jueves, 4 de marzo de 2021

 ¿Delito o veneno? - Myriam G.

Estamos que lo petamos: tertulias, debates, viñetas, columnas de opinión, memes, editoriales y, lo peor, vandalismo crudo y desnudo de justificación, bullen furiosamente estos días como abejas a las que han golpeado su colmena con saña. Desde la entrada en prisión del rapero y agitador Pablo Hasél, no dejamos de estar a vueltas con la libertad de expresión. Y eso que ni el tema ni la controversia son nuevos.

En 2015, el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, Guillermo Zapata, acabó renunciando a su cargo tras ser denunciado por la publicación de unos tuits en 2011, calificados, entre otros apelativos, de antisemitas. Al poco, en los carnavales de 2016, dos titiriteros pasaron por prisión preventiva acusados de enaltecimiento del terrorismo e incitación al odio por un espectáculo de marionetas en el que se mostraba un cartel con alusiones a ETA.

En 2017, el actor Willy Toledo fue juzgado por un delito de ofensa a los sentimientos religiosos por cagarse en la Virgen; en 2018, el cómico y presentador Dani Mateo fue denunciado e imputado por los delitos de ultraje y odio tras sonarse en televisión con una bandera de España. En 2019 fueron dos activistas de FEMEN las condenadas, esta vez por profanación tras encadenarse semidesnudas al altar de La Almudena. Y, como vemos estos días, suma y sigue.

¿Dónde empiezan y dónde terminan estos delitos de incitación al odio, de injurias, de enaltecimiento del terrorismo? Dirimirlo es tarea de los jueces, pero todos tendríamos que saber separar el delito del veneno, diferenciar bien lo criminal de lo tóxico, porque cada vez que revienta la polémica es porque la burla, la parodia, la ironía, la denuncia, la opinión, la crítica, están expresadas con un gusto atroz, con calidad artística cero, o con un pésimo sentido del tiempo y la oportunidad. Pero quizá no sean delitos.

¿O podría ser, tal vez, que tenemos la piel extremadamente fina para según qué cosas? Si nos molestáramos en analizar qué tienen esas ideas, opiniones, expresiones que tanto nos inquietan o soliviantan, descubriríamos que muchas provienen de gentes a las que atribuimos algún tipo de tara (moral, social, física, económica, psicológica). El resto de nuestro desasosiego lo genera el miedo a lo diferente, a lo que nos rompe los esquemas.

Creo firmemente que tenemos el derecho a expresar nuestras ideas y a comunicarlas, aunque a otros les parezcan ridículas, irracionales, estúpidas o desagradables. Y también tenemos el derecho a pensar que las ideas de otros son igualmente absurdas o soeces, pero no por ello vamos a privarlos de su libertad o de su derecho a expresarlas. Porque no existe el derecho a no ser incomodado, a no ser molestado, a no ser irritado…

Y es que los derechos y libertades no son infinitos ni tampoco un chicle tan elástico como para ser estirado y manipulado con fines de diseminar mentiras, extender el odio, hacer propaganda, infligir daño a los demás o incitar a otros a hacérselo. Las leyes marcan las fronteras entre nuestras libertades y derechos y los del de enfrente, pero en el caso de la libertad de expresión no lo hacen de forma clara, y nos encontramos límites borrosos y llenos de matices.

Las leyes han de poder amparar y defender a los vulnerables, por decencia, por justicia, y para no tener que recordarnos, entre lamentos, los versos del poema “Y vinieron a por mí…”, de Martin Niemöller. Igualmente deben proteger lo que es precioso para nuestra vida, para nuestro día a día, para nuestra convivencia, especialmente si luce el sello de “frágil” por haber sido recientemente conquistado y, con toda seguridad, con un alto coste.

Es una cuestión peliaguda que siempre ha estado ahí, ya hemos visto, sólo que ahora tenemos un sesgo atencional para estas cosas. Sin ir más lejos, esta semana hemos oído a Victoria Abril hablar de Coronacirco y Plandemia, al concejal de Baza, Granada, manifestar que a las mujeres de verdad sí les gusta que las piropeen, o al vicepresidente del Cabildo de Tenerife tratar de hacer juegos de palabras con sueños y humedades.

Al final, como en casi todo, la solución está (estará) en la educación, en la transmisión de valores, en la cortesía, en el sentido común, en la empatía, en el respeto… pero no en la violencia, física o verbal, ni en la privación de libertad. Para algunos quizá sea tarde y no puedan evitar seguir diciendo disparates, vilezas, burradas o chascarrillos horrorosos. Lo mejor que podemos hacer los demás es no ponernos a su altura.

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