percibía como perdía el control de su corazón que se desbocaba sumida en un miedo aterrador.
Aquel desconocido había aparecido de la nada, ¿cómo era posible no haber sido consciente de su presencia? Su mente se aceleró revisando cada movimiento, cada posible descuido. Llevaba tres días esquivando a la muerte. Tres días esquivando a caminantes y caballeros. Tres días a la sombra de los helechos. Y en un leve descuido su vida estaba a punto de terminar.
No podía culparse su vida había sido plena. Con diez y seis años fue tomada bajo el amparo y la tutela de la Duquesa de Portel, quien la instruyó en matemáticas avanzadas, la introdujo en el mundo del ocultismo y le mostró una vida oculta carnal que la llevo al nirvana del sexo.
- Padre nuestro, que estas en los cielos - Comenzó a rezar. - Santificado sea tu nombre.
- ¿Sois devota? Es gracioso ver como confiáis en Dios en un momento como este. - entonó la voz con aires de grandeza. - La religión no es para pedir, es para dar.
- Y qué sabréis vos de religión, que deambuláis bajo la lluvia violando mujeres en el camino - espetó Natalia, mientras divisaba alguna escapatoria.
- Pronto habéis juzgado a un hombre de quien no conocéis ni rostro ni labor. Quizá esa mezquindad no se resuelva con rezos.- Respondió.
La mano del hombre todavía sostenía su muñeca, pero lo hacía con delicadeza, como si disfrutara del contacto con su piel lubricada por la lluvia, que si bien había disminuido seguía golpeando las hojas del helecho con una melodía sostenida por el viento.
Natalia entendió que ese era el momento, la conversación no sería eterna. Era consciente de que la violación llegaría. Todas las mujeres sabían lo que ocurría desde la llegada de las tropas Napoleónicas a tierras italianas. Se arrasaban aldeas, se asesinaban familias y los supervivientes se entregaban a la vida antidiocesana, como si su fin en la vida fuera combatir los mandamientos. Aquellos que un día simularon valía contra los gabachos se habían convertido en el peor enemigo del pueblo.
- Un golpe seco, directo - su caballo no debe estar lejos, reflexionó en voz ahumada. Sin pensarlo de nuevo asió su atillo con fuerza y giró golpeando con todas sus fuerzas la capucha que envolvía el cráneo del desconocido. Un leve timbre musical confirmó que la caja rusa se había hecho añicos y que la música que en ella vivía había muerto para siempre.
El hombre gimió y soltó la muñeca atrapada, a la vez que recogía su cabeza con ambas manos como si evaluara si todavía se sostenía sobre sus hombros. El golpe había sido fuerte, lo suficiente como para fracturarle el hueso temporal.
Antes de que Natalia pudiera comenzar a correr, quizá paralizada por el miedo que sentía en ese momento o quizá recreándose en su maniobra marcial, el hombre salió de su trance miró a la veneciana desde la oscuridad de su capucha y sujetó sus brazos con ambas manos.
En esta ocasión no buscaba el tacto suave de su piel, sino que la aferraba con fuerza. Las manos comenzaron a entumecerse ante el exceso de sangre acumulada sin retorno al corazón. Poco a poco sus sentidos se nublaron. Se sintió cansada, derruida, vencida.
Su mente se traslado a la última noche antes de su huida, aquella noche en que lujuria y desenfreno se vieron paralizadas ante la noticia de la llegada de los hombres de Napoleón a Venecia. Mientras sentía sus muslos apretados sobre la cadera de un adinerado jovenzuelo enmascarado, pudo escuchar como en la habitación adyacente, entre gemidos y gritos, como el mayor enemigo de su benefactor, revelaba su conspiración contra el Duc Veneciano y sus allegados, así como la inminente llegada de un nuevo orden a Venecia.
Esa misma noche, había corrido a casa de los Corssini, donde ya era tarde, la casa ardía desde los cimientos hasta la azotea. Las llamas comenzaban a saltar de casa en casa en la orilla sur del canal principal y, en medio de la noche, las estrechas calles comenzaban a albergar vida. Una vida desazonada con gritos y carreras, con desorden y caos. En ese mismo instante lo supo, debía huir para salvar su vida.
Una corriente fría la devolvió a la realidad arrebatándola de sus recuerdos. El hombre la asía con fuerza, pudo atisbar un brillo en sus ojos caoba, el brillo del deleite. El tiempo se acababa, pero el hombre la triplicaba en peso, corpulencia y fuerza. No había forma de escapar.
La presión sobre sus brazos disminuyó con levedad. No lo entendía. - ¿Por qué? - se preguntó Natalia. La mirada del hombre perdió brillo. Y una gota de agua reveló la realidad: una hilera de sangre manaba del tímpano del desconocido. La hilera se tornó en torrente. La presión se desvaneció y el hombre cayó de bruces al suelo.
- Corre - se dijo a sí misma. Y sin pensar en nada más ni mirar atrás corrió por la senda que, paralela al camino principal, dibujaba serpenteos entre los helechos.
Corrió durante horas que parecieron días interminables. Sus piernas no respondían a ninguna orden. Simplemente se accionaban, avanzaban en la inminente oscuridad. El sol, a punto de esconderse entre las nubes que gobernaban la montaña solo daba rayos suficientes para no tropezar en el camino.
La senda comenzó a desdibujarse, los helechos a desaparecer. No dejo de correr, y antes de que se diera cuenta se dio de bruces contra una construcción. Un pequeño granero de adobe que difícilmente se mantenía en pie. Pegó su espalda contra él y se dejo caer en el suelo húmedo.
El sueño, el hambre y la sed afloraron simultáneos. Los recuerdos de su huída se mezclaban con las pesadillas que turbaban su mente. Fuego, gritos y una góndola bajo sus pies en la que empujada con brío por su querido hermano abandonó la ciudad en la noche. Un hermano que la llevó hasta tierra firme y que regresó a por su amada. Esperó durante horas pero nunca apareció de nuevo. Esa noche, Venecia fue arrasada por las llamas.
- ¿Quién es usted? - Una dulce vocecilla la sacó de sus sueños. - ¿qué hace en mi casa?
- Perdona - acertó a decir Natalia. -Perdona. Sí perdón - Las palabras salían de su boca pero no era consciente de qué expresaban. Intentó levantarse pero su propio cuerpo pesaba demasiado.
- No se levante sola, es mayor, mi hermano y yo la ayudaremos - Respondí un muchacho que no alcanzaba los seis años y que parecía inmune a la noche y a la lluvia.
- No es necesario, de verdad, soy capaz sola. - Indicó haciendo un ingente esfuerzo por ponerse en pie.
- ¡Mamá, he encontrado otra escondida, ya es la tercera de la semana! ¡A ver si un día encuentro un perro. - El jovial jovenzuelo había comenzado a hablar antes de que su madre. Una mujer esbelta de unos veinte años doblara la esquina hasta su posición.
- Disculpe a mi hijo, soy Violeta de Volutón. Se le ve muy empapada, ¿quiere pasar? Tenemos fuego y comida. No en abundancia, pero algo de pan y caldo puedo ofrecerle. - Ofreció con una sonrisa la mujer. Era sorprendente encontrar una mujer sola en la noche que además ofreciera cobijo a una desconocida.
Sin dudarlo, Natalia entró en la casa, sin casi ni percibirlo, se encontró durmiendo entre pacas de alfalfa y heno. Su estómago aún rugía pese a las lascas de pan que había engullido y las tres tazas de un caldo aguado en el que el protagonista era un espinazo de pollo que contaba por decenas los caldos a los que había servido.
El sueño fue reparador. Su mente volvió a volar a sus momentos felices. Su devoción por las matemáticas se mezclaba con su anhelo de aquella vida casi perfecta. En la que lujuria y ciencia caminaban entrelazadas sin tocarse. La noche la llevó de nuevo a la casa Corssini, donde los tapices de seda vestían las paredes y donde el arpa acompañaba al amanecer junto al resonar del Campanile de San Marcos.
Los primeros rayos de sol apartaron a Natalia de sus sueños. El cielo lucía azul y despejado con algunas nubes como testimonio de la tormenta del día de ayer.
Mientras se desperezaba un sonido, como un susurro la puso en vilo, estaba sola, o eso creía. En aquella habitación angosta y húmeda había quedado con la única compañía de las pacas que habían servido de improvisada cama. Un nuevo susurro - bienvenida - pero solo un susurro.
Intentando adaptar sus ojos a la escasa luz escudriño las esquinas de la habitación. Ni rastro de movimiento en sus doce metros cuadrados.
Sus ojos comenzaron a percibir mejor los colores. Un destello llamó su atención. Junto a ella entre los tonos ocres de la alfalfa vislumbro el reflejo rojizo de la luz. Acercó sus manos y retiró el exceso de plantas secas que lo recubrían. Ahí estaba. Su máscara de arlequín, la misma que había portado en su atillo desde Venecia. La misma con la que había golpeado a aquel desconocido. La misma que quedó en medio de la nada cuando huyó bajo la lluvia.
¿Cómo podía haber llegado hasta allí? Pero peor aún ¿Quién había portado la máscara hasta su morada? El miedo recorrió de nuevo su cuerpo. Creía sentirse segura en aquella habitación, con su cerradura de cobre cerrada con dos vueltas y con el cerrojo corrido con el estruendo que la falta de engrasado había generado.
Era imposible que alguien hubiera entrado en la habitación pero aún era más sorprendente que alguien fuera conocedor de que ella era su propietaria.
- Buenos días, creo que esto es suyo. - La voz grabe habló desde la oscuridad.
- ¿cómo lo sabe? - dijo mientras se frotaba los ojos tratando de adaptarlos a la negrura. La voz provenía de la esquina que quedaba junto a la puerta.
- Si no es suyo es que lo robó, al menos ayer era suyo. - Indicó a la vez que alargaba el atillo con los restos de la caja de música - Estoy bien, no se preocupe, gracias a usted he dormido bajo las estrellas pero Dios me tendrá en su amor por más tiempo con estos sacrificios terrenales.
- Pero… - Acertó a resolver. La mano de aquel hombre era la misma que había rodeado su muñeca.
El corazón de Natalia palpitaba cada vez con más fuerza, ni siquiera había reparado en la posibilidad de usar sus series logarítmicas para controlarlo. Su tensión arterial había subido. Estaba preparada para actuar. Palpó el suelo en busca de algún objeto contundente. Había aprendido la lección. Un golpe certero podía librarla de sus acosador. Pero esta vez no iba a ser tan fácil.
- Soy el fraile Pedro Perfes. Deje de preocuparse. Ya veo que ha conocido a mi familia, aquí no hay madres ni padres. Son unos maravillosos hijos de Dios a los que protejo, cada uno con una maravillosa y dolorosa historia. Ayer la asusté pero solo quería advertirle. Estaba en una zona peligrosa. Aunque finalmente el peligro fue usted misma.
- No entiendo nada.
- No hace falta que entienda, sé que ha huido desde venecia, sólo hace falta ver la máscara de su atillo. Sé que es de una buena clase social como refleja la caja de música. Y sé que desconfía de mí cuando hablamos.
La sombra del fraile se incorporó y haciendo girando sobre sus pasos abrió una ventana lateral dejando entrar el sol. Su figura se reveló imponente. La atracción fue inmediata. No supo si la causa era el agotamiento o al miedo que aún recorría sus venas. Sintiéndose poderosa, recordó sus noches en el burdel. No se fiaba de aquel hombre. Las circunstancias de su vida le habían enseñado a desconfiar.
Natalia se levantó con suavidad. En su mano izquierda el punzón que había encontrado entre las pacas del suelo mientras el hombre de Dios hablaba. Se acercó con un movimiento sinuoso hacia su víctima. Se arrodilló delante de Pedro y tomó su mano.
- Perdóname. - Dijo besando su mano. Ahora era ella quien tenía el control.
Como si de una danza se tratara elevó su cuerpo, estiró sus brazos hacia atrás y dispuso el punzón entre los dedos de su mano izquierda. Parecía entregada. Pero no era así, en un rápido movimiento el punzón penetró directamente en el cuello del fraile. En esta ocasión la sangre no tardó en brotar. En pocos segundos un charco de sangre les bañaba los pies. Se mantuvieron mirándose. Impertérritos. Paralizados. Dejando llegar la muerte. La oscuridad alcanzó al fraile cuyo cuerpo se precipitó sobre el suelo.
Natalia se arrodilló, cerró sus ojos y besó su frente. Nuevamente había ganado la batalla.
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