Ejercicio Descripción.
A)
Antes de llegar a responder miró punto por punto a aquella mujer que fácilmente habría pasado por su hermana. Debía tener algunos años más que ella, pero estaba bien conservada. Su pelo era oscuro y su flequillo recto parecía cortado con escuadra y cartabón. Presentaba algunas arrugas de expresión, las mismas que habría tenido Anne de no ser por su cita puntual, cada seis meses, con el botox. Su estilo, falsamente descuidado, le aportaba la elegancia y sencillez, de quien elige con mesura sus palabras al dar un discurso sin llegar a perder la fluidez. Una blusa plumeti azul celeste, oculta parcialmente por un abrigo del mismo color, y un pantalón blanco con la pinza marcada, acompañaban a unos zapatos grises con cerca de siete centímetros de tacón. Sus ojos marrones lucían levemente achinados, como si un rayo de sol incidiera sobre ellos impidiendo que sus pestañas se separaran por completo. Llevaba una corrección transparente, cuyo plástico, a modo de cortina sensual, ocultaba una sonrisa casi perfecta. El colorete, resaltaba unos pómulos enmarcados por una tez blanquecina y una delgadez casi excesiva. Sus labios gruesos pero cuarteados por el frío de madrid, recordaban a los bizcochos de manzana que al subir en el horno, acababan por agrietar su cubierta de azúcar, dejando entrever su corazón esponjoso.
B)
Descendieron por la escalinata aspirando el aire caliente y cargado del desierto. El olor a carburante del avión, se mezclaba con el perfume barato, del que se había atiborrado la azafata antes de aterrizar.
Pierre, esperaba junto a las puertas del mismo coche que había transportado días atrás a Anne desde el hotel de Lúxor hasta el aeropuerto. Su muñeca derecha, envuelta en un pañuelo de seda, descansaba colgando de su cuello. La imagen, recordaba a la de una madre envolviendo con cuidado a su recién nacido entre suaves telas, para cargarlo acolchado entre sus senos. Los dedos, amorcillados, parecían constreñidos por unos grilletes invisibles. El anillo de oro rosa del dedo corazón presionaba con fuerza la piel que lo circundaba, incluso había provocado una herida que sangraba con la suavidad de un cordón umbilical sujetado por una pinza. Las grietas de sus manos habían desaparecido a causa del edema y la inflamación. Aquella mano bien habría pasado por la de un boxeador torpe que hubiera golpeado contra el duro hueso del cráneo de su oponente, o la un borracho que la hubiera emprendido a golpes con una farola, terminando por romper hasta el último de los delicados huesos de su mano.
Trató de saludar a los recién llegados con un pequeño aspaviento. Se movía con dificultad, como un aguilucho que acaba de perder el plumón y estira por primera vez, inexperto, sus alas. El gemelo de lapislázuli que asomaba por la manga de su americana azul, contrastaba con los colores violáceos, amarillos, rojizos, que componían un atardecer de invierno en la muñeca de Pierre. Al estirar la mano Anne pudo ver el final de sus dedos. Había perdido las uñas de los dos primeros dedos. En su lugar, como dos cuencas vacías a las que les han sido extraídos los ojos, dos muñones de carnes blanquecinas trataban de moverse buscando una curación imposible en el aire cargado y caliente y pesado del desierto.
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