EN BUSCA DE LA INFANCIA
PERDIDA
Yo
no creo en el presente, en el presente inmediato al menos; en ese que creen los
budistas que cuentan las respiraciones, a buenas horas voy yo a pensar en
respirar, para una cosa que hago sin pensar y le voy a dar vueltas. Como todo
el mundo vivo instalada entre el pasado y el futuro y por eso no tengo
paraguas. En resumen, no tengo paraguas porque nunca llueve por aquí, y si eso
lo dice el pasado y la experiencia para qué
voy a comprar un paraguas. Hoy llueve como nunca llueve por aquí, pero
estoy contenta porque tengo taller de cerámica. Voy pegada a los edificios
aprovechando el paraguas “natural” de miradores y balcones, también es verdad
que aprovecho la franja seca de la acera para que no acaben empapadas mis alpargatas
de suela de esparto. Ha llegado la primavera y hoy es el primer día que me
pongo este tipo de calzado. El parasol de la cafetería de la esquina hoy hace
otra función y ahí me resguardo hasta que el muñeco del semáforo se convierta
en verde. La cristalera de la cafetería me permite ver a los comensales, veo a
mi compañero del taller de cerámica
desayunando con alguien que me resulta familiar, y los mechones mojados de mis
cabellos se comienzan a erizar; al no llevar suelas de goma un cortocircuito
recorre mis pantorrillas; todas mis conexiones neuronales podrían iluminar la
Ciudad de la Luz; el presente inmediato se convierte en un destello que me hace
perder la consciencia. Entro en la cafetería desarmada mientras mi mano derecha
se arma con un cuchillo de una mesa cualquiera y comienzo a apuñalar en el
cuello al señor del rostro familiar, en tres segundos acabo mi hazaña y le
parto el corazón a Manuel como si fuera un entrecote poco hecho.
Ni
me gusta leer, ni pensar, ni mucho menos escribir y, sin embargo, ahora que me
han encerrado no puedo hacer otra cosa.
Yo no entiendo de tiempos narrativos e igual me hago un lío comenzando por el
final del principio o por el principio del final. Lo que sí sé es que con el
revuelo que se ha montado por matar a mi padre y a Manuel, mi compañero del
taller de cerámica, tengo la obligación de contar mi historia lo mejor que
pueda. No busco redención ni una reducción de condena, sólo busco matar el
tiempo antes de que el tiempo me mate a mí.
Me
había recomendado el psiquiatra que hiciera cosas que pudieran retrotraerme a
mi infancia, y yo de pequeña, según me contaron mis abuelos antes de morir, era
muy buena con la plastilina. Hay algo peor que tener una mala infancia, si eso
es posible, y es no tenerla. Cuando yo tenía doce años mi padre desapareció y
días más tarde mi madre saltó por el balcón de un octavo piso: infalible modo
de dejar de existir. No viene a cuento aburrir a quién lea esto contando que el
día que me quedé sin padres me quedé sin infancia y que mis abuelos me tuvieron
que amamantar (literalmente, creo que se dice cuando algo es tal y cómo se
dice). Toda mi infancia desapareció de mi mente con la desaparición de mi padre
y con el choque del cuerpo de mi madre contra la acera. Mis abuelos maternos
(mi padre era huérfano) me trataron como si fuera un bebé hasta que se mataron
en un accidente de tráfico cuando yo tenía dieciocho años (seis reales para
mí).
No
sé cómo contar que se siente teniendo treinta años y habiendo nacido con doce,
yo no soy escritora, pero creo que aunque lo fuera no podría transmitir ese
sentimiento. Lo que sí puedo contar es que me sonrojé como una adolescente
cuando alguien me pidió un cigarrillo mientras me tomaba un café en una terraza
de Ruzafa. Tras decirme que se llamaba Jack, con su sonrisa burlona y su cara
de travieso, y yo decirle mi nombre, lo siguiente que hizo fue pedirme permiso
para tomarse un café conmigo, yo acepté y él ya no paró de hablar.
—Pues Ángela que raro no haberte visto por
aquí —me empezó a decir pronunciando mi nombre como si fuéramos amigos—, es que
yo siempre ando por estas terrazas porque tengo un taller-escuela de cerámica
en la calle peatonal que va de Cádiz al mercado —dijo riendo al darse cuenta de
que no recordaba el nombre de la calle dónde tenía el taller—.
—Qué casualidad, Jack —dije intentando
pronunciar su nombre como él había hecho con el mío, pero me sonó fingido y me
volví a sonrojar como si tuviera dieciocho años—, porque me estaba tomando este
café antes de ir a tu taller a pedir información para apuntarme a las clases.
Después
de una larga conversación, en la que nos contamos lo que quisimos recordar de
nuestras vidas, para hacernos los interesantes, fuimos al Taller de Jack, así
se llamaba y se llama el espacio dónde imparte sus clases el amigo que me
acababa de sacar de la manga, o me acababa de sacar él de su chistera, porque
lo cierto es que me resultó muy chistoso. No sé si lo que voy a hacer es una
descripción o una enumeración de lo que vi cuando llegamos al local dónde iba a
intentar recuperar mi infancia perdida, el caso es que la fachada negra con un
dibujo renacentista grecolatino en blanco ya me dieron muy buena impresión.
Detrás de unas puertas art decó con un cristal de espejo, que impedía ver el
interior, se abría un mundo nuevo para mí. El tiempo y el espacio se confundían
en ese lugar medieval y rural en medio de la ciudad del siglo veintiuno. De las
paredes blancas nacían estantes sujetados mágicamente sin escuadras; en los
estantes se exponían toda clase de recipientes de todos los colores: fuentes,
tazas, platos, cuencos jarrones, fruteros e incluso exprimidores: todo
resultaba perfecto en su imperfección; la destreza de las manos humanas se
podía tocar, no hacía falta creer en el ser humano. Mientras mi nuevo amigo
hablaba sin parar yo observaba con todos mis sentidos aquel lugar paradisíaco que me devolvería mi infancia por
prescripción facultativa. El olor a barro y humedad eran igual de agradables
que lo que se podía ver; las vigas de madera del techo abovedado y las esteras
de esparto separando el espacio de exposición del área dedicada a taller me
parecieron muy indicadas para realizar mi regresión a la infancia. Al fondo del
taller estaban los dos únicos artefactos mecánicos que te devolvían al
presente: el torno de alfarero y el horno eléctrico. Justo enfrente del horno
una escalera empinada te llevaba a una terraza soleada que igual servía para
secar las piezas de barro que para tomar un descanso o una cerveza. Jack
repetía siempre que tuviéramos cuidado con el último escalón, o con el primero
al bajar, y al bajar era más peligroso por la cerveza y por la gravedad.
Llevaba
ya tres meses inscrita en el taller y, aunque seguía sin recordar nada de mi infancia,
disfrutaba como una niña todos los jueves: el día que hundía mis manos en
arcillas se había convertido en mi día preferido de la semana. Un jueves de
enero apareció un nuevo participante al taller. Se colocó al lado de mí en la
larga mesa donde elaborábamos con
nuestras manos las piezas que nos proporcionaban tanta satisfacción
personal al estar acabadas. Me preguntó la edad y cuando le dije dieciocho me
alarmé porque no me podía permitir tener esos errores, en ese presente
inmediato, en el que me atormentaba por
contestar sin pensar, él alumno nuevo exclamó:
—No me puedo creer que no te acuerdes de mí,
y no sé por qué te quitas doce años con lo guapa que estás —me dijo como si me
conociera de toda la vida—.
—Disculpa pero es que soy un bicho raro que
nací con doce años—le dije sin ninguna gana de bromear—.
El
ruido del torno de alfarero, que estaba usando otro alumno, me despertó de la
abstracción que sentía cuando elaboraba mis piezas. En aquel ambiente gremial
en el que Jack se desenvolvía como un maestro medieval, y el tiempo y el
espacio se confundían, no podía creer que me estuviera sincerando a bocajarro
con una persona que acababa de conocer.
—Pero Ángela soy Manuel, Manolín, no me puedo
creer que no recuerdes cuando íbamos al parvulario juntos y los veranos de tres
meses que pasábamos en el Saler. Pero si te he preguntado la edad pensando que
me ibas a reconocer y te iba a resultar gracioso, porque tú y yo nacimos el
mismo día del mismo mes del mismo año: 27 de junio del 90. Pero si éramos
inseparables hasta que a los once años destinaron a mi padre a Barcelona y nos
perdimos la pista
Aquella
presentación, que ahora sé que fue una representación, con tanto pero si esto,
pero si aquello, me desconcertó. Que supiera mi nombre, sin yo habérselo dicho,
y la fecha de mi nacimiento, me hicieron dejarme llevar por la confianza. Sus
ojos negros y su blanca sonrisa alineada perfectamente le daban una especie de
aura angelical que me hicieron confiar
en sus palabras. Cuando Jack con su inmensa simpatía se acercó y dijo que se
alegraba de que nos conociéramos de toda la vida me decidí a confiar en mi
suerte por primera vez en la vida. La vida es muy rara y en aquel momento pensé
en que el psiquiatra no pudo siquiera imaginar que me iba a suceder lo que me
estaba pasando. Pero acertó de pleno en que por medio del taller de cerámica
iba a recuperar mi infancia. Los jueves se convirtieron en el día de los
recuerdos infantiles que me contaba Manuel. Recordaba, con todo lujo de detalles, mis
vestiditos cuando iba al parvulario, hasta se reía mucho cuando recordaba el
día que fui con un abrigo rojo con capucha y él me comenzó a llamar Caperucita;
me contó que mi bocadillo del recreo siempre era de foie gras de no sé que
marca; me hablaba de un tal Juanito que me estiraba de las trenzas y que él
siempre me defendía. Los resúmenes de todos mis veranos entre los cuatro y los
once años me hacían soñar todas las noches con aquella infancia olvidada de la
que me estaba poniendo al día —nunca mejor dicho—, mi compañero de travesuras
veraniegas. Cuando llegó la primavera a las calles de València yo había
recuperado mi infancia en tres meses, mientras hundía mis manos en
arcillas. Aquel jueves anterior a la
descarga eléctrica que me hizo matar fue el primer día de calor del año y
subimos a la soleada terraza del Taller de Jack: “Cuidado con el escalón” dijo Jack,
como siempre hacía, y a Manuel y a mí nos dio la risa. Llevaríamos tres
cervezas cuando Manuel comenzó a ponerse transcendental.
—Nunca en mi vida me había sentido tan útil
hasta nuestro reencuentro. Debes de haberlo pasado muy mal al haber olvidado y
perdido la infancia. Siempre he pensado que sólo existe una patria y una verdad
y es la infancia. Me siento muy bien conmigo mismo de haberte hecho recuperar
tu infancia.
No
sé si fue el sol o la cerveza, pero al mirar el rostro de Manuel vi nítidamente
el rostro olvidado de mi padre. Manuel había dicho patria e infancia y a mí me
entraron unas ganas tremendas de olvidar lo olvidado.
—Pues ahora que lo dices, en estos meses que
nos conocemos he vuelto a ser consciente de que no nací con doce años. No puedo
saber todavía si es bueno o es malo porque estoy muy confusa — le contesté
mientras me levantaba y me despedía de improviso, aturdida por el recuerdo de
la cara olvidada de mi padre—.
Llevaba
una semana soñando con el rostro de mi padre, aparecía en todas mis pesadillas.
Bajé a la calle aquella mañana lluviosa para continuar recuperando mi infancia
con los recuerdos que me contaba Manuel en el taller de cerámica, estaba muy
contenta porque era el primer día que iba con alpargatas.
En
aquel presente inmediato del día de mi perdición, la sangre tiñe de rojo los
manteles blancos de la cafetería, lo veo en mi cabeza como si estuviera pasando
ahora. El camarero me sujeta mientras llaman a la policía y yo me siento feliz
de matar a mi padre y a su vendedor de recuerdos, a uno por matar mi infancia
(y a mi madre) y al otro por inventársela y venderla. También es verdad que a
mi padre lo maté pocos días: había comprado al vendedor de recuerdos
arrepentido de su atrocidad porque soy su única hija y tenía un cáncer
terminal.
He
conseguido que me trasladen al penal de El Dueso porque ahora sé cosas de mi
infancia que han ido descubriendo los periodistas, no hay nada como un suceso
mediático para descubrir la verdad. Quizá el viento del Cantábrico me haga
recordar mi infancia. Ahora sé que al parvulario fui en Gijón y que nunca
veraneé en el Saler. También sé que cuando mi padre nos abandonó hacía un
mes que nos habíamos trasladado de
Asturias a València a vivir. La semana en que mi padre desapareció había acertado una quiniela y se marchó a
Estados Unidos e hizo fortuna en Silicon Valley con el negocio de la
informática. Ahora entiendo cómo me llegaba una transferencia de cinco mil
euros todos los meses. Me queda una larga condena por cumplir, más larga porque
me espera una gran fortuna ahí afuera. Pero si de algo me ha servido este vía crucis es para saber que ni los
recuerdos ni los olvidos se pueden comprar ni vender. Y al escribir esta
historia me he dado cuenta de que los dramas y las tragedias sólo pasan en la
literatura, en la vida real sólo hay presentes inmediatos que se convierten en
tragedia al representarlos por escrito. Javier Bisbal
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