martes, 19 de enero de 2021

César. Odio.

Paseaba arriba y abajo, me sentaba y me levantaba. Hablaba, gemía, chillaba, nadie me escuchaba. Miraba el teléfono, tarde o temprano me llamaría. El sonido de las sirenas no me molestaba. Su corbata seguía ahí plantada, en el pomo de la puerta, donde siempre, esperando a sentir mi cuello una vez más. Su mera visión reactivaba mis sudores fríos, que se mezclaban con mis sofocos en un eterno baile hormonal. No quería que llamara, o quizá sí. 

- Hola Mamá. - Llegó María, perfecta, como siempre. La puerta del congelador la ocultó unos segundos. Saludé con normalidad, con suavidad incluso. Ella ni me miró, aproveché para esconder el móvil en el cajón. Buscaba en los estantes más altos, en los del curri picante y la nuez moscada. Me observó sin mirarme. 


El filo de los cuchillos recién afilados tintineando contra el móvil resonó en mis circunvoluciones. Abrí el cajón y lo cerré al instante, no había nadie a mi alrededor. María había desaparecido dejando el aroma trufado de las tortitas de trigo tras de sí. Aquel ataúd de madera blanca comenzó moverse por sus rieles hacia mí, casi pude ver la luz en él. Respiré profundo, solté el aire en tres segundos y cogí el móvil sin mirar. “Llamada entrante: Peter”. Gota a gota mis lágrimas rojas ocultaron su nombre. Arrojé el móvil a la pila y lo inundé. - María ven aquí ahora mismo. - Me envolví la mano con un paño y cogí la corbata, hoy iba a cambiar la piel que acariciaría.


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