jueves, 10 de diciembre de 2020

PROFESORA MATEMÁTICAS,NOSTALGIA,CARRETERAS SECUNDARIAS (Cristina)


 

El silencio, que envolvía la habitación, se vio roto por el sonido de la alarma del móvil, que fue invadiendo su cerebro poco a poco, hasta que se percato, de que debía apagarla. Esta situación se repetía, hacía días o ¿semanas?, ya ni conseguía recordarlo. Su meticulosa y ordenada vida, se había desmoronado en un instante al leer un correo electrónico que había estado tentada de no abrir. Camino de su trabajo, saludaba a las mismas personas, que veía casi todos los días, se paraba en los mismos semáforos, y mientras hacía la cola para comprar el periódico, que su amable kioskero le tendría preparado, ya que era el mismo todos los días del año, pensaba, porque no sería todo, como sus adoradas matemáticas, dónde todo era previsible y controlable. Repetía para si, su mantra preferido, el que repetía una y otra vez, en sus clases, analizar el problema, valorar las premisas y encuentra la solución, la solución estaba clara, tenía que volver y de repente, un sentimiento de nostalgia la envolvió, y la sacudió por dentro, consiguió volver del pasado a duras penas y centrarse en algo concreto, como era la preparación del viaje, de día o de noche, autopista o carreteras secundarias, sola o acompañada, y casi sin darse cuenta, se quedo dormida por primera vez sin problemas, en las últimas semanas.

Profesora matemáticas, carretera, nostalgia (César)

 

El peso de la ropa empapada le obligaba a caminar encorvada. No en vano, eran más de tres días los que contaba deambulando por aquellas tortuosas carreteras secundarias. Tres días oteando el horizonte, hablando con el viento, con el miedo de verse descubierta. Tres días de lluvia y sol, en los que el único arco iris que vislumbraba era el de su corazón melancólico de su Venecia natal.

 

El leve repiqueteo de las piedras golpeando contras los casos de un cuadrúpedo alerto a Natalia. Inclinándose sobre el suelo y colocando su mano sobre el firme trató de calcular la distancia a la que se encontraba el causante de aquel sonido, un don usual en aquella época y que su hermano Elías le enseñó cuando aún no acertaba a subir a la grupa de su caballo.

 

Como tantas otras veces en aquellos días Natalia se escabulló entre unos arbustos cercanos, calculando que todavía le restaban algunos minutos para vislumbrar a un nuevo caminante. El hambre, el sueño y la sed la inundaban. A penas había bebido unas gotas de lluvia recogidas de las frondosas hojas de un abeto. Sus tripas resonaron solo del hecho de pensar en comida.

 

Sin tiempo de pensar en su estómago, el repiqueteo invisible se torno audible y en a penas unos segundos apareció la figura de un hidalgo caballero a lomos de un caballo algo ajado y desnutrido, cuya capa nazarí comenzaba a desaparecer para revelar una blancura que en unos meses cubriría su cuerpo.

 

El corcel, sin más adornos que la propia silla no aminoró la marcha al tomar la curva y continuó un galope suave. Su jinete ataviado bajo una capa que cubría su cuerpo de la lluvia por completo se adivinaba corpulento y rudo. Natalia, agazapada junto a un helecho continuaba una lista de números primos. Como buena profesora de matemáticas, el cálculo era su modo de relajación y con ello conseguía un control admirable de su frecuencia y ritmo respiratorios.

 

-    17, 19, 23… - susurraba hacia sus adentros, mientras sentía como el control de sus sentidos le transmitía paz.

 

Natalia cerró los ojos y percibió el olor de la tierra mojada presionada por las herraduras de aquellas pezuñas ennegrecidas por los años. Una vez más, había mantenido su cuerpo oculto con éxito. Como su hermano le decía de niños - Eres más escurridiza que las lombrices que comen las gallinas - en referencia a su capacidad para ocupar lugares angostos. El metro cincuenta de Natalia y sus cuarenta quilos siempre le habían granjeado grandes ventajas en los juegos infantiles.

 

Decidida a continuar el camino, recogió sus arapos del suelo y con un sutil movimiento se puso en pie colocando de nuevo su atillo, en el que guardaba sus escasas pertenencias, sobre su hombro. Pertenencias que consistían en una pequeña caja musical rusa, único recuerdo su esplendor como institutriz en la familia Corssini, y una máscara de arlequín, desgastada y roida por las ratas y que sin embargo conseguía trasladarla a las noches mágicas en el burdel de la piaza san marcos donde tantas noches fue poseída por inmutables amantes al amparo de sus máscaras indescifrables.

 

-    No te muevas - susurró una voz oscura y ronca al oído de Natalia. Incluso pudo notar el calor del vapor de agua que emanaba de la garganta de aquel hombre.

 

La mano del hombre se deslizó por la muñeca de Natalia, sujetándola con suavidad. - ¿Temes por tu muerte? - Preguntó el desconocido.

 

-    No temo, por mi vida, ya no tengo vida - Respondió la joven de treinta y dos años mientras percibía como perdía el control de su corazón que se desbocaba sumida en un miedo aterrador.

 

Aquel desconocido había aparecido de la nada, ¿cómo era posible no haber sido consciente de su presencia? Su mente se aceleró revisando cada movimiento, cada posible descuido. Llevaba tres días esquivando a la muerte. Tres días esquivando a caminantes y caballeros. Tres días a la sombra de los helechos. Y en un leve descuido su vida estaba a punto de terminar.

 

No podía culparse su vida había sido plena. Con diez y seis años fue tomada bajo el amparo y la tutela de la Duquesa de Portel, quien la instruyó en matemáticas avanzadas, la introdujo en el mundo del ocultismo y le mostró una vida oculta carnal que la llevo al nirvana del sexo.

 

-    Padre nuestro, que estas en los cielos - Comenzó a rezar. - Santificado sea tu nombre.

-    ¿Sois devota? Es gracioso ver como confiáis en Dios en un momento como este. - entonó la voz con aires de grandeza. - La religión no es para pedir, es para dar.

-    Y qué sabréis vos de religión, que deambuláis bajo la lluvia violando mujeres en el camino - espetó Natalia, mientras divisaba alguna escapatoria.

-    Pronto habéis juzgado a un hombre de quien no conocéis ni rostro ni labor. Quizá esa mezquindad no se resuelva con rezos.- Respondió.

 

La mano del hombre todavía sostenía su muñeca, pero lo hacía con delicadeza, como si disfrutara del contacto con su piel lubricada por la lluvia, que si bien había disminuido seguía golpeando las hojas del helecho con una melodía sostenida por el viento.

 

Natalia entendió que ese era el momento, la conversación no sería eterna. Era consciente de que la violación llegaría. Todas las mujeres sabían lo que ocurría desde la llegada de las tropas Napoleónicas a tierras italianas. Se arrasaban aldeas, se asesinaban familias y los supervivientes se entregaban a la vida antidiocesana, como si su fin en la vida fuera combatir los mandamientos. Aquellos que un día simularon valía contra los gabachos se habían convertido en el peor enemigo del pueblo.

 

-    Un golpe seco, directo - su caballo no debe estar lejos, reflexionó en voz ahumada. Sin pensarlo de nuevo asió su atillo con fuerza y giró golpeando con todas sus fuerzas la capucha que envolvía el cráneo del desconocido. Un leve timbre musical confirmó que la caja rusa se había hecho añicos y que la música que en ella vivía había muerto para siempre.

 

El hombre gimió y soltó la muñeca atrapada, a la vez que recogía su cabeza con ambas manos como si evaluara si todavía se sostenía sobre sus hombros. El golpe había sido fuerte, lo suficiente como para fracturarle el hueso temporal.

 

Antes de que Natalia pudiera comenzar a correr, quizá paralizada por el miedo que sentía en ese momento o quizá recreándose en su maniobra marcial, el hombre salió de su trance miró a la veneciana desde la oscuridad de su capucha y sujetó sus brazos con ambas manos.

 

En esta ocasión no buscaba el tacto suave de su piel, sino que la aferraba con fuerza. Las manos comenzaron a entumecerse ante el exceso de sangre acumulada sin retorno al corazón. Poco a poco sus sentidos se nublaron. Se sintió cansada, derruida, vencida.

 

Su mente se traslado a la última noche antes de su huida, aquella noche en que lujuria y desenfreno se vieron paralizadas ante la noticia de la llegada de los hombres de Napoleón a Venecia. Mientras sentía sus muslos apretados sobre la cadera de un adinerado jovenzuelo enmascarado, pudo escuchar como en la habitación adyacente, entre gemidos y gritos, como el mayor enemigo de su benefactor, revelaba su conspiración contra el Duc Veneciano y sus allegados, así como la inminente llegada de un nuevo orden a Venecia.

 

Esa misma noche, había corrido a casa de los Corssini, donde ya era tarde, la casa ardía desde los cimientos hasta la azotea. Las llamas comenzaban a saltar de casa en casa en la orilla sur del canal principal y, en medio de la noche, las estrechas calles comenzaban a albergar vida. Una vida desazonada con gritos y carreras, con desorden y caos. En ese mismo instante lo supo, debía huir para salvar su vida.

 

Una corriente fría la devolvió a la realidad arrebatándola de sus recuerdos. El hombre la asía con fuerza, pudo atisbar un brillo en sus ojos caoba, el brillo del deleite. El tiempo se acababa, pero el hombre la triplicaba en peso, corpulencia y fuerza. No había forma de escapar.

 

La presión sobre sus brazos disminuyó con levedad. No lo entendía. - ¿Por qué? - se preguntó Natalia. La mirada del hombre perdió brillo. Y una gota de agua reveló la realidad: una hilera de sangre manaba del tímpano del desconocido. La hilera se tornó en torrente. La presión se desvaneció y el hombre cayó de bruces al suelo.

 

-    Corre - se dijo a sí misma. Y sin pensar en nada más ni mirar atrás corrió por la senda que, paralela al camino principal, dibujaba serpenteos entre los helechos.

 

Corrió durante horas que parecieron días interminables. Sus piernas no respondían a ninguna orden. Simplemente se accionaban, avanzaban en la inminente oscuridad. El sol, a punto de esconderse entre las nubes que gobernaban la montaña solo daba rayos suficientes para no tropezar en el camino.

 

La senda comenzó a desdibujarse, los helechos a desaparecer. No dejo de correr, y antes de que se diera cuenta se dio de bruces contra una construcción. Un pequeño granero de adobe que difícilmente se mantenía en pie. Pegó su espalda contra él y se dejo caer en el suelo húmedo.

 

El sueño, el hambre y la sed afloraron simultáneos. Los recuerdos de su huída se mezclaban con las pesadillas que turbaban su mente. Fuego, gritos y una góndola bajo sus pies en la que empujada con brío por su querido hermano abandonó la ciudad en la noche. Un hermano que la llevó hasta tierra firme y que regresó a por su amada. Esperó durante horas pero nunca apareció de nuevo. Esa noche, Venecia fue arrasada por las llamas.

 

-    ¿Quién es usted? - Una dulce vocecilla la sacó de sus sueños. - ¿qué hace en mi casa?

-    Perdona - acertó a decir Natalia. -Perdona. Sí perdón - Las palabras salían de su boca pero no era consciente de qué expresaban. Intentó levantarse pero su propio cuerpo pesaba demasiado.

-    No se levante sola, es mayor, mi hermano y yo la ayudaremos - Respondí un muchacho que no alcanzaba los seis años y que parecía inmune a la noche y a la lluvia.

-    No es necesario, de verdad, soy capaz sola. - Indicó haciendo un ingente esfuerzo por ponerse en pie.

-    ¡Mamá, he encontrado otra escondida, ya es la tercera de la semana! ¡A ver si un día encuentro un perro. - El jovial jovenzuelo había comenzado a hablar antes de que su madre. Una mujer esbelta de unos veinte años doblara la esquina hasta su posición.

-    Disculpe a mi hijo, soy Violeta de Volutón. Se le ve muy empapada, ¿quiere pasar? Tenemos fuego y comida. No en abundancia, pero algo de pan y caldo puedo ofrecerle. - Ofreció con una sonrisa la mujer. Era sorprendente encontrar una mujer sola en la noche que además ofreciera cobijo a una desconocida.

 

Sin dudarlo, Natalia entró en la casa, sin casi ni percibirlo, se encontró durmiendo entre pacas de alfalfa y heno. Su estómago aún rugía pese a las lascas de pan que había engullido y las tres tazas de un caldo aguado en el que el protagonista era un espinazo de pollo que contaba por decenas los caldos a los que había servido.

 

El sueño fue reparador. Su mente volvió a volar a sus momentos felices. Su devoción por las matemáticas se mezclaba con su anhelo de aquella vida casi perfecta. En la que lujuria y ciencia caminaban entrelazadas sin tocarse. La noche la llevó de nuevo a la casa Corssini, donde los tapices de seda vestían las paredes y donde el arpa acompañaba al amanecer junto al resonar del Campanile de San Marcos.

 

Los primeros rayos de sol apartaron a Natalia de sus sueños. El cielo lucía azul y despejado con algunas nubes como testimonio de la tormenta del día de ayer.

 

Mientras se desperezaba un sonido, como un susurro la puso en vilo, estaba sola, o eso creía. En aquella habitación angosta y húmeda había quedado con la única compañía de las pacas que habían servido de improvisada cama. Un nuevo susurro - bienvenida - pero solo un susurro.

 

Intentando adaptar sus ojos a la escasa luz escudriño las esquinas de la habitación. Ni rastro de movimiento en sus doce metros cuadrados.

 

Sus ojos comenzaron a percibir mejor los colores. Un destello llamó su atención. Junto a ella entre los tonos ocres de la alfalfa vislumbro el reflejo rojizo de la luz. Acercó sus manos y retiró el exceso de plantas secas que lo recubrían. Ahí estaba. Su máscara de arlequín, la misma que había portado en su atillo desde Venecia. La misma con la que había golpeado a aquel desconocido. La misma que quedó en medio de la nada cuando huyó bajo la lluvia.

 

¿Cómo podía haber llegado hasta allí? Pero peor aún ¿Quién había portado la máscara hasta su morada? El miedo recorrió de nuevo su cuerpo. Creía sentirse segura en aquella habitación, con su cerradura de cobre cerrada con dos vueltas y con el cerrojo corrido con el estruendo que la falta de engrasado había generado.

 

Era imposible que alguien hubiera entrado en la habitación pero aún era más sorprendente que alguien fuera conocedor de que ella era su propietaria.

 

-    Buenos días, creo que esto es suyo. - La voz grabe habló desde la oscuridad.

-    ¿cómo lo sabe? - dijo mientras se frotaba los ojos tratando de adaptarlos a la negrura. La voz provenía de la esquina que quedaba junto a la puerta.

-    Si no es suyo es que lo robó, al menos ayer era suyo. - Indicó a la vez que alargaba el atillo con los restos de la caja de música - Estoy bien, no se preocupe, gracias a usted he dormido bajo las estrellas pero Dios me tendrá en su amor por más tiempo con estos sacrificios terrenales.

-    Pero… - Acertó a resolver. La mano de aquel hombre era la misma que había rodeado su muñeca.

 

El corazón de Natalia palpitaba cada vez con más fuerza, ni siquiera había reparado en la posibilidad de usar sus series logarítmicas para controlarlo. Su tensión arterial había subido. Estaba preparada para actuar. Palpó el suelo en busca de algún objeto contundente. Había aprendido la lección. Un golpe certero podía librarla de sus acosador. Pero esta vez no iba a ser tan fácil.

 

-    Soy el fraile Pedro Perfes. Deje de preocuparse. Ya veo que ha conocido a mi familia, aquí no hay madres ni padres. Son unos maravillosos hijos de Dios a los que protejo, cada uno con una maravillosa y dolorosa historia. Ayer la asusté pero solo quería advertirle. Estaba en una zona peligrosa. Aunque finalmente el peligro fue usted misma.

-    No entiendo nada.

-    No hace falta que entienda, sé que ha huido desde venecia, sólo hace falta ver la máscara de su atillo. Sé que es de una buena clase social como refleja la caja de música. Y sé que desconfía de mí cuando hablamos.

 

La sombra del fraile se incorporó y haciendo girando sobre sus pasos abrió una ventana lateral dejando entrar el sol. Su figura se reveló imponente. La atracción fue inmediata. No supo si la causa era el agotamiento o al miedo que aún recorría sus venas. Sintiéndose poderosa, recordó sus noches en el burdel. No se fiaba de aquel hombre. Las circunstancias de su vida le habían enseñado a desconfiar.

 

Natalia se levantó con suavidad. En su mano izquierda el punzón que había encontrado entre las pacas del suelo mientras el hombre de Dios hablaba. Se acercó con un movimiento sinuoso hacia su víctima. Se arrodilló delante de Pedro y tomó su mano.

 

-    Perdóname. - Dijo besando su mano. Ahora era ella quien tenía el control.

 

Como si de una danza se tratara elevó su cuerpo, estiró sus brazos hacia atrás y dispuso el punzón entre los dedos de su mano izquierda. Parecía entregada. Pero no era así, en un rápido movimiento el punzón penetró directamente en el cuello del fraile. En esta ocasión la sangre no tardó en brotar. En pocos segundos un charco de sangre les bañaba los pies. Se mantuvieron mirándose. Impertérritos. Paralizados. Dejando llegar la muerte. La oscuridad alcanzó al fraile cuyo cuerpo se precipitó sobre el suelo.

 

Natalia se arrodilló, cerró sus ojos y besó su frente. Nuevamente había ganado la batalla.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

LA FORASTERA

¡Dios! Como me dolía la cabeza. Ayer murió papá de repente. Siempre se muere de lo mismo: de repente. No pienso ir al tanatorio ni al entierro. Abro el botiquín y compruebo que el ibuprofeno no está caducado (CAD- 07- 2019), me tomo 2 de 400mg. Ahora para que te den el de 600mg hace falta receta, y yo no he ido al médico en mi vida y mucho menos al ambulatorio o al hospital.

Hoy es 4 del mes 4 del año 2019; subo a mi Seat Panda de 1995, con matrícula 3733 (las letras no logro aprenderlas nunca). Yo no sé por qué la gente piensa en palabras si todo se reduce a números. Cuando de pequeña me hicieron el test de CI me dijeron que tenía un CI 190. Años después me llevaron al psicólogo porque pensaban que no tenía inteligencia emocional —estupideces—.

Decido ir por la carretera secundaria al instituto de Segorbe. Es la antigua N-234. Quiero recordar a mi padre, y cuando era niña íbamos por esa carretera a un pueblo de montaña a veranear. Hoy tengo que explicarles a los chavales los Logaritmos neperianos, no consigo entender cómo no los entienden a la primera. Antes de arrancar el motor compruebo que la itv me vence el día 5 del mes 12 del año 2019. La gente se extraña de que haga 100 quilómetros todos los días (del día 1 al día 5 de la semana; el día 6 y día 7 de la semana no hay clases: así va el mundo). Pero es que no soporto vivir en poblaciones de menos de 500.000 habitantes; debe de ser porque nací en Guadalajara y hasta los 8 años viví allí; recuerdo nítidamente los 783 pasos que separaban mi casa del parvulario y lo que me entristecía la falta de estímulos en una ciudad sin tráfico y sin gente. Tomo el desvío hacia la antigua N-234 y comienzo a contar curvas (llevo 11 a la izquierda y 14 a la derecha); compruebo que los carteles siguen marcando los mismos quilómetros de cuando yo era niña (Segorbe 15 Km; Barracas 43 Km; Teruel 57 Km); memorizo todas las matrículas de los autos que me adelantan, sólo los números (7957; 9137; 2711…). Llego al instituto y me llama mi madre diciéndome que no he ido al tanatorio —como si yo no lo supiera—, le digo que estoy trabajando y me cuelga. De los 34 alumnos sólo 3 han comprendido los Logaritmos neperianos. Almuerzo con Antonio (el profesor de Física), me cae muy bien desde que me dijo que un reloj de esfera mide el tiempo por medio del espacio y, aunque no tenga números, todo el mundo sabe la hora que marca. Le cuento el día que llevo y me dice que debo haber tenido mucha nostalgia en la carretera de mi infancia y se extraña de que esté trabajando. Acabamos en su despacho haciéndolo sin ningún romanticismo. Vuelvo a València por la A-23. Entro en casa y miro en el diccionario lo que significa nostalgia: “Sentimiento que causa el recuerdo de un bien perdido”. Recuerdo que ayer murió papá (de repente), y decido comenzar un diario emocional. La página en blanco me aterra, presa de un pánico atroz sólo escribo un 8 tumbado a la bartola; cierro los ojos y veo a Buzz Lightyear diciendo: «Hasta el infinito y más allá». Luego, la rara seré yo y el entierro de papá cuesta 3.000 euros; me tocará ir el sábado al casino a sacarlos jugando al Blackjack. Me voy a la cama y como no puedo dormir me pongo a contar ovejas: una oveja; y 2; y 3; y 4; y 5; y 6; y 7, y ya oigo mis ronquidos.

A las 7 horas y 17 minutos del día 5 del mes 4 del año 2019, llaman a la puerta de mi casa insistentemente (pta. 8 del número 143 de la calle no sé qué). Abro y los dos policías se extrañan al verme vestida de rojo; me leen mis derechos y me esposan. En el juicio sumarísimo me condenan a muerte por desalmada. La jueza dictamina: “Por ser un oprobio para la familia”. Yo no sé bien por qué la jueza me mira con inquina, como queriendo clavarme un 4 en el corazón —el 4 siempre me pareció un arma homicida—. La ejecución será al día siguiente, el día 6 del mes 4 del año 2019. No sé si apelar o irme al infinito de una vez por todas. Me dan a elegir, como si fuera un menú, entre la inyección de pentotal sódico; la silla eléctrica; la horca; o el fusilamiento. Yo elijo el Garrote Vil por estar fuera de carta. Me preocupa quién pagará los entierros de papá y mío, que serán 6.000 euros —calculo, a bote pronto, y pienso en si harán descuento por ser 2, o incluso si habrá 2X1 y se quedará en 3.000 euros—. La celda es fría, sin embargo, el sol del mes 4 ya calienta, la luminosidad del rayo que entra por el ventanuco me dice que, quizá, mañana mismo, muera de repente, y el sol se apague para mí repentinamente: Guadalajara 13-12-1991, València 6-4-2019. Y esa será toda la verdad.

La funcionaria viene y me pregunta lo que quiero cenar, y mi última voluntad para mi última  cena, pues, son 3 longanizas de Pascua, un panquemado de Alberic y una mona con el huevo amarillo.  A las 8 horas y 13 minutos del día 6 del mes 4 del año 2019 entra mi padre en la celda y me dice que todo ha sido un montaje como último intento de provocarme una emoción: “Desde luego hija mía, ni una lágrima, ni venir al tanatorio, ni un atisbo de miedo ante tu ejecución, mira hasta dónde he tenido que llegar, y ¡nada de nada!”. Luego me dice que se ha gastado los 50.000 euros que gané en el casino, el mes pasado, en este teatro. Y yo al final me voy a quedar sin probar el Garrote Vil. Le doy las gracias a mi padre y le digo que, igual, sí que he sentido miedo en estos 2 días, y que me tengo que ir a trabajar, pues llego tarde. Subo a mi Seat Panda, otro día igual, sólo que hoy llueve y me toca enseñar Derivadas. La lluvia va hundiendo a la nada en el fondo de su monótono gotear mientras conduzco por la A-23. Entro al instituto de Segorbe y me voy directa al despacho del profesor de Física, lo hacemos a lo bestia. No ha sido el Garrote Vil, pero algo es algo. Ya se sabe: «días de mucho vísperas de nada». Ahora sé lo que es la nostalgia del ayer, sobre todo de ayer y de anteayer, días en los que estuve a punto de sentir una emoción: “Que mal lo pasé ante la página en blanco”.

                                                                       MELANCOLIA 


   El olor del tiempo encerrado me recibe; suelto la pequeña maleta, abro ventanas, puertas, dejo entrar el atardecer de otoño; salgo al jardín, en el seto de hortensias que lo rodea todavía hay flores, recojo un ramo para ofrecerlo a la casa y desde allí la contemplo. Me gusta la austera sencillez de ese cubo de dos plantas recubierto de piedra por el que trepa la hiedra. Fue de mis abuelos, ahora mía, y guarda momentos importantes de mi vida. Reparto las flores, quito las fundas blancas que cubren los muebles, cierro puertas, ventanas, ya es de noche, enciendo la chimenea y me siento a mirar, escuchar el trepidar del fuego, el quejido de esta vieja casa y mi lamento. Es la primera vez que la habito sola. 

   La añoranza se llevó el sueño y la pasada noche ha sido larga; ocupada por el recuerdo de sus manos acariciando mi cuerpo como un talismán; de serlo, pienso, hubiera ahuyentado la muerte. Necesito caminar, me pongo la vieja gabardina marrón claro, que lleva años colgada al lado de la puerta; salgo a la carretera por la cancela del jardín que se queja del largo abandono, pienso engasar las bisagras a la vuelta. El pueblo al otro lado del puente ya está despierto. Voy en dirección a la aldea que se ve a lo lejos, en lo alto del monte, entre la masa de arboles, pienso, el bosque parece infinito; he venido como siempre para ver el esplendor del otoño; es un rito heredado, siempre he hecho este camino acompañada, ya no.

   El sol juega al escondite con las nubes; pienso, aparece, hace brillar las hojas, desaparece, todo es gris, pienso si el intervalo se puede medir, prever aunque dependa del viento; Él, como experto estadístico tendría respuesta. Ya he entrado en el bosque, no recuerdo cuando he dejado la carretera; escucho la risa de mis hijos jugando a perseguirse, miro alrededor y no les veo; es el sonido del riachuelo que sigue el sendero en el que estoy; también él transcurre siguiendo su ineludible camino. 

   Me adentro más en el bosque, los hongos escondidos me dejan sentir su aroma. En un claro distingo una pareja, Él es alto, fuerte, ella pequeña a su lado; viste una gabardina marrón claro como la mía, pienso, la suya es nueva; su melena larga y oscura cae por su espalda, pienso, Él acaricia ese pelo como si deslizara su mano por el agua; se cogen de ambas manos y dan vueltas mirando la cúpula dorada de los árboles; Él dice, lo conseguiste señora catedrática; Ella ríe y dice, también tú; creo que puedes llegar a saber cuantas hojas tiene este bosque; Él sonríe, con mediciones adecuadas quizás pueda conocerlo, dice. Se abrazan, se buscan y acaban amándose sobre el lecho de hojas; están ensimismados, no me ven. 

   Una intensa luz ilumina el bosque y el trueno lo hace temblar; el cielo casi negro deja caer gruesas gotas; vuelvo a mirarles, no les veo, alrededor no hay nadie, solo arboles y lluvia. Camino, pienso, he de encontrar el sendero, me llevará a la carretera y por allí a casa. Solo veo arboles, sigo adelante, estoy rodeada de arboles y lluvia más intensa cada vez; pienso, voy en sentido contrario al sendero, no oigo el riachuelo que podría guiarme, pienso, la lluvia no me deja escucharlo; tampoco es este el camino, pienso que estoy dando vueltas en circulo, todos los troncos son iguales; el agua resbala por mi pelo se desliza por el cuello de mi gabardina y está mojando la ropa que llevo debajo; también mis botas están llenas de agua; no distingo mas allá del árbol que tengo delante, pienso que tengo que seguir, no puedo rendirme, pienso, he de encontrar el sendero y desde allí la carretera que me llevara al pueblo y a casa. La ansiedad, el cansancio, el miedo, una noche en vela, un bosque infinito y esta lluvia, pienso, es una suma de resultado infalible. Sigo caminando. Un grito se ahoga en mi garganta, está delante de mí, parece el tronco de un árbol pero tiene figura humana; el agua resbala por el negro impermeable que lo cubre entero; el temor me paraliza; emite un sonido que no entiendo, el gesto de su mano indica que le siga, pienso que no tengo alternativa, le sigo, camina muy deprisa, temo perderlo, caminamos un tiempo que parece eterno, la lluvia sigue, tiemblo, pienso, estoy agotada voy a caer, le sigo. Me alivia ver el sendero, la lluvia suena más fuerte que el riachuelo, pienso, estoy mojada como si me hubiera sumergido en él. Le sigo, pienso, cada vez anda más deprisa, o me lo parece. 

   En la carretera, hemos llegado, hay un coche furgoneta, abre la puerta y me indica con gesto imperativo que entre, rodea el vehículo y abre la otra puerta, se quita el impermeable, se sienta, cierra la puerta y lo deja detrás del asiento; coge de allí una manta y me la da; me cubro con ella, huele como si hubiera arropado a la humanidad entera, y el coche a rebaño. Le miro y pienso, su perfil es clásico, el pelo gris, rizado, su ropa es vieja y concentra el olor del bosque. Conduce despacio, atento a la carretera, el coche se mueve como una barca entre el agua; sigue en silencio, aun desconozco su voz. Cierro los ojos y me dejo llevar; pienso, es Caronte que ya está aquí, hace cinco meses que le invoco; estoy muy cansada, tiemblo pero me siento en paz.

   Nos detenemos. Abro los ojos y encuentro los del conductor mirándome, negros, brillantes; escucho su voz por primera vez.

    Hemos llegado, dice

    Su mano señala detrás de mi, allí, como una aparición está mi casa envuelta en la lluvia.

    Sabe donde vivo, digo

    Si

    Vive en el pueblo

    No, en la aldea

    Le conozco

    No, usted nunca me vio

    Creí que estaba muriendo, digo

    Todavía no es el momento, dice

    Tiene que entrar, quitarse esas ropas mojadas, esta temblando.

    Quisiera darle las gracias, digo

    Otro día, dice

   Atravieso la lluvia, llego a la puerta y desde allí le miro, hace un gesto de despedida, yo también, él da vuelta al coche y se marcha por la carretera.

   Sentada delante de la chimenea, mirando el palpitar de las llamas, pienso, todavía no es el momento como dijo él. Siento el alma de la casa, teníamos pensado vivir en ella la mayor parte del tiempo, cuando dejásemos de trabajar. He decidido quedarme, quiero comprobar cuántas palabras necesito para contar una historia.

Pepa Lopez Albelda














 


EL JUEGO ES UNA CURVA

Fui a ti, la carretera llenas de sombras me llevaban a ti de nuevo, cuantos recorridos podríamos contar desde el instituto a nuestra casa, mil curvas de serpientes nos atrapan, montañas de fuego al atardecer, frenazo, parada forzosa y gritar en medio de la nada, en estas montañas surcan los colores de la sangre, te beso, no me  besas, reímos como niños, te cuento las mil chorradas de los alumnos que me han pasado durante el día, tu no cuentas nada, solo tu carcajadas me llevan de nuevo a tu silencio. Dejo suelta la niña que hay en mí.

Ahora después de 10 años la misma carretera, vuelvo al mismo atardecer, sabes que sin atardecer me vuelvo tan ausente como tú, pienso que me esperaras  en la curva, pero no estas, tú nunca estas, solo estas cuando quieres sorprenderme, luego de nuevo te alejas, de nuevo el juego maquiavélico, nuestro juego, acelero, tengo la sensación de peligro, mi intuición es matemática, como profesora en la materia que soy hace tantos años.

Llamo al timbre, nuestra casa, otro lugar ahora, no reconozco los arboles  sedientos de  vida, hay muerte, hay locura bajo las baldas que me gritan vete, no me abres, me inquieto, vuelvo a llamar, no me abres, hace frio, es diciembre y la humedad se intercala con mis pensamientos como gotas de duelo en mis lágrimas. Me voy , quiero irme,  tu abres la puerta, no te reconozco pero te abrazo, silencio que duele, te abrazo tanto que te corto mi respiración, me sale decirte te quiero, mis lágrimas asoman mil ventanas de hielo tras un velo de algodón, te quiero te digo otra vez, de nuevo tu silencio de diez años, de tus horas a mi lado bajo el frio de la leña, oigo el crepitar del fuego,  vuelvo a oír desde hace diez años el fuego como cada noche, tu respiración, tu lejanía, estoy tan nerviosa que no me reconozco, me pongo más nerviosa, me estoy llorando  como si dijera me estoy meando, manda huevos, me rio de mis pensamientos para ahuyentar mi melancolía, me vuelvo a desdibujar.

Entramos a la casa, me sirves una copa de vino, me siento tan fría como tu frialdad misma, estoy  de nuevo en la nada, tú te sientas frente a mí, no me tocas, de nuevo me vuelvo a diez años atrás, me acaricias de lejos con tu mirada, te digo que bonitos son tus ojos, son como los de mi padre, joder  me arrepiento de habértelo dicho, tú me sonríes, yo tiemblo de mi  misma, de caer de nuevo en este juego, en tu locura.

-¿Por qué me has llamado?

 -Necesitaba tenerte a mi lado

Me voy a la cocina a respirar, me falta el aire,  en la mesa tus medicamentos, los parches de morfina, quiero irme de mi vida, de tu vida, pero las palabras se cierran en mi cerebro con mil puertas.

¿Y ahora que vamos a hacer? Susurro  

Nada, solo tenernos

Cojo el bolso, salgo de tu casa corriendo, me meto en la noche, las ruedas vuelan en mi locura, ahí está la curva, acelero, pienso en ti , la nebulosa de la noche me envuelve, todo da vueltas, tu sonrisa me hiere como una animal salvaje pero te sonrió, y solo puedo decirte, te quiero,  al fin la paz.


“Querrás saber por qué no estoy en casa y por qué no he llamado para avisar de que me iba. Esta noche se me ha aparecido la Virgen y me ha d...