miércoles, 24 de marzo de 2021

 

EN BUSCA DE LA INFANCIA PERDIDA

Yo no creo en el presente, en el presente inmediato al menos; en ese que creen los budistas que cuentan las respiraciones, a buenas horas voy yo a pensar en respirar, para una cosa que hago sin pensar y le voy a dar vueltas. Como todo el mundo vivo instalada entre el pasado y el futuro y por eso no tengo paraguas. En resumen, no tengo paraguas porque nunca llueve por aquí, y si eso lo dice el pasado y la experiencia para qué  voy a comprar un paraguas. Hoy llueve como nunca llueve por aquí, pero estoy contenta porque tengo taller de cerámica. Voy pegada a los edificios aprovechando el paraguas “natural” de miradores y balcones, también es verdad que aprovecho la franja seca de la acera para que no acaben empapadas mis alpargatas de suela de esparto. Ha llegado la primavera y hoy es el primer día que me pongo este tipo de calzado. El parasol de la cafetería de la esquina hoy hace otra función y ahí me resguardo hasta que el muñeco del semáforo se convierta en verde. La cristalera de la cafetería me permite ver a los comensales, veo a mi compañero del taller  de cerámica desayunando con alguien que me resulta familiar, y los mechones mojados de mis cabellos se comienzan a erizar; al no llevar suelas de goma un cortocircuito recorre mis pantorrillas; todas mis conexiones neuronales podrían iluminar la Ciudad de la Luz; el presente inmediato se convierte en un destello que me hace perder la consciencia. Entro en la cafetería desarmada mientras mi mano derecha se arma con un cuchillo de una mesa cualquiera y comienzo a apuñalar en el cuello al señor del rostro familiar, en tres segundos acabo mi hazaña y le parto el corazón a Manuel como si fuera un entrecote poco hecho.

Ni me gusta leer, ni pensar, ni mucho menos escribir y, sin embargo, ahora que me han encerrado  no puedo hacer otra cosa. Yo no entiendo de tiempos narrativos e igual me hago un lío comenzando por el final del principio o por el principio del final. Lo que sí sé es que con el revuelo que se ha montado por matar a mi padre y a Manuel, mi compañero del taller de cerámica, tengo la obligación de contar mi historia lo mejor que pueda. No busco redención ni una reducción de condena, sólo busco matar el tiempo antes de que el tiempo me mate a mí.

Me había recomendado el psiquiatra que hiciera cosas que pudieran retrotraerme a mi infancia, y yo de pequeña, según me contaron mis abuelos antes de morir, era muy buena con la plastilina. Hay algo peor que tener una mala infancia, si eso es posible, y es no tenerla. Cuando yo tenía doce años mi padre desapareció y días más tarde mi madre saltó por el balcón de un octavo piso: infalible modo de dejar de existir. No viene a cuento aburrir a quién lea esto contando que el día que me quedé sin padres me quedé sin infancia y que mis abuelos me tuvieron que amamantar (literalmente, creo que se dice cuando algo es tal y cómo se dice). Toda mi infancia desapareció de mi mente con la desaparición de mi padre y con el choque del cuerpo de mi madre contra la acera. Mis abuelos maternos (mi padre era huérfano) me trataron como si fuera un bebé hasta que se mataron en un accidente de tráfico cuando yo tenía dieciocho años (seis reales para mí).

No sé cómo contar que se siente teniendo treinta años y habiendo nacido con doce, yo no soy escritora, pero creo que aunque lo fuera no podría transmitir ese sentimiento. Lo que sí puedo contar es que me sonrojé como una adolescente cuando alguien me pidió un cigarrillo mientras me tomaba un café en una terraza de Ruzafa. Tras decirme que se llamaba Jack, con su sonrisa burlona y su cara de travieso, y yo decirle mi nombre, lo siguiente que hizo fue pedirme permiso para tomarse un café conmigo, yo acepté y él ya no paró de hablar.

  —Pues Ángela que raro no haberte visto por aquí —me empezó a decir pronunciando mi nombre como si fuéramos amigos—, es que yo siempre ando por estas terrazas porque tengo un taller-escuela de cerámica en la calle peatonal que va de Cádiz al mercado —dijo riendo al darse cuenta de que no recordaba el nombre de la calle dónde tenía el taller—.

  —Qué casualidad, Jack —dije intentando pronunciar su nombre como él había hecho con el mío, pero me sonó fingido y me volví a sonrojar como si tuviera dieciocho años—, porque me estaba tomando este café antes de ir a tu taller a pedir información para apuntarme a las clases.

Después de una larga conversación, en la que nos contamos lo que quisimos recordar de nuestras vidas, para hacernos los interesantes, fuimos al Taller de Jack, así se llamaba y se llama el espacio dónde imparte sus clases el amigo que me acababa de sacar de la manga, o me acababa de sacar él de su chistera, porque lo cierto es que me resultó muy chistoso. No sé si lo que voy a hacer es una descripción o una enumeración de lo que vi cuando llegamos al local dónde iba a intentar recuperar mi infancia perdida, el caso es que la fachada negra con un dibujo renacentista grecolatino en blanco ya me dieron muy buena impresión. Detrás de unas puertas art decó con un cristal de espejo, que impedía ver el interior, se abría un mundo nuevo para mí. El tiempo y el espacio se confundían en ese lugar medieval y rural en medio de la ciudad del siglo veintiuno. De las paredes blancas nacían estantes sujetados mágicamente sin escuadras; en los estantes se exponían toda clase de recipientes de todos los colores: fuentes, tazas, platos, cuencos jarrones, fruteros e incluso exprimidores: todo resultaba perfecto en su imperfección; la destreza de las manos humanas se podía tocar, no hacía falta creer en el ser humano. Mientras mi nuevo amigo hablaba sin parar yo observaba con todos mis sentidos aquel lugar paradisíaco que me devolvería  mi infancia por prescripción facultativa. El olor a barro y humedad eran igual de agradables que lo que se podía ver; las vigas de madera del techo abovedado y las esteras de esparto separando el espacio de exposición del área dedicada a taller me parecieron muy indicadas para realizar mi regresión a la infancia. Al fondo del taller estaban los dos únicos artefactos mecánicos que te devolvían al presente: el torno de alfarero y el horno eléctrico. Justo enfrente del horno una escalera empinada te llevaba a una terraza soleada que igual servía para secar las piezas de barro que para tomar un descanso o una cerveza. Jack repetía siempre que tuviéramos cuidado con el último escalón, o con el primero al bajar, y al bajar era más peligroso por la cerveza y por la gravedad.

Llevaba ya tres meses inscrita en el taller y, aunque seguía sin recordar nada de mi infancia, disfrutaba como una niña todos los jueves: el día que hundía mis manos en arcillas se había convertido en mi día preferido de la semana. Un jueves de enero apareció un nuevo participante al taller. Se colocó al lado de mí en la larga mesa donde elaborábamos con  nuestras manos las piezas que nos proporcionaban tanta satisfacción personal al estar acabadas. Me preguntó la edad y cuando le dije dieciocho me alarmé porque no me podía permitir tener esos errores, en ese presente inmediato, en el que me atormentaba  por contestar sin pensar, él alumno nuevo exclamó:

  —No me puedo creer que no te acuerdes de mí, y no sé por qué te quitas doce años con lo guapa que estás —me dijo como si me conociera de toda la vida—.

  —Disculpa pero es que soy un bicho raro que nací con doce años—le dije sin ninguna gana de bromear—.

El ruido del torno de alfarero, que estaba usando otro alumno, me despertó de la abstracción que sentía cuando elaboraba mis piezas. En aquel ambiente gremial en el que Jack se desenvolvía como un maestro medieval, y el tiempo y el espacio se confundían, no podía creer que me estuviera sincerando a bocajarro con una persona que acababa de conocer.

  —Pero Ángela soy Manuel, Manolín, no me puedo creer que no recuerdes cuando íbamos al parvulario juntos y los veranos de tres meses que pasábamos en el Saler. Pero si te he preguntado la edad pensando que me ibas a reconocer y te iba a resultar gracioso, porque tú y yo nacimos el mismo día del mismo mes del mismo año: 27 de junio del 90. Pero si éramos inseparables hasta que a los once años destinaron a mi padre a Barcelona y nos perdimos la pista

Aquella presentación, que ahora sé que fue una representación, con tanto pero si esto, pero si aquello, me desconcertó. Que supiera mi nombre, sin yo habérselo dicho, y la fecha de mi nacimiento, me hicieron dejarme llevar por la confianza. Sus ojos negros y su blanca sonrisa alineada perfectamente le daban una especie de aura angelical  que me hicieron confiar en sus palabras. Cuando Jack con su inmensa simpatía se acercó y dijo que se alegraba de que nos conociéramos de toda la vida me decidí a confiar en mi suerte por primera vez en la vida. La vida es muy rara y en aquel momento pensé en que el psiquiatra no pudo siquiera imaginar que me iba a suceder lo que me estaba pasando. Pero acertó de pleno en que por medio del taller de cerámica iba a recuperar mi infancia. Los jueves se convirtieron en el día de los recuerdos infantiles que me contaba Manuel.  Recordaba, con todo lujo de detalles, mis vestiditos cuando iba al parvulario, hasta se reía mucho cuando recordaba el día que fui con un abrigo rojo con capucha y él me comenzó a llamar Caperucita; me contó que mi bocadillo del recreo siempre era de foie gras de no sé que marca; me hablaba de un tal Juanito que me estiraba de las trenzas y que él siempre me defendía. Los resúmenes de todos mis veranos entre los cuatro y los once años me hacían soñar todas las noches con aquella infancia olvidada de la que me estaba poniendo al día —nunca mejor dicho—, mi compañero de travesuras veraniegas. Cuando llegó la primavera a las calles de València yo había recuperado mi infancia en tres meses, mientras hundía mis manos en arcillas.  Aquel jueves anterior a la descarga eléctrica que me hizo matar fue el primer día de calor del año y subimos a la soleada terraza del Taller de Jack: “Cuidado con el escalón” dijo Jack, como siempre hacía, y a Manuel y a mí nos dio la risa. Llevaríamos tres cervezas cuando Manuel comenzó a ponerse transcendental.

  —Nunca en mi vida me había sentido tan útil hasta nuestro reencuentro. Debes de haberlo pasado muy mal al haber olvidado y perdido la infancia. Siempre he pensado que sólo existe una patria y una verdad y es la infancia. Me siento muy bien conmigo mismo de haberte hecho recuperar tu infancia.

No sé si fue el sol o la cerveza, pero al mirar el rostro de Manuel vi nítidamente el rostro olvidado de mi padre. Manuel había dicho patria e infancia y a mí me entraron unas ganas tremendas de olvidar lo olvidado.

  —Pues ahora que lo dices, en estos meses que nos conocemos he vuelto a ser consciente de que no nací con doce años. No puedo saber todavía si es bueno o es malo porque estoy muy confusa — le contesté mientras me levantaba y me despedía de improviso, aturdida por el recuerdo de la cara olvidada de mi padre—.

Llevaba una semana soñando con el rostro de mi padre, aparecía en todas mis pesadillas. Bajé a la calle aquella mañana lluviosa para continuar recuperando mi infancia con los recuerdos que me contaba Manuel en el taller de cerámica, estaba muy contenta porque era el primer día que iba con alpargatas.

En aquel presente inmediato del día de mi perdición, la sangre tiñe de rojo los manteles blancos de la cafetería, lo veo en mi cabeza como si estuviera pasando ahora. El camarero me sujeta mientras llaman a la policía y yo me siento feliz de matar a mi padre y a su vendedor de recuerdos, a uno por matar mi infancia (y a mi madre) y al otro por inventársela y venderla. También es verdad que a mi padre lo maté pocos días: había comprado al vendedor de recuerdos arrepentido de su atrocidad porque soy su única hija y tenía un cáncer terminal.

He conseguido que me trasladen al penal de El Dueso porque ahora sé cosas de mi infancia que han ido descubriendo los periodistas, no hay nada como un suceso mediático para descubrir la verdad. Quizá el viento del Cantábrico me haga recordar mi infancia. Ahora sé que al parvulario fui en Gijón y que nunca veraneé en el Saler. También sé que cuando mi padre nos abandonó hacía un mes  que nos habíamos trasladado de Asturias a València a vivir. La semana en que mi padre desapareció  había acertado una quiniela y se marchó a Estados Unidos e hizo fortuna en Silicon Valley con el negocio de la informática. Ahora entiendo cómo me llegaba una transferencia de cinco mil euros todos los meses. Me queda una larga condena por cumplir, más larga porque me espera una gran fortuna ahí afuera. Pero si de algo me ha servido este vía crucis es para saber que ni los recuerdos ni los olvidos se pueden comprar ni vender. Y al escribir esta historia me he dado cuenta de que los dramas y las tragedias sólo pasan en la literatura, en la vida real sólo hay presentes inmediatos que se convierten en tragedia al representarlos por escrito. Javier Bisbal

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