miércoles, 5 de mayo de 2021

EL LIENZO DEL TIEMPO 

Mis primeros recuerdos son escenas retenidas en el lienzo del tiempo. Regreso otra vez al desván de casa de mis abuelos, envuelto todo él en la bruma de polvo que flotaba en el aire. De allí me rescató aquel día mi tía, la hermana mayor de mi madre, para llevarme hasta mi primer recuerdo; yo tenía entonces tres años. Estaba como todos los días perdida en mi ensueño, en ese espacio que sentía mío, solo mío. Era grande, habían muchas cosas en ese lugar, allí se guardaba todo aquello que no tenía utilidad. Cuando cerraba la puerta dejaba fuera un mundo remoto. 

Estaba en un ala del primer piso, y en la otra las habitaciones. Al entrar en él se encontraba a un lado la puerta del pequeño dormitorio de Pasión, la criada. Cuando ella se retiraba por la noche después de acabar sus tareas, me llevaba con ella y me contaba historias fantásticas. En las noches de verano subíamos las dos, con mi prima, a la terraza del segundo piso, porque desde allí se podían ver las películas, en la pantalla del cine de verano. En esa planta estaba también la cambra, que era el sitio donde se guardaban los melones colgados de las vigas para el invierno, las naranjas para el verano sobre un lecho de arena, y una jaula con conejos. A esa escalera de peldaños de burdo cemento, se accedía por una puerta desde el distribuidor de las habitaciones. En ella encontré hurgando detrás de un ladrillo de la pared ligeramente suelto, un hueco y en él una pistola; entendí que no era un juguete, me apresure a dejarla donde estaba y no le hablé a nadie de ese hallazgo; no quería volver a escuchar a mi abuela, con cara de enfado, decir por enésima vez, “!esta chiqueta escarbará un día hasta el cul del aguasil!”.

En mi desván, a continuación de la habitación de Pasión, había un andamiaje de cañas suspendido de cuerdas que permitían subirlo y bajarlo; eran restos de aquellos, que hacía años, usara mi abuela para cultivar gusanos de seda. Rebuscando entre los objetos que allí se guardaban encontré un pequeño cofre azul; de ese azul que aparece en el cielo cuando comienza la noche; con una llave dorada y dentro, si le daba cuerda sonaba música mientras una bailarina daba vueltas. Me hizo soñar ser como ella. 

Tenía tres ventanas: la del fondo daba al tejado de la cuadra donde en otro tiempo, cuando vivía mi abuelo, se guardaba el caballo y el carro que usaba para ir a cuidar los campos. Por esa ventana entraban y salían los gatos. Las otras dos daban al patio, y por ellas, el sol de la tarde hacia brillar, como tejida con hilos de oro, la tela que habían hecho allí las arañas. Mi prima también bordó con hilos de oro el estandarte para el Sepulcro de Cristo; era la imagen que formaba parte de la procesión del Viernes Santo; y el paso al que pertenecía el apellido de la familia de mi madre. Él me dio el primer temor junto a la encarnación de la muerte; cuando, como era costumbre entonces, una Semana Santa se nos concedió el honor de tenerlo en casa dos semanas. Lo situaron en la planta baja, en el cuadrante de la escalera que lo rodeaba por los dos lados; subir por ella era una secuencia rápida para llegar a mi refugio; bajar por ella era otra secuencia que me llevaba a la realidad.

Estos recuerdos se fueron guardando después en el elástico arcón de la memoria; pero el que abrió la puerta para meter una serie infinita de ellos, fue el día que mi tía me rescató del desván. Me bañó para quitarme el polvo y alguna telaraña que pudiera haber quedado en mi pelo y me puso el último vestido que ella y mi madre me habían hecho; confeccionarlos era su diversión de las tardes. Un vestido precioso, blanco, con una rosa en el pecho que había bordado mi prima, y detrás un gran lazo también rosa. Mientras me peinaba me dijo que íbamos a casa de mis padres para ver a mi madre, llevaba unos sin verla, porque mi hermano había llegado; me dijeron hacia tiempo que iba a venir pero yo lo olvidé.

Siempre que me vestían así era para ir hasta la plaza de la iglesia, donde estaba la pastelería que tenía una guirnalda de naranjas talladas en madera, pintadas, enmarcando la puerta, y dentro espejos que multiplicaban sus deliciosos pasteles; además la excursión incluía la compra de un cuento. Así que no me gustó la idea de ir a casa de mis padres; tampoco me gustaba esa casa, no era tan bonita como la de mi abuela; también mi madre estaba triste cuando estaba allí, porque mi padre siempre estaba indignado. Yo era feliz en casa de la abuela, ademas de ella estaban mis primos y sobre todo mi tía, como era viuda y sus dos hijos ya mayores yo era un juguete para ella. 

Cuando llegamos mi madre estaba en cama entre sabanas blancas, reclinada sobre almohadas parecía cansada, abrió los brazos para recibirme esperando un abrazo y cuando iba a ir hacia ella algo llamó mi atención. Maria su mejor amiga, estaba sentada a su lado en una silla y en su regazo, sobre un delantal blanco, que de mayor supe se guardaba especialmente para ocasiones como esa, y formaba parte del ajuar de una mujer, cuando lo tenía. Allí estaba lo que dijeron era mi hermano, mire sin acercarme, estaba desnudo, no era como mis muñecos: se movía, era más grande, estaba rojo y chillaba. Me preguntaron si me gustaba, no lo pensé , dije que no y que mejor sería que lo tiraran. Todas rieron, yo me refugié en las faldas de mi tía y le pedí que nos fuéramos. Cuando salimos, ella, para que olvidara el disgusto, me llevo a la pastelería y luego me compro el cuento.

Más tarde comprobé que gracias a mi hermano, yo pude seguir más tiempo en casa de la abuela con mi tía, no tenía que compartirla, tampoco el desván, nunca dejé jugar en él a nadie más. Mí padre ya tenía a su hijo y no me exigía que me fuera con ellos a su casa. Mi madre venía cada día cuando mi padre se iba a trabajar. La abuela y él eran dos mundos enfrentados, todavía en contienda, cuando venía a recogernos para volver a casa yo siempre me negaba. Así fue hasta que mí tía murió.

Pepa Lopez



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