COAGULACIÓN
Un
hilo de sangre me empezó a teñir de rosa la espuma blanca. El inoportuno grano
de la mejilla había sido guillotinado por la cuchilla causándome una abundante
hemorragia al afeitarme. Por si fuera poco sonó el teléfono al mismo tiempo que
aplicaba un apósito de papel del culo para conseguir coagular la sangrante
heridita —parece mentira lo que sangra una pequeña herida en la cara—. Era Juan,
que, como todo el mundo, me odia. Yo disfruto de ser odioso, así que, aunque la
procesión vaya por dentro, a mal tiempo buena cara y que se jodan. Pues sí,
últimamente estoy mal pero a mí no me lo va a notar ni dios. A todos les molesta mi sonrisa y si quieren
caldo les voy a dar dos tazas. Si yo sufro vosotros vais a sufrir porque sé que
todos envidian la alegría de vivir y yo soy un gran actor en el teatrillo este
de la vida. Logro descolgar el teléfono manchándolo de sangre y Juan me suelta,
sin saludarme, que tenemos que hablar, cuando le digo que ya estamos hablando,
me dice, con una subida de la presión sistólica —que detecto vía satélite—, que
tenemos que quedar. Yo, con mi sincero cinismo dañino, le pregunto si sus ganas
de quedar son por motivos de amor o de dinero. El odio viaja por el espacio y a
mí se me está haciendo tarde para ir a trabajar. Cuando me dice que tiene ganas
de verme, y que sólo es para tomar café, el mundo se me cae encima —mira que si
me deja de odiar éste, que putada—. Quedamos a las cinco en una terraza de La
Alameda.
Desayuno
mientras las ondas de radio esparcen el odio de la actualidad, dependiendo de
la cadena de radio el odio es más irónico o menos, a veces me gusta la cadena
de radio más odiosa y hoy es un día de esos. Como odio desayunar siempre lo mismo,
me digo mientras doy sorbos a mi puto café con leche. La cafeína consigue
hacerme salir de las ensoñaciones y olvidarme del sangrado accidental; recuerdo
lo que leí en un libro de autoayuda: «Debemos considerar el odio como un
fenómeno de autoconservación. Aquello que nuestro yo considera hostil o
peligroso, se convierte en objeto de odio. En el odio, el sentido de
personalidad lucha por su derecho a la existencia. El odio es una reacción del
sentimiento del ego»; «Los hermanos son los malignos rivales de los objetos de
amor que representan los padres». Vuelvo en mí y al mirar el reloj de la cocina
caigo en la cuenta de que tengo que salir pitando. Mientras avanzo por el
pasillo me acuerdo que he quedado con Juan y comienzo a elaborar mentalmente como
quiero que me vea: me pondré mi mejor traje —quiero que me vea hecho un
pincel—. Antes de salir me miro al espejo del recibidor y pienso en todo el
odio que voy a despertar. El viejo ascensor chirría y baja tan despacito que me
empiezo a desesperar por dar la primera calada del día. Al pasar por el segundo
piso aún me da tiempo de recordar esa peli de Robert Mitchum en la que lleva
tatuado en los dedos de una mano “hate” y en los de la otra “love”. Con la primera dosis de nicotina entrando en
mi sangre salgo a la calle y, como llevo muy mal madrugar, odio a los de los
perritos, a los ensimismados, a los que caminan lento, a los que caminan
rápido. Los odio a todos sin motivos de raza, género, religión, política,
tendencia sexual y ni siquiera por el equipo de fútbol del que sean forofos. Al
mismo tiempo (cuando no puedo evitar que mi mirada tropiece con la de alguna
persona) soy consciente de que también les tengo cierta estima de especie
común, al fin y al cabo somos todos gente asustada. Con la mierda de pensamientos
que voy rumiando casi pierdo el único taxi libre que venía por San Vicente. El
taxista lleva puesta la cadena de radio más odiosa del país —Por todos Losantos
que forma tan genuina de odiar tiene este locutor—. Sin apenas darme cuenta me
oigo decirle al taxista — ¿Que tal el día?—, nada más salir mis palabras de la
boca me entran unas ganas tremendas de volvérmelas a tragar, pero eso ya es
imposible. El hombre me cuenta con voz temblorosa y los ojos vidriosos que
acaba de presenciar un atropello: “pobre hombre, disfrazado de budista, con su
túnica naranja y su fular granate y con esa cabeza tan bien rapada, como la de
un bebé, ha quedado atrapado bajo las ruedas del autobús; cuando he bajado
corriendo a socorrerle ya no le quedaba vida; aún así, con la mirada más limpia
que vi jamás, me ha dicho: “Todo tiene arreglo, menos la muerte”…Te amo. Anda
que menuda ocurrencia hablar con el taxista, lo que me faltaba, si me lo tengo
dicho joder, nunca hables con los taxistas. El caso es que le doy ánimos al
hombre por el mal trago, y le digo que me deje antes de llegar a mi destino,
necesito dar un paseo para apaciguar este cruento día.
Cuando llego al trabajo el odio y las
preocupaciones se evaporan, yo no me explico cómo puede vivir la gente sin
trabajar. Debe ser horrible estar todo el día odiando y yo en mi tiempo libre
sólo pienso en odiar y en provocar odio. A lo mejor tiene razón Juan y tengo
que leer más. Las horas han pasado volando y el estomago empieza a demandar lo
suyo. A la segunda cerveza en la pizzería de abajo del despacho siento como se
flexibiliza mi cerebro; cuando devoro los estupendos canelones que prepara
Gabriela todo mi corazón se vuelve afectuoso — es que yo soy muy bueno—.
“Pietro dile a tu señora que la quiero y que prepara los mejores canelones del
mundo y ponme un café”. Al traerme la cuenta sólo siento amor por la gente, por
la vida, por mi ciudad, por las montañas y por el mar. Y porque no tengo perro,
que si lo tuviera seguro que también sentiría amor por él ahora. Enfilo Conde Altea hacia el Río y puedo ir a
paso lento, disfrutando de la vida y de la opulencia de este barrio, tengo una
hora para llegar a mi cita con Juan en La Alameda: ¡Ay Juanito, Juanito cuanto
me cuestas de criar con tu tontería! Este chico no se da cuenta de que lo único
objetivo del mundo es el dinero. Mientras estos pensamientos me recorren el
alma casi me arrepiento de haberme puesto mi Armani para que Juan me odie un
poquito más de lo habitual. Cuando llego al Puente de Las Flores me asombra
comprobar que la voluntad es capaz de decirle a las piernas hacia dónde tienen
que avanzar: una pierna delante y luego la otra y el espacio se desliza bajo
mis pies, cuarenta minutos me ha costado llegar hasta aquí, todavía me quedan
veinte minutos para ver a Juan y saber por qué tiene tantas ganas de verme. Me
pongo a pensar que el odio viene de la voluntad de placer y que el amor, en
cambio, viene de la voluntad de sumisión. Creo que este último calor
septembrino del verano me está disolviendo el cerebro y me están haciendo
efecto los libros del puto Paulo Cohelo. Los muros del campo de fútbol del
Mestalla me devuelven a la realidad: el dinero es lo único objetivo, todo lo demás
abstracción y subjetividad. Amunt València, joder como odio a los equipos que
tienen más dinero que el Valencia —así cualquiera gana la liga—. El odio siempre
viene del miedo y de la competición, el amor siempre está “fuera de concurso”.
Odiarás al Real Madrid por encima de todas las cosas, claro que sí. Al llegar a
la terraza dónde he quedado con mi hermano no lo veo. Oigo a un pelado con
túnica naranja sentado en la terraza que me llama por mi nombre: “Paco, Paco”. Ostias,
pero si es el Juanito, me digo perplejo ante la ida de bola de Juan. Pero qué
coño haces disfrazado de budista, le digo mientras le doy un abrazo
extrañamente frío, como etéreo. Él sólo me dice: “Todo tiene arreglo menos la
muerte”…Te amo. Vale tío voy a pedir los cafés y ahora hablamos de Filosofía,
de Paz y del Amor, le digo mientras me levanto porque allí no hay nadie
sirviendo y me toca entrar al bar a pedir. Cuando llego a la barra recuerdo la
tragedia que me contó el taxista por la mañana y me digo: “Puta madre que putas
casualidades pasan en la puta tierra”, esto se lo tendría que contar al Iker
Jiménez y me forro. Le pido un carajillo
al Juan, a ver si se espabila con unas gotas de coñac, yo me decido por un gin
tonic cargadito que me va a hacer falta. Hoy no quiero que me odie, sólo quiero
que me quiera, e igual le suelto todos mis problemas con mi mujer y mis hijos
por culpa de mis adicciones. Cuando salgo Juan no está dónde lo dejé y pienso
que habrá ido a mear. El camarero saca las consumiciones y le pregunto si ha
visto a un monje budista entrar al cuarto de baño, cuando me responde que no me
extraña porque vestido como va se hace de notar. La ginebra hace su efecto y me
hace perder el miedo a dar lástima; estoy decidido a contarle a mi hermano que
hace dos meses que no veo a mi mujer y mis hijos y que estoy cayendo a un pozo
sin fondo. Mientras tarareo “All you need is love” una lágrima resbala por la
mejilla dónde esta mañana corría sangre. Le doy el último sorbo a mi combinado
y al tocar el carajillo de Juan y comprobar que ya está frío me pregunto qué
coño estará haciendo este tío en el cuarto de baño. Una llamada entrante de
Luisa, mi hermana, me hace dudar de mis decisiones, sólo con ver su nombre en
la pantalla del móvil vuelvo a sentir todas las ganas del mundo de ser odiado a
más no poder. Que pasa hermana —le digo—, con la voz quebrada y a trompicones
me cuenta que lleva todo el día rechazando una llamada, y que cuando ha
respondido era la policía diciendo que Juan Prieto Galán había fallecido en un
accidente de tráfico esta mañana temprano y que era ella el único familiar del
que habían conseguido el número de teléfono. Me dice que la han hecho ir a la
morgue a reconocer el cadáver y yo le corto diciéndole que se tranquilice que
Juan está conmigo. Con un hilo de voz me dice que me está llamando al lado del
cuerpo de Juan y que ahora mismo me manda una foto por WhatsApp y cuelga sin
más. Al ver la foto de mi hermano muerto
vestido de monje budista me odio a mí mismo como jamás odié a nada ni a nadie,
con más saña de la que nadie pudo odiarme en mi vida.
Javier
Bisbal.
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