Los golpes de la cabeza del hombre desdentado contra la puerta despertaron a Anne. El humo se había disipado. La mujer recordaba vagamente haber cambiado de habitación, recordaba el cuerpo sin aliento de Alara, recordaba la alfombra en llamas, recordaba las manos de Jose sujetando su cadera con delicadeza, recordaba sus palabras de amor reprimidas. Anne miró al hombre desdentado, estaba tumbado en el suelo, su cabeza percutía rítmicamente en el marco de madera carcomida de la puerta. A cada golpe, el hombre contraía sus piernas hasta golpear su abdomen con fuerza. Tras cada movimiento convulsivo, el olor a hígado olvidado al sol de la herida de aquella pierna se adueñaba de la habitación.
Anne seguía sentada con las manos atadas en su espalda. El dolor de los hombros le resultaba insoportable; las muñecas, desencajadas por la presión de los grilletes de plástico, lanzaban calambres aleatorios que recorrían su cuerpo llegando hasta sus pies. La piel de Anne, deshidratada por el humo y la falta de agua, estaba a punto de desprenderse de su rostro como una serpiente que muda su camisa. Se acercó a Jose, que continuaba rendido al sueño y acarició las mejillas del hombre con sus labios de sal. Sin querer, sin saber cómo, un susurro salió de su boca cerrada: - yo también - dijo rozando el lóbulo sonrosado del hombre. Los pómulos color azahar de Anne tomaron prestado el color de las flores del almendro en primavera.
En medio de aquella ensoñación real, Jose dirigió sus labios hacia los de Anne, el aliento de la mujer en su cuello le guiaba. Rozó los de ella, Anne no trató de evitarlo. Durante un segundo que para Jose habría sido eterno y mágico y celestial, sus labios se encontraron, no tuvieron tiempo de conocerse o de disfrutarse, se separaron antes de que pudieran recordar que aquello había sucedido. Anne estaba de vuelta en el colegio, con seis años y un babero de rayas verdes y rosas, sosteniendo las manos de su compañero de escalón mientras acercaba sus labios inexpertos a los de aquel niño más bajito que ella. Aquella ola de amor al rozar los labios del niño no la había vuelto a sentir jamás, nunca, hasta ese momento. Olvidó el dolor de sus hombros, olvidó su infancia, olvidó su vida y se tumbó sobre el cuerpo del hombre.
Pasaron pocos minutos hasta que la nube de algodón de azúcar que la envolvía a Anne desapareció. Aquel beso le había recordado su primer beso, pero también el último. El cuerpo sin vida de Stephano se cristalizó en su retina. La excitación se tornó en vergüenza, y el amor en culpa. Recordó su primer encuentro en la embajada, recordó su primer beso bajo una luna llena de marzo, recordó el anillo que el italiano le había entregado en egipto. Comenzó a llorar. No estaba enamorada de Stephano, pero se sentía fría y cruel besando a otro hombre, solo unas horas después de presenciar su muerte. - Soy una viuda negra. - se dijo entre sollozos. - Sólo quiero a los hombres cuando son útiles. - Se odió a sí misma, una cosa era flirtear, otra era la infidelidad y otra era besar a Jose pocas horas después de la muerte de Sthepano. Su eterna lucha interior había llegado a su culmen. Nunca querría volver a besar a un hombre. Nunca querría volver a enamorarse.
Los gritos de una mujer llegaron hasta la habitación. Ininteligibles. Desgarradores. Anne no entendía su significado pero estaba segura de que aquella mujer deseaba morir antes de tener que soportar aquella tortura. Dos disparos secos e inmediatos crearon el silencio. La mujer calló. Jose se despertó agitado en medio de una pesadilla. Lanzó a Anne a un lado y se puso en pie. Corrió de un extremo a otro de la habitación. Se detuvo ante la puerta cerrada. Miró hacia el suelo. Negó con la cabeza. Todavía apretaba la llave de la vida entre los dedos. La apretó con fuerza y movió sus pies adelante y atrás buscando un equilibrio que había perdido. Necesitaban agua para mantener la lucidez. Llevaban horas sin beber sometidos al calor del fuego.
- Jose cálmate. - chilló Anne.
- Tenemos que salir de aquí. Vamos a morir.
- Primero ayúdame a levantarme.
La frente de Anne podría haber frito un huevo en pocos segundos. Jose se acercó a la mujer, la sujeto por los hombros y la levantó en un movimiento. Aquella quemazón migrañosa la torturaba siempre que se ponía en pie demasiado rápido. Una voz masculina se alzó al otro lado de la pared, su inglés era vulgar. - Están aquí. Sólo necesitamos con vida a la Nubia, los demás dan igual. - Jose comenzó a recorrer la habitación en círculos. Se estiraba del pelo como si arrancarlo pudiera aliviar su frustración.
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- No hay salida Anne, solo esta esa puerta. Pero no lleva a ningún sitio, es volver donde estábamos. Nos van a matar. - dijo Jose.
- Jose lo que está claro es que de algún modo nos han metido aquí así que una salida habrá. Necesito que me quites los grilletes.
- Aquí no hay nada para soltar las tuyas. Las nuestras las soltamos con los clavos, pero primero los metimos en el fuego…
Jose iba a completar una maratón haciendo círculos. Evitaba la mano hinchada de Pierre y el cuerpo de Alara.
- ¿Y esa llave? - dijo Anne.
- La de la puerta que…
- ¡Úsala! ¡Sus dientes, sus dientes! Son como sierras.
Lo intentaron sin éxito en el aire, la llave no tenía fijo. Anne se acercó a la puerta y colocó la tira de plástico sobre el tirador. El hombre desdentado ya no daba golpes con su cabeza, sus ojos miraban sin profundidad, pero sus pupilas habían recuperado la isocoria. Jose volvió a utilizar la llave como cuchillo. Anne estiraba con fuerza hacia los lados mientras él apretaba los dientes como si tratara de meter un cuchillo en una pierna de cordero congelada. El plástico comenzó a ceder. Hundió el falso cuchillo con forma de llave de la vida en la brida, conseguía debilitarlo pero no romperlo. Anne cambió de plan. Elevó sus brazos lo más alto que pudo, los hombros le pinchaban más que al terminar una clase de cross fit a la vuelta de vacaciones. Dejó caer su peso. El plástico se enganchó en el pomo y los grilletes se partieron dejando libres sus manos.
La voz del hombre volvió a sonar. Más cerca. Sus ordenes recorrían la habitación de un extremo al otro. Se había metido dentro de la pared. Los rodeaba. Anne se acercó a Pierre que hacía algunos minutos que intentaba incorporarse sin éxito. Tomó su mano derecha, los muñones ennegrecidos de hollín exudaban pus. No pudo evitar que una mueca de asco apareciera en su cara, apretó la herida del hombre hasta que un líquido verdoso mezclado con restos de ceniza comenzó a fluir. El olor, similar al de la pierna del hombre desdentado, inundó la habitación. Anne se tapó la nariz con la mano y volvió apretar hasta que el líquido regó el suelo. Los dedos de Pierre perdieron el aspecto de baba de caracol para recuperar un tono melocotón.
- Señores, mi Fiancee…- dijo Pierre en un susurro. - Me temo que esto es el final. Yo también les he oído. Solo quieren a la nubia.
- Y si… - dijo Anne. - la quieren viva ¿No? y si cuando lleguen amenzamos con matarla.
- ¿Cómo? ¿Con la llave? - dijo Jose.
- No idiota. Con los clavos que me has dicho antes. Justo sobre su yugular. Ellos no saben que ya está… bueno ella no se va a mover… la sostenemos apretada contra nuestro cuerpo y si se acercan amenazamos con rasgarle la yugular.
- Mi Fiancee es usted toda una caja digamos… de truenos…
- Jose abre la puerta. Cojamos los clavos.
Los tres se dirigieron a la habitación adyacente. El humo se había disipado casi por completo de forma incomprensible. No se veían ventanas ni rejillas de ventilación. Recogieron más de diez clavos de veinte centímetros en pocos segundos. Anne estudiaba las paredes. - de algún modo han tenido que traernos aquí. - se dijo. Miró al techo, no eran demasiado altos. Una enorme lámpara de tela translúcida ocupaba más de la mitad de la cubierta de escayola. Sopesó el peso de los clavos en su mano y lanzó las pequeñas flechas contra la lámpara.
- ¿Qué haces Anne? - dijo Jose
- Esa lámpara no me cuadra.
- Es lo que nos hace falta ahora: moda y diseño de interiores.
- ¿No has visto que es demasiado grande? Y mira la curva que hace, la tela está arrugada, como si la pusieran y la quitaran… además hay hilos colgando en el borde. Ayúdame a subir.
Subida a los hombros de Jose la mujer comenzó a estirar del centro de la lámpara. Casi tocaba el techo con su cabeza. La tela, llena de restos de ceniza y con aroma a barbacoa cedía con facilidad ante los dedos de Anne que no era capaz de traccionar con fuerza en aquella precaria posición. - Haz hablar al prisionero. - dijo de nuevo la voz de la pared - Nos ha dicho que estaban en esta planta pero hemos recorrido todas las habitaciones. Miente. Quiero que le digas: o nos dices dónde están encerrados o te hago tirantes con la piel de tus piernas. ¿Está claro? - Anne soltó la tela y se tapó la boca con las dos manos. Una segunda voz habló en árabe y después en un inglés casi perfecto. - Eduard dice que están aquí seguro. Que él no sabe entrar, que si hace falta tires todas las paredes. - Anne escuchaba cada palabra subida a los hombros de Jose. Tenía el cuerpo atenazado pero había comenzado a perforar la tela con los clavos haciendo pequeños agujeros. Consiguió meter dos dedos por ellos y colgarse de la tela.
- Jose arrodíllate. - Susurró Anne.
Conforme Jose fue bajando el peso de Anne fue rasgando con suavidad la tela de la lámpara. El brillo de la luz directa de las cuatro bombillas que albergaba en su interior les deslumbró.
- Anne… - dijo Jose, sin reparar en el tono elevado de su voz. Tenías razón.
Ambos miraron hacia el techo, una estructura de madera rectangular y un tirador hacían las veces de trampilla junto a la puerta. Dos gritos de alegría anticiparon a la voz de Eduard. - ¡Están ahí he oido a uno, he oido a uno! Traedme un mazo ¡Ahora! ¡Ya!
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