¿Delito o veneno? - Myriam G.
Estamos que lo petamos: tertulias,
debates, viñetas, columnas de opinión, memes, editoriales y, lo peor, vandalismo
crudo y desnudo de justificación, bullen furiosamente estos días como abejas a
las que han golpeado su colmena con saña. Desde la entrada en prisión del rapero
y agitador Pablo Hasél, no dejamos de estar a vueltas con la libertad de
expresión. Y eso que ni el tema ni la controversia son nuevos.
En 2015, el concejal de Cultura
del Ayuntamiento de Madrid, Guillermo Zapata, acabó renunciando a su cargo tras
ser denunciado por la publicación de unos tuits en 2011, calificados, entre otros
apelativos, de antisemitas. Al poco, en los carnavales de 2016, dos titiriteros
pasaron por prisión preventiva acusados de enaltecimiento del terrorismo e incitación
al odio por un espectáculo de marionetas en el que se mostraba un cartel con
alusiones a ETA.
En 2017, el actor Willy Toledo fue
juzgado por un delito de ofensa a los sentimientos religiosos por cagarse en la
Virgen; en 2018, el cómico y presentador Dani Mateo fue denunciado e imputado por
los delitos de ultraje y odio tras sonarse en televisión con una bandera de
España. En 2019 fueron dos activistas de FEMEN las condenadas, esta vez por
profanación tras encadenarse semidesnudas al altar de La Almudena. Y, como
vemos estos días, suma y sigue.
¿Dónde empiezan y dónde terminan estos
delitos de incitación al odio, de injurias, de enaltecimiento del terrorismo? Dirimirlo
es tarea de los jueces, pero todos tendríamos que saber separar el delito del veneno, diferenciar bien lo criminal de lo tóxico, porque cada vez que revienta la
polémica es porque la burla, la parodia, la ironía, la denuncia, la opinión, la
crítica, están expresadas con un gusto atroz, con calidad artística cero, o con
un pésimo sentido del tiempo y la oportunidad. Pero quizá no sean delitos.
¿O podría ser, tal vez, que tenemos
la piel extremadamente fina para según qué cosas? Si nos molestáramos en analizar
qué tienen esas ideas, opiniones, expresiones que tanto nos inquietan o soliviantan,
descubriríamos que muchas provienen de gentes a las que atribuimos algún tipo
de tara (moral, social, física, económica, psicológica). El resto de nuestro desasosiego
lo genera el miedo a lo diferente, a lo que nos rompe los esquemas.
Creo firmemente que tenemos el derecho
a expresar nuestras ideas y a comunicarlas, aunque a otros les parezcan
ridículas, irracionales, estúpidas o desagradables. Y también tenemos el
derecho a pensar que las ideas de otros son igualmente absurdas o soeces, pero
no por ello vamos a privarlos de su libertad o de su derecho a expresarlas. Porque
no existe el derecho a no ser incomodado, a no ser molestado, a no ser irritado…
Y es que los derechos y libertades
no son infinitos ni tampoco un chicle tan elástico como para ser estirado y
manipulado con fines de diseminar mentiras, extender el odio, hacer propaganda,
infligir daño a los demás o incitar a otros a hacérselo. Las leyes marcan las
fronteras entre nuestras libertades y derechos y los del de enfrente, pero en el
caso de la libertad de expresión no lo hacen de forma clara, y nos encontramos
límites borrosos y llenos de matices.
Las leyes han de poder amparar y defender
a los vulnerables, por decencia, por justicia, y para no tener que recordarnos,
entre lamentos, los versos del poema “Y vinieron a por mí…”, de Martin Niemöller.
Igualmente deben proteger lo que es precioso para nuestra vida, para nuestro
día a día, para nuestra convivencia, especialmente si luce el sello de “frágil”
por haber sido recientemente conquistado y, con toda seguridad, con un alto
coste.
Es una cuestión peliaguda que siempre
ha estado ahí, ya hemos visto, sólo que ahora tenemos un sesgo atencional para
estas cosas. Sin ir más lejos, esta semana hemos oído a Victoria Abril
hablar de Coronacirco y Plandemia, al concejal de Baza, Granada,
manifestar que a las mujeres de verdad sí les gusta que las piropeen, o al
vicepresidente del Cabildo de Tenerife tratar de hacer juegos de palabras con
sueños y humedades.
Al final, como en casi todo, la
solución está (estará) en la educación, en la transmisión de valores, en la cortesía,
en el sentido común, en la empatía, en el respeto… pero no en la violencia,
física o verbal, ni en la privación de libertad. Para algunos quizá sea tarde y
no puedan evitar seguir diciendo disparates, vilezas, burradas o chascarrillos
horrorosos. Lo mejor que podemos hacer los demás es no ponernos a su altura.
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