jueves, 28 de enero de 2021



MICRORELATOS

El Extraño

Me senté en el avión cómodamente, que cansada estaba, aun me esperaban siete horas  de vuelo hasta llegar a no sé dónde, una voz como de extrarradio me dice: Aparte el bolso que me está ahogando…. Levanto el bolso y allí estaba un lagarto con la mirada descompensada, saco un libro de mi bolso,  me pongo tranquilamente a leer, de nuevo la voz molesta que me susurra, señorita bájese del avión , yo no me bajo… pero usted debería hacerlo -me dice, cierro los ojos para dormir y para ver si se da cuenta que me importa un rábano lo que me está diciendo,  de nuevo el lagarto pesadísimo me pregunta si vuelo por trabajo o por turismo? no le contesto, el personaje insiste ¿que no me ha oído? …Harta del lagarto, me quito uno de mis zapatos de tacón rojo, le clavo el tacón en la cola, se me queda media cola en el sillón, joder no veo el resto del lagarto, mejor, hoy no estoy  para conversaciones con extraños.

 

La Harpía

Aquel pajarraco se cagaba todas las mañanas en mi terraza, era negro como una harpía y me miraba desafiante cada vez que intentaba pillarlo para darle un escobazo, me traía loca con el mocho y la lejía, una mañana me levante más temprano que el pajarraco , me senté en la silla y espere al amanecer, en cuanto el sol apareció, le vi volar hacia mí como si de una metralleta se tratara  y como tal ,me escupió un aluvión de cagadas dejándome ciega de por vida, eso sí tuvo el detalle de dejarme ciega solo de un ojo, de vuelta a casa con el ojo tapado y ya provista de argumentos variados para cargarme al susodicho, espere a la mañana siguiente escondida tras un macetero, así pasaron varias semanas y el muy irreverente no apareció, pero aquí sigo esperando el milagro como dice el cura de mi pueblo, aunque este cura  dicen las malas lenguas que es un poco gafe.

AFORISMOS

-No me llames, hoy tengo miedo

-Reírnos tantas veces como no nos permitimos

-Yo me como mi vida

 

                                                                                                                                 Inma López

                                                                                                                               

 

miércoles, 27 de enero de 2021


MICRORELATOS:


Le siguió, lo amó, se refugió en sus abrazos; y cuando él se fue, ella sólo era ECO.

 Ilusión

En el sueño viví una vida. Al despertar pude ver qué, entre todas las vidas posibles, la mía era la  del sueño.

Tiempo

Nací de dos estirpes que trabajaron la tierra, y nunca pudieron finalizar sus proyectos; los juegos de mí infancia pasaron rápido; y lento el tiempo de buscar la suerte. La suma de años se fueron yendo, perdiendo, olvidando; no dejaron nada digno para la posteridad. Sólo, en un minúsculo fragmento de tiempo y espacio, fui inmortal.

 Elegancia

Delante del espejo, rodeada de paquetes, se prueba todas las gangas de ropa que ha conseguido en las rebajas. Su marido lee un libro en la cama; levanta la mirada y se encuentra con la de ella en el espejo. La de él, oscuramente asombrada; la de ella, ilusionada; dice, vas a poder lucirte ante tus amigos, con una mujer tan elegante. La sonrisa de él es helada; piensa; persiguiendo la elegancia, ha conseguido la mediocridad. 

AFORISMOS:

Mientras tenga sombra existiré

La palabra es imagen, pero, la imagen necesita palabras

 Pepa Lopez


martes, 26 de enero de 2021

 

MICRO RELATOS.

ANA MARÍA MATUTE: “Si no fuera por la magia los hombres todavía andarían hocicando por los montes”.

No pienses en manzanas —me dijo el terapeuta—y ya no pude dejar de pensar en manzanas.

Murió entre sus brazos y él bebió para olvidar las penas. Las penas lo ahogaron entre sus brazos.

La tercera ola es peor que la primera y no es un tsunami. La metáfora se hizo pandemia global y habitó entre nosotros.

AFORISMOS.

“Lo que no se habla se borra”.

“Mejor no menear el arroz aunque se pegue”.

“A buen entendedor pocas palabras bastan”.

“La esperanza es lo último que se pierde”.

Rambla triste, de Mariana Enríquez

 

Rambla Triste

Sabiamente, a traición, esa ciudad se ocupa de vengarse.
    MANUEL DELGADO


    Era posible que la nariz tapada por el resfrío —siempre se pescaba algún virus en los aviones— le distorsionara el olfato; tenía que ser eso, pero cuando se sonaba con el pañuelo de papel y podía ingresar aire, el olor era todavía peor. No recordaba que Barcelona hubiera estado tan sucia, al menos no lo había notado en su primer viaje, unos cinco años atrás. Pero tenía que ser el resfrío, a lo mejor el moco estancado que apestaba, porque durante cuadras no olía nada en absoluto, y de pronto el olor atacaba, y le provocaba arcadas violentas. Olía igual que un perro muerto pudriéndose al costado de la ruta, como la carne pasada y olvidada en la heladera cuando se ponía morada color vino tinto. El olor se escondía y con sus ráfagas arruinaba las calles más bonitas, los pasajes pintorescos con la ropa colgando de balcón a balcón que no dejaba ver el cielo. Incluso llegaba hasta las Ramblas. Sofía se dedicó a observar a los turistas, para ver si fruncían la nariz como ella, pero no notó que ninguno se mostrara asqueado. A lo mejor era su imaginación, porque la ciudad ya no le gustaba. Los pasillos estrechos, que antes le habían parecido románticos, ahora le daban miedo; los bares habían perdido encanto, y le recordaban los de Buenos Aires, llenos de borrachos que gritaban o querían empezar conversaciones estúpidas; el calor, que antes le había resultado mediterráneo, seco y delicioso, ahora era agobiante. Pero no quería hablar de estas nuevas impresiones con sus amigos; no quería ser la turista porteña que marcaba con altanera superioridad los defectos de la ciudad paraíso.
    Quería irse.
    A lo mejor había sido por la chica.
    Cinco años atrás, la calle Escudellers estaba repleta de yonquis, de principio a fin, todos tirados en las veredas sobre su propia ropa mugrienta. Ahora ya no estaban ahí; expulsados seguramente por la policía, contravenciones, multas, además de los camiones que limpiaban la ciudad toda la noche, mojando cualquier lugar que pudiera ser usado para sentarse inocentemente a tomar una cerveza y comer un kebab . Había que caminar o entrar a los bares; la calle era solo para circular. Caminando por la ruta del Raval que conocía, evitó la inquietante Robadors —oscura y llena de ladrones, decía una leyenda, perpetuada por su nombre, que nadie se atrevía a desacreditar— y llegó a Marquès de Barberà, más amplia y luminosa. Una chica caminaba delante de ella, algo inestable, con el jean demasiado bajo y ajustado en las caderas de modo que el vientre hinchado sobresalía por debajo de la remera corta, un rollo de carne blancuzca con estrías que habría sido fácil de ocultar con una remera larga y ancha, pero seguramente a la chica no le importaba la estética. Estaban solas; era temprano, apenas las ocho de la noche, pero extrañamente la calle estaba vacía, ni siquiera los turistas del hostel que quedaba al lado del cibercafé habían salido a la calle.
    En un momento, la chica se dio vuelta, miró a Sofía a los ojos y dijo, con un acento catalán cerrado, pero en muy claro español: «No puedo más». Entonces se bajó los pantalones y defecó en la vereda, una diarrea explosiva, dolorosa, que le hizo fruncir la cara por el retortijón de los intestinos. Después, se dejó caer contra la pared. Por centímetros no se desvaneció sobre su propia mierda.
    Sofía trató de levantarla, le preguntó dónde vivía, si tenía un teléfono para llamar a alguien que viniera a buscarla; le preguntó qué le pasaba, qué había tomado. Pero la chica solo la miraba con ojos asustados, incapaz de hablar. El olor ya no era imaginario, y a Sofía se le humedecieron los ojos de tanto aguantar las arcadas. Diez minutos después llegaron dos policías y se llevaron a la chica; Sofía respondió a las preguntas de los oficiales y se quedó para comprobar que la trataran bien. Pero no se quedó a esperar que alguien limpiara la calle. Para desterrar el olor a mierda encendió un cigarrillo y casi corrió hasta la calle de la Cera, hacia el departamento de Julieta, donde iba a pasar esos diez días en Barcelona. Tenía llave y la usó: la entrada del edificio estaba siendo remodelada porque unos meses atrás se había incendiado; como la cerradura funcionaba mal, unos linyeras se habían metido a dormir y la fogata que encendieron para paliar el frío se descontroló. Por suerte Julieta no estaba en el departamento cuando el incendio, pero también había tenido sus problemas con el fuego; apenas un año atrás, en pleno invierno, terminó internada por intoxicación con monóxido de carbono porque la estufa del departamento no tenía salida al exterior.
    El lugar donde Julieta vivía no era en realidad un departamento: era una oficina que se alquilaba como vivienda, sin baño, apenas con un inodoro y lavatorio en el pasillo compartido, afuera. Pero era bastante grande para los estándares de Barcelona, barato, y como se trataba de un «ático», tenía un balcón-terraza que era fantástico en el verano. Sofía no sabía qué había venido a buscar Julieta a España, pero probablemente tampoco lo sabía Julieta. Ya llevaba ocho años ahí, haciendo cortos de animación y videos para quien la contratara. Cuando se aburría, se iba al paro. Se aburría seguido.
    Estaba preparando una ensalada cuando Sofía llegó. Julieta se había hecho vegetariana ni bien llegó a Europa, entre otras cosas porque su primera parada fue en una casa okupada donde comer carne era un pecado mayor. Al principio, abrazó el vegetarianismo de sus nuevos amigos con pasión militante. Cuando rompió con ellos, desilusionada, renegó de todo el estilo de vida okupa, salvo en el orden de la alimentación. A Sofía no le molestaba compartir la dieta de su anfitriona, y además siempre que quería bajaba a comprarse una riquísima shawarma de pollo o carne.
    Sofía se sentó en el sillón rojo que de noche se abría para transformarse en cama y le contó a su amiga sobre la chica y la diarrea. Julieta revolvió la ensalada y dijo que era normal en Barcelona.
    —No hay ciudad de España con más locos. En Madrid no hay tantos, en Zaragoza menos; mi hermano dice que en Sevilla tampoco. Es acá. Lleno de locos sueltos, yo no sé.
    Sirvió la ensalada en dos platos, se sentó a la mesa y explicó que, además, los locos salían por temporadas. La señora de las mil hebillas, por ejemplo, una mujer que llevaba tantos adornos en la cabeza que casi no se le veía el pelo, solo aparecía en verano. El loco de las rastas, un cincuentón que golpeaba las cortinas de hierro de los negocios cerrados con un palo, solamente aparecía por las fiestas, cerca de Navidad. Un ruido terrible, contaba Julieta; los golpes parecían disparos y a veces los turistas salían corriendo. Ella ya estaba acostumbrada, pero la primera vez que lo vio pensó que venía a atacarla, porque, además de golpear con su palo, gritaba. Y ya vas a conocer, le dijo, al viejo de acá a la vuelta: sale por turnos, a la tarde y a la mañana, y camina unos cincuenta metros ida y vuelta, a veces gritando, a veces rezongando en voz baja, siempre moviendo las manos como si tratara de convencer a alguien invisible de algo muy importante. La teoría de Julieta era que la familia lo sacaba para que paseara todos los días, harta de soportar sus quejas en el departamento que, si quedaba en la misma cuadra, debía ser muy pequeño. Lo raro era que Julieta nunca lo había visto salir de ninguna puerta; tenía que prestarle más atención, a lo mejor, esperar desde la vereda de enfrente para ubicar la casa, sobre todo para sacarse de encima una sensación rara que le provocaba el viejo loco, y no solo ese viejo loco en particular, sino todos los locos de Barcelona que se concentraban en el Raval.
    —Es como si…, es un delirio lo que te voy a decir. Pero bueno. A veces pienso que los locos no son personas, no son reales. Serían como encarnaciones de la locura de la ciudad, válvulas de escape. Si no estuvieran, nos matamos entre nosotros o nos morimos de estrés, o qué sé yo, nos cargamos a esos guardias urbanos hijos de puta que no te dejan sentarte en la escalera del Museo, en la plaza dels Àngels…, ¿te diste cuenta? Hacen razias los conchudos, acá le dicen «incivismo» a tomar una cerveza sentado en la vereda.
    —¡Desde hace poco! —se escuchó gritar desde el balcón.
    Era Daniel, el novio de Julieta, también argentino pero residente en Barcelona desde hacía doce años. Sofía no se había percatado de que estaba en casa. Daniel entró, se secó las manos en los pantalones y empezó su diatriba. Que cuando él llegó a Barcelona, la ciudad era la gloria. Mucho reviente, lo que quieras, pero tenía onda. Ahora era una ciudad policía.
    —Escuchá a este garca —dijo, y se puso a revolver entre una pila de diarios hasta encontrar La Vanguardia . Sofía se dio cuenta de que sus amigos hacían lo imposible por no hablar en «español». No le decían «piso» al departamento, ni calificaban algo de «chungo», ni hablaban de «mal rollo» ni se liaban ni mogollón. Antes, se acordaba, en su primera visita, le había causado gracia cuántos «guapa» y «venga» salían de la boca de la pareja. Ahora parecían haber borrado completamente todos los modismos locales, salvo alguno que se les escapaba. Seguramente era forzado; una especie de integrismo argentino, mezcla de nostalgia y genuino malestar.
    —Acá está —dijo Daniel triunfante, y se acomodó en la silla para leer:
    La plaza dels Àngels, con la llegada del buen tiempo, recupera la imagen de la Barcelona de hace dos veranos, cuando vivió bajo el estigma del incivismo. A partir de las nueve de la noche, numerosas botellas pueblan la rampa y las escaleras ubicadas frente al Macba, mientras un pequeño ejército de lateros pulula por la zona vendiendo latas de cerveza. El esfuerzo de los equipos de limpieza —más activos y eficientes que hace dos veranos— no consigue eliminar los montones de botellas, bolsas y restos de comida sobre el pavimento. Con el calor aumentan las ganas de disfrutar del aire libre. Acudir a una terraza para tomar una cerveza en compañía de los amigos después de trabajar parece apetecible, pero hay quien prefiere sentarse encima del cemento de la plaza dels Àngels, escenario de un botellón improvisado. Los jóvenes llegan antes de cenar con las bebidas que han adquirido en algún supermercado de la zona. Pero si las olvidan echan mano de los numerosos lateros, que ofrecen cervezas por tan solo un euro, precio mucho más bajo que si se la tomaran en cualquier bar de la zona.
    Un vendedor ambulante explicó a este diario que suele ganar aproximadamente 30 euros netos por noche. Entre lateros establecen sus horarios y zonas para no hacerse la competencia. Compran las latas a 70 céntimos y sacan 30 de ganancia vendiéndolas a un euro. Se la juegan, porque la ordenanza para la convivencia en el espacio público (ordenanza del civismo) prevé sanciones de hasta 500 euros por la venta no autorizada de alcohol, además de poder sufrir la pérdida de la mercancía aún no vendida. Se la juegan también los consumidores que les compran.
    —Así vivimos, con este periodismo botón y en el medio de toda esta mierda —resopló Daniel—. El otro día le pusieron una multa a un tipo que estaba tomando una Coca-Cola en una plaza. Le cobraron como doscientos euros porque no se quería levantar cuando iban a limpiar con la manguera. Se la pasan mojando. Ahora tampoco se puede fumar en los bares. Sí, ya sé que eso pasa en todo el mundo, pero un bar no es un lugar sano, santa Madre de Dios. Es para conspirar, para relajarse, para ponerse en pedo. Acá, nada. Los alquileres son de escándalo: quieren que vivan ricos en la ciudad, nada más. Es para los turistas. ¡Están limpiando los graffiti ! Había algunos que eran una belleza, ninguna otra ciudad del mundo tenía graffiti así. Pero andá a explicarles a estos brutos que es arte. Un carajo. Destrozan todo.
    —Un amigo nuestro fue preso porque hizo una pintada que decía: «Turistas, ustedes son los terroristas». Le dieron como cuatro meses. Pobrecito —contó Julieta—. No sabés las ganas que tenemos de ir para Madrid. Pero acá conseguimos trabajo. A mí esta ciudad me tiene harta. Ni salgo. Para amargarme, mejor me quedo en casa.
    Después de comer, fueron a pasear. La noche era hermosa, y la pareja quería que Sofía conociera los bares nuevos, que no existían cuando había visitado la ciudad por primera vez, y que descubriera los antiguos que no había visitado en aquel viaje. Así llegaron al Yasmine. Sofía trató de leer el cartel que aparentemente contaba la historia de la Madame Yasmine que bautizaba el lugar, pero las luces eran demasiado bajas, y ella no veía bien sin los anteojos. Le preguntó a Daniel, que solía conocer las viejas historias del Barrio Chino, pero no se acordaba. «Pero si le decían Madame debía ser puta», sentenció. Y después pidió que lo esperaran. Volvió al rato con Manuel, un amigo del barrio. Lo presentó como uno de los pocos catalanes con onda. Manuel llevaba rastas cortas y una remera a rayas negras y blancas. «Acá la amiga de Buenos Aires quiere escuchar las leyendas del Chino».
    —A ver en qué le puedo ser útil a la niña —sonrió Manuel. Estaba un poco borracho. Julieta explicó que trabajaba con ellos en montaje de sonido para los videos. Después le preguntó por Madame Yasmine, la mujer que daba nombre al bar. Manuel dijo que esa era una historia famosa. La Yasmine había nacido en el Chino, fines del diecinueve. Era hija de una vendedora de flores. Y, claro, era pobre y se hizo puta. El Chino era pura pestilencia entonces, y ella era madame de un burdel donde iban poetas y anarquistas. De un anarquista se enamoró, y le nació un hijo. Pero los franquistas lo mataron —al anarquista— y ella montó un fumadero de opio. El hijo se le murió decapitado por un carro en las Ramblas, dijo Manuel, y agregó que no sabía más detalles, lo que se conservaba en la leyenda es que un carro le había cortado la cabeza al chico, pero cómo, ni modo.
    —Ay, qué horror —dijo Julieta. Y Manuel siguió con que Yasmine se encerró en su casa y se puso a fumar opio y a vaciar botellas. Salía una vez por semana para ir de compras a la Boquería con un muñeco sin cabeza en brazos, y Manuel dijo que el cuello del muñeco estaba hecho de la piel de su hijo muerto.
    —Qué linda historia para terminar la noche —se rio Daniel, pero encendió un cigarrillo, un poco nervioso. La frase había sonado estúpida, incómoda.
    —El edificio donde vivía quedaba por aquí, por eso bautizaron este lugar Madame Yasmine. Pero lo derribaron para construir la Rambla del Raval.
    —La deprimente Rambla del Raval —dijo Daniel.
    —Tío, que por algo le dicen Rambla Triste. Dicen que el niño vaga por aquí todavía, sin cabeza, uno de los muchos niños fantasma de Barcelona…
    —Manuel, por favor, sabés que me hace mal —se enojó Julieta.
    Y entonces Manuel le sonrió a Sofía y le dijo:
    —¿Satisfecha? Tengo más historias, pero tendrás que tomarte un café conmigo, porque aquí la dama no soporta los cuentos de terror.
    Y después, sin esperar respuesta, le preguntó a Daniel por las fechas de las próximas reuniones para retocar un video en el que estaban trabajando y la conversación se desbandó hacia nombres que Sofía no conocía y desencuentros laborales que no le interesaban. Como Julieta también charlaba, pudo quedarse un rato en silencio casi sola, pensando en el cuello de piel muerta. De pronto el bar, con sus cócteles de diseño y ensaladas de dátiles, le pareció horrible y quiso irse. Pero esperó hasta que sus amigos comenzaran a bostezar.
    La noche siguiente, Sofía y Julieta salieron solas. Querían una noche de amigas. Daniel estaba encantado de dejarlas ir, así se podía quedar en el departamento viendo todos los capítulos atrasados de sus series favoritas. Prefería mirar la televisión a salir por la noche de Barcelona, decía, y parecía sincero.
    Cuando Julieta cerró la puerta del edificio, agarró a su amiga del brazo, muy fuerte. No quiero ir a La Concha a ver a las travestis, le dijo. Igual los shows ya no eran como antes, ahora los hacían para despedidas de soltera, y la mitad del tiempo se la pasaban saludando a las futuras casadas. Hasta iban chicos, niños. Era decadente, tristísimo. Ellas, que eran tan espléndidas y feroces antes, era deprimente verlas disfrazadas de Marisa Paredes, haciendo un espectáculo para todo público. No y no. Julieta quería ir a un bar. Quería hablar. Quería contarle cosas que nunca se habría atrevido a decirle ni en los mails ni en las cartas, ni en las escasas conversaciones telefónicas. «La pasé muy mal el año pasado», dijo, y empezó a llorar como lloraba ella, de repente y con lagrimones pesados, contenidos durante mucho tiempo. Sofía la arrastró hasta el primer bar que vio abierto y le ofreció sus pañuelos de papel; el olor flotaba estancado, constante, pero Julieta no parecía notarlo. No era el momento para preguntarle a su amiga si ella también lo percibía.
    Pidieron café. Ninguna de las dos quería tomar alcohol. Julieta pudo hablar cuando estuvo más tranquila. Se había vuelto loca, contó. A lo mejor de tanto pensar en los locos de Barcelona.
    —En esta ciudad siempre hay algún evento, alguna Bienal, alguna reunión de presidentes, los partidos del Barça. Y se llena de helicópteros, vuelan bajo, no sabés qué impresionante.
    Sofía asintió, podía imaginárselo.
    —Y el año pasado con Daniel teníamos ganas de… bueno, yo tenía ganas de quedar embarazada. Estaba muy loca, en serio. Ahora me parece un delirio, criar un hijo, qué desastre, sin dinero. Y además… eso después.
    Julieta miró hacia atrás, como si intuyera una presencia. Suspiró aliviada, y siguió hablando.
    —La cuestión es que el año pasado yo quería tener un hijo a toda costa. Pero cuando empezamos a probar se me ocurrió que los helicópteros venían a buscarme. Que volaban solamente para vigilarme a mí.
    —Ay, Julieta.
    —Ya sé, no me tenés que decir nada, estaba paranoica. Recién el mes pasado dejé de tomar los estabilizadores de humor. Los extraño un poco, pero tengo que aguantar. En fin: creía que me venían a buscar para llevarme a mí y al bebé para experimentos, un delirio ciencia ficción. O para robarme el bebé. Eran, cómo explicarlo, como un comando secuestraniños de la ciudad de Barcelona. Así de importante el tema. Daniel se enteró muy tarde. Trabajaba todo el día en esa época, ya no me acuerdo ni qué estaba haciendo, un video importante. Yo me escondía de los helicópteros debajo de la cama. O me hacía carpas con las sábanas. No quería salir a la calle. Daniel me encontró escondida una vez y, bueno, me llevó al psiquiatra. Se asustó mucho el pobre.
    —¿Quedaste embarazada?
    —No. Raro, porque no nos cuidamos como seis meses. A lo mejor alguno de los dos no puede tener hijos. Igual cuando empecé el tratamiento tuve que parar de intentarlo, porque las pastillas están contraindicadas con el embarazo. Además me di cuenta de que las ganas de tener hijos eran parte de la locura.
    Julieta le dio el último sorbo al café y bajó la voz.
    —No hay que tener hijos en Barcelona. ¿Viste lo que nos contó Manuel anoche? No hay que tener hijos acá.
    —¿Qué cosa?
    —¡Eso! ¿Te pensás que ese bebé de la Yasmine es el único nene así que anda por Barcelona? Manuel te lo dijo.
    Los ojos de Julieta estaban completamente opacos, y la sonrisa se le había congelado con una rigidez que estaba en el extremo opuesto de la alegría. Sofía pensó que su amiga seguía loca, que tenía que hablar con Daniel ni bien volvieran al departamento. Julieta le tomó la mano por encima de la mesa. Tenía los dedos fríos, y temblaba.
    —Vos ya te diste cuenta —le dijo.
    —De qué, Juli, por Dios.
    —Vos ya sentiste el olor. El olor de los chicos. Te vi frunciendo la nariz.
    Sofía tembló. Julieta le dijo que tenía que saber todo. Le contó que cuando Daniel y ella llegaron al Raval en 1997 el barrio estaba alteradísimo. La red de pedofilia más importante de Europa tenía uno de sus tentáculos principales ahí, y se hablaba de niños fotografiados en habitaciones, entregados por sus madres prostitutas, dejados en manos del pedófilo Xavier Tamarit Tamarit por mujeres pobres. Niños que los pedófilos iban a cazar a Plaza Negra. Se desmontó un asilo, no se sabía quiénes eran los niños; los curas y las monjas rompieron las fichas. Navajeros, estaban de cola, bandas de niños sin escolarizar. Uno de los niños apestaba, apestaba porque su propia y única ropa le servía de colchón. Ese chico anda por toda la ciudad, llena de olor la ciudad, para que no se olviden de él. Dicen que los asistentes sociales no le podían sacar la ropa porque la tenía pegada al cuerpo, por la mugre. Dicen que tenía piojos pero también gusanos blancos en el cuero cabelludo, y llagas debajo de los brazos, por la mugre; nunca lo habían bañado, un animalito, de miedo se hacía caca encima y no se limpiaba. Es el nene que más gente ve, el fantasma popular, el que te toca con sus manos negras, el que te deja la campera colgada de la silla en los bares llena de olor a carne muerta cuando la roza. Niños que se caían de balcones, dejados allí por madres yonquis. Que se colgaban las llaves del cuello a los tres, cuatro años. Que mataban a taxistas y morían de sobredosis, estaban de cola, iban solo por la pasta. Les dieron cuarenta mil pesetas para que dejaran los pisos. Era el barrio más poblado a nivel mundial, detrás de uno de Calcuta. Las casas se caían, no había luz, el que tenía cuarto de baño era un afortunado, no había agua corriente. Erradicar físicamente el Barrio Chino. Operación Illa Negra: calles Nou, Sant Ramon, Marquès de Barberà. Un graffiti decía «acumulando rabia». El caso del Raval fue una criminalización del movimiento vecinal por los responsables de la reforma de Ciutat Vella. Tamarit no es agresivo, mi exploración con el paciente demuestra que tiene capacidad de inhibición, justifica su pedofilia pero ha recibido tratamiento de castración química para bajar los niveles de su libido, disminución anatómica del tamaño del pene, retracción, fibrosis, estenosis uretral, varias operaciones .
    El caso había sido una emboscada, le explicó Julieta, un fraude. Se usó para echar a un montón de gente, para limpiar el barrio. Unos eran de un partido vecinal, otros de otro, no lo entendía muy bien, pero eran problemas de la Generalitat, de la Intendencia, argentinizó, para que Sofía entendiera. Un caso político.
    Pero nadie hablaba ya del caso del Raval. ¿Y por qué? Julieta lo sabía. Porque si se volvía a hablar, había que hablar de los chicos. No de los chicos violados, porque aparentemente no había habido chicos violados, puro chantaje. De los otros chicos. Los que no están vivos.
    —Hay uno que camina siempre por Tallers diciendo: «Lo juro por mis muertos». Yo pensé que era de verdad, al principio, pero no, porque siempre camina a la misma hora y no lo ve todo el mundo. Terrible guacho, esa es una calle preciosa, con todas las disquerías… A veces no me animo a ir. Además está fuera de su territorio, eso es el Gótico.
    —Nena, tendrías que…
    —No me trates de loca . En esta ciudad todo el mundo lo sabe y se hacen los idiotas. Pero vos ya te diste cuenta, te lo veo en la cara. ¿A cuál viste?
    Sofía miró la taza de café, ya helado. Después levantó la mirada, y recorrió las otras mesas. Dos altísimos escandinavos tomaban cerveza al lado, hablando un extraño idioma lleno de aes. En la máquina de cigarrillos, dos catalanes metían monedas en la ranura. En las paredes, anuncios de shows en el Sidecar, muestras en el Museo de Arte Contemporáneo. Los ingleses cimentaban su mala fama gritando por la calle, quizá cantando algún clásico que no podía distinguirse en las voces borrachas. Parecía normal, una ciudad con bares exclusivos, como aquel donde solo se servían jugos de fruta natural y licuados, con tiendas de ropa de diseño, con turistas maravillados por la arquitectura modernista y chicas que disfrutaban del mar en la Barceloneta. Sofía tenía miedo de estar sugestionada, de dejarse llevar por la paranoia de su amiga que venía a confirmar su incomodidad. ¿Y si la aprehensión tenía que ver nada más que con una antipatía profunda por la orgullosa Barcelona? ¿Si era una fobia de turista provinciana? Había decidido callarse cuando el olor le inundó la nariz como un picante, como menta fuerte, haciéndole llorar los ojos; un olor claramente palpable, negro, de cripta.
    —Yo no vi nada —dijo Sofía. Decía la verdad. Pero le creía. Creía que pronto iba a ver.
    Julieta pareció decepcionada, asustada. Pero su amiga la tranquilizó apretándole la mano, y continuó:
    —Pero olí. Huelo.
    Sofía tuvo arcadas. Las reprimió respirando hondo, y usó la servilleta para obturar, un poco, el olor.
    —¿Oliste dónde? —murmuró Julieta.
    —En todas partes. Ahora.
    —¿Sabés lo que hacen? No te dejan salir.
    —¿Qué cosa?
    —Los chicos no te dejan salir. No podemos irnos del Raval. Los chicos fueron infelices, no quieren que nadie se vaya, quieren hacerte sufrir. Te chupan. Cuando querés irte, te hacen perder el pasaporte. O perdés el avión. O choca el taxi que va al aeropuerto. O te ofrecen un trabajo al que no podés negarte porque es mucha plata. Son como esos duendes de los cuentos, los que cambian cosas de lugar en la casa a la noche, pero mucho peores. Todos los que dicen que no se quieren ir del Raval mienten. No pueden salir. Y aprenden a soportar todo.
    Sofía cerró los ojos. Creyó escuchar los pasos veloces de chicos corriendo descalzos por los departamentos reciclados del Raval, y se imaginó a un niño con su ropa mugrienta que le servía de colchón, tan enojado, tan infeliz. Casi pudo verle la boca sin dientes y la miseria vieja. No quería verlo de verdad, sentado en alguno de los umbrales de Escudellers, ocupando la vieja manta de un yonqui. No quería ver la ronda nocturna que armaba con sus amigos en Plaza Negra.
    —Te vas mañana —le dijo Julieta, ahora seria, y protectora—. Cambiamos el pasaje. Yo te ayudo. Vos estás de visita. A los visitantes no los pueden atrapar.
    Y después, siguiendo las luces de un helicóptero que atravesaba el cielo, hacia el norte, murmuró:
    —Volvé a casa. Dejanos solos. Y no te preocupes. Nos vamos a escapar algún día. Pronto.

miércoles, 20 de enero de 2021

DEL ODIO A...

Está sentada en el sillón al lado de la cabecera de la cama, leyendo, siempre esta leyendo, lo hace desde que era una niña, no se como tiene ese interés, yo no he leído un libro en mi vida; pero me gusta que ella lo haga, porque eso es lo que hacen las señoras y yo siempre he querido que ella lo sea, no como la zoquete de su madre.

Trato de dormir pero no me atrevo; he interrumpido su lectura para preguntarle si sabe cuándo va a llegar la muerte; me ha dicho que no piense cosas tan extrañas. Yo se que no es una ocurrencia tan extraña; después de la operación me han tenido dos días aislado en la sala que llaman UCI, donde están los casos más graves; esta mañana me han trasladado a esta habitación y por eso es por lo que ella se ha quedado esta noche conmigo; lo que quiere decir que estoy grave. Las dos semanas que llevo aquí en el hospital, me han dejado solo todas las noches; por la mañana mi hija traía a mi mujer que se quedaba todo el día conmigo hasta el atardecer que volvía a recogerla.

Me siento mas tranquilo porque mi hija esté conmigo esta noche, a pesar de que sé que le fastidia. Siempre me ha odiado, pero yo confío en ella, tiene mucho carácter. He vuelto a preguntarle si sabe cuándo va a llegar la muerte; no sé si porque la he sacado de la lectura, me ha dicho que no diga tonterías y me duerma; yo creo que no son tonterías, tengo miedo de dormirme y no despertar. Ella me odia porque piensa que he tratado mal a su madre; siempre ha tomado partido por mi mujer, desde niña. Pero hay que ponerse un poco en mi lugar; que hombre sería yo si no me impusiera y la tratara con mano dura; porque eso es lo que hacen los hombres de verdad; además, mi mujer es una pueblerina. Me casé con ella a pesar de que es siete años mayor que yo, porque me dijeron que era una rica heredera y resultó que no; como puedo ser bueno con ella si sé que también me odia, bueno eso es algo que no me importa; tengo todas las mujeres que quiero y cuando quiero, como bien sabe ella, y al fin y al cabo el odio nos alimenta y nos une con fuerza.

Sigo sin poder dormir, ha entrado la monja enfermera para dar las buenas noches, no entiendo a esas mujeres que se casan con un dios que no existe, pero es muy simpática conmigo. También le he preguntado si puede decirme cuándo va a llegar la muerte, se ha reído, me ha dado unas palma-ditas en la mano y me ha dicho que soy muy gracioso, pero que eso, solo Dios lo sabe.

Ha pasado un rato y sigo despierto, le he pedido perdón a mi hija por interrumpir su lectura y le he dicho que por favor salga fuera y le pregunte a la muerte cuándo va a llegar; ha vuelto a decirme que me duerma de una vez y deje de pensar en esas cosas, que ademas nadie conoce. Pero pienso que ella que es valiente y lee mucho tiene que saberlo, pero no me lo quiere decir, sé que me odia. Cuando tenia siete años se puso delante de mí y me dijo que si volvía a pegarle a su madre tendría que vérmelas con ella, me impresionó tanto que ya no volví a pegarle. La muy bruja de mi mujer se refugio siempre detrás de ella y la utilizó de escudo pero yo a mi hija jamas le puse la mano encima. Una vez ella me preguntó qué me parecería si su marido le hiciera lo que yo le hago a su madre, lo pensé, lo tumbaría, practique boxeo en mi juventud. Pero la verdad es que un hombre es un hombre y ha de portarse como tal, menos con mi hija, eso si que no. 

Esta vez se lo he dicho con mucho cuidado para que no se enfadara; he vuelto a pedirle que fuera a informarse porque necesito saber cuándo va a venir la muerte. Ha cerrado el libro se ha levantado y me ha mirado detenidamente, como nunca lo había hecho, que yo recuerde, porque siempre ha estado tensa y distante conmigo. En su cara había pena. Me ha ordenado la cama y finalmente me ha dicho; no te preocupes por eso, me he quedado esta noche aquí contigo para no dejarla entrar si viene. Eso es lo que yo necesitaba saber, sé qué lo hará, es fuerte, estoy seguro de que no la dejara entrar. Ya puedo dormir porque, además, tengo la sensación que ha dejado de odiarme. Ella ha vuelto a sentarse y ha apagado la luz. 


Pepa Lopez Albelda




martes, 19 de enero de 2021

 

COAGULACIÓN

Un hilo de sangre me empezó a teñir de rosa la espuma blanca. El inoportuno grano de la mejilla había sido guillotinado por la cuchilla causándome una abundante hemorragia al afeitarme. Por si fuera poco sonó el teléfono al mismo tiempo que aplicaba un apósito de papel del culo para conseguir coagular la sangrante heridita —parece mentira lo que sangra una pequeña herida en la cara—. Era Juan, que, como todo el mundo, me odia. Yo disfruto de ser odioso, así que, aunque la procesión vaya por dentro, a mal tiempo buena cara y que se jodan. Pues sí, últimamente estoy mal pero a mí no me lo va a notar ni dios.  A todos les molesta mi sonrisa y si quieren caldo les voy a dar dos tazas. Si yo sufro vosotros vais a sufrir porque sé que todos envidian la alegría de vivir y yo soy un gran actor en el teatrillo este de la vida. Logro descolgar el teléfono manchándolo de sangre y Juan me suelta, sin saludarme, que tenemos que hablar, cuando le digo que ya estamos hablando, me dice, con una subida de la presión sistólica —que detecto vía satélite—, que tenemos que quedar. Yo, con mi sincero cinismo dañino, le pregunto si sus ganas de quedar son por motivos de amor o de dinero. El odio viaja por el espacio y a mí se me está haciendo tarde para ir a trabajar. Cuando me dice que tiene ganas de verme, y que sólo es para tomar café, el mundo se me cae encima —mira que si me deja de odiar éste, que putada—. Quedamos a las cinco en una terraza de La Alameda.

Desayuno mientras las ondas de radio esparcen el odio de la actualidad, dependiendo de la cadena de radio el odio es más irónico o menos, a veces me gusta la cadena de radio más odiosa y hoy es un día de esos. Como odio desayunar siempre lo mismo, me digo mientras doy sorbos a mi puto café con leche. La cafeína consigue hacerme salir de las ensoñaciones y olvidarme del sangrado accidental; recuerdo lo que leí en un libro de autoayuda: «Debemos considerar el odio como un fenómeno de autoconservación. Aquello que nuestro yo considera hostil o peligroso, se convierte en objeto de odio. En el odio, el sentido de personalidad lucha por su derecho a la existencia. El odio es una reacción del sentimiento del ego»; «Los hermanos son los malignos rivales de los objetos de amor que representan los padres». Vuelvo en mí y al mirar el reloj de la cocina caigo en la cuenta de que tengo que salir pitando. Mientras avanzo por el pasillo me acuerdo que he quedado con Juan y comienzo a elaborar mentalmente como quiero que me vea: me pondré mi mejor traje —quiero que me vea hecho un pincel—. Antes de salir me miro al espejo del recibidor y pienso en todo el odio que voy a despertar. El viejo ascensor chirría y baja tan despacito que me empiezo a desesperar por dar la primera calada del día. Al pasar por el segundo piso aún me da tiempo de recordar esa peli de Robert Mitchum en la que lleva tatuado en los dedos de una mano “hate” y en los de la otra “love”.  Con la primera dosis de nicotina entrando en mi sangre salgo a la calle y, como llevo muy mal madrugar, odio a los de los perritos, a los ensimismados, a los que caminan lento, a los que caminan rápido. Los odio a todos sin motivos de raza, género, religión, política, tendencia sexual y ni siquiera por el equipo de fútbol del que sean forofos. Al mismo tiempo (cuando no puedo evitar que mi mirada tropiece con la de alguna persona) soy consciente de que también les tengo cierta estima de especie común, al fin y al cabo somos todos gente asustada. Con la mierda de pensamientos que voy rumiando casi pierdo el único taxi libre que venía por San Vicente. El taxista lleva puesta la cadena de radio más odiosa del país —Por todos Losantos que forma tan genuina de odiar tiene este locutor—. Sin apenas darme cuenta me oigo decirle al taxista — ¿Que tal el día?—, nada más salir mis palabras de la boca me entran unas ganas tremendas de volvérmelas a tragar, pero eso ya es imposible. El hombre me cuenta con voz temblorosa y los ojos vidriosos que acaba de presenciar un atropello: “pobre hombre, disfrazado de budista, con su túnica naranja y su fular granate y con esa cabeza tan bien rapada, como la de un bebé, ha quedado atrapado bajo las ruedas del autobús; cuando he bajado corriendo a socorrerle ya no le quedaba vida; aún así, con la mirada más limpia que vi jamás, me ha dicho: “Todo tiene arreglo, menos la muerte”…Te amo. Anda que menuda ocurrencia hablar con el taxista, lo que me faltaba, si me lo tengo dicho joder, nunca hables con los taxistas. El caso es que le doy ánimos al hombre por el mal trago, y le digo que me deje antes de llegar a mi destino, necesito dar un paseo para apaciguar este cruento día.

 Cuando llego al trabajo el odio y las preocupaciones se evaporan, yo no me explico cómo puede vivir la gente sin trabajar. Debe ser horrible estar todo el día odiando y yo en mi tiempo libre sólo pienso en odiar y en provocar odio. A lo mejor tiene razón Juan y tengo que leer más. Las horas han pasado volando y el estomago empieza a demandar lo suyo. A la segunda cerveza en la pizzería de abajo del despacho siento como se flexibiliza mi cerebro; cuando devoro los estupendos canelones que prepara Gabriela todo mi corazón se vuelve afectuoso — es que yo soy muy bueno—. “Pietro dile a tu señora que la quiero y que prepara los mejores canelones del mundo y ponme un café”. Al traerme la cuenta sólo siento amor por la gente, por la vida, por mi ciudad, por las montañas y por el mar. Y porque no tengo perro, que si lo tuviera seguro que también sentiría amor por él ahora.   Enfilo Conde Altea hacia el Río y puedo ir a paso lento, disfrutando de la vida y de la opulencia de este barrio, tengo una hora para llegar a mi cita con Juan en La Alameda: ¡Ay Juanito, Juanito cuanto me cuestas de criar con tu tontería! Este chico no se da cuenta de que lo único objetivo del mundo es el dinero. Mientras estos pensamientos me recorren el alma casi me arrepiento de haberme puesto mi Armani para que Juan me odie un poquito más de lo habitual. Cuando llego al Puente de Las Flores me asombra comprobar que la voluntad es capaz de decirle a las piernas hacia dónde tienen que avanzar: una pierna delante y luego la otra y el espacio se desliza bajo mis pies, cuarenta minutos me ha costado llegar hasta aquí, todavía me quedan veinte minutos para ver a Juan y saber por qué tiene tantas ganas de verme. Me pongo a pensar que el odio viene de la voluntad de placer y que el amor, en cambio, viene de la voluntad de sumisión. Creo que este último calor septembrino del verano me está disolviendo el cerebro y me están haciendo efecto los libros del puto Paulo Cohelo. Los muros del campo de fútbol del Mestalla me devuelven a la realidad: el dinero es lo único objetivo, todo lo demás abstracción y subjetividad. Amunt València, joder como odio a los equipos que tienen más dinero que el Valencia —así cualquiera gana la liga—. El odio siempre viene del miedo y de la competición, el amor siempre está “fuera de concurso”. Odiarás al Real Madrid por encima de todas las cosas, claro que sí. Al llegar a la terraza dónde he quedado con mi hermano no lo veo. Oigo a un pelado con túnica naranja sentado en la terraza que me llama por mi nombre: “Paco, Paco”. Ostias, pero si es el Juanito, me digo perplejo ante la ida de bola de Juan. Pero qué coño haces disfrazado de budista, le digo mientras le doy un abrazo extrañamente frío, como etéreo. Él sólo me dice: “Todo tiene arreglo menos la muerte”…Te amo. Vale tío voy a pedir los cafés y ahora hablamos de Filosofía, de Paz y del Amor, le digo mientras me levanto porque allí no hay nadie sirviendo y me toca entrar al bar a pedir. Cuando llego a la barra recuerdo la tragedia que me contó el taxista por la mañana y me digo: “Puta madre que putas casualidades pasan en la puta tierra”, esto se lo tendría que contar al Iker Jiménez y me forro.  Le pido un carajillo al Juan, a ver si se espabila con unas gotas de coñac, yo me decido por un gin tonic cargadito que me va a hacer falta. Hoy no quiero que me odie, sólo quiero que me quiera, e igual le suelto todos mis problemas con mi mujer y mis hijos por culpa de mis adicciones. Cuando salgo Juan no está dónde lo dejé y pienso que habrá ido a mear. El camarero saca las consumiciones y le pregunto si ha visto a un monje budista entrar al cuarto de baño, cuando me responde que no me extraña porque vestido como va se hace de notar. La ginebra hace su efecto y me hace perder el miedo a dar lástima; estoy decidido a contarle a mi hermano que hace dos meses que no veo a mi mujer y mis hijos y que estoy cayendo a un pozo sin fondo. Mientras tarareo “All you need is love” una lágrima resbala por la mejilla dónde esta mañana corría sangre. Le doy el último sorbo a mi combinado y al tocar el carajillo de Juan y comprobar que ya está frío me pregunto qué coño estará haciendo este tío en el cuarto de baño. Una llamada entrante de Luisa, mi hermana, me hace dudar de mis decisiones, sólo con ver su nombre en la pantalla del móvil vuelvo a sentir todas las ganas del mundo de ser odiado a más no poder. Que pasa hermana —le digo—, con la voz quebrada y a trompicones me cuenta que lleva todo el día rechazando una llamada, y que cuando ha respondido era la policía diciendo que Juan Prieto Galán había fallecido en un accidente de tráfico esta mañana temprano y que era ella el único familiar del que habían conseguido el número de teléfono. Me dice que la han hecho ir a la morgue a reconocer el cadáver y yo le corto diciéndole que se tranquilice que Juan está conmigo. Con un hilo de voz me dice que me está llamando al lado del cuerpo de Juan y que ahora mismo me manda una foto por WhatsApp y cuelga sin más.  Al ver la foto de mi hermano muerto vestido de monje budista me odio a mí mismo como jamás odié a nada ni a nadie, con más saña de la que nadie pudo odiarme en mi vida.

 

Javier Bisbal.

César. Odio.

Paseaba arriba y abajo, me sentaba y me levantaba. Hablaba, gemía, chillaba, nadie me escuchaba. Miraba el teléfono, tarde o temprano me llamaría. El sonido de las sirenas no me molestaba. Su corbata seguía ahí plantada, en el pomo de la puerta, donde siempre, esperando a sentir mi cuello una vez más. Su mera visión reactivaba mis sudores fríos, que se mezclaban con mis sofocos en un eterno baile hormonal. No quería que llamara, o quizá sí. 

- Hola Mamá. - Llegó María, perfecta, como siempre. La puerta del congelador la ocultó unos segundos. Saludé con normalidad, con suavidad incluso. Ella ni me miró, aproveché para esconder el móvil en el cajón. Buscaba en los estantes más altos, en los del curri picante y la nuez moscada. Me observó sin mirarme. 


El filo de los cuchillos recién afilados tintineando contra el móvil resonó en mis circunvoluciones. Abrí el cajón y lo cerré al instante, no había nadie a mi alrededor. María había desaparecido dejando el aroma trufado de las tortitas de trigo tras de sí. Aquel ataúd de madera blanca comenzó moverse por sus rieles hacia mí, casi pude ver la luz en él. Respiré profundo, solté el aire en tres segundos y cogí el móvil sin mirar. “Llamada entrante: Peter”. Gota a gota mis lágrimas rojas ocultaron su nombre. Arrojé el móvil a la pila y lo inundé. - María ven aquí ahora mismo. - Me envolví la mano con un paño y cogí la corbata, hoy iba a cambiar la piel que acariciaría.


lunes, 11 de enero de 2021

UNA PIERNA, UN OLOR

Estoy aquí sentado mirando el partido mientras espero que Pedro acabe de jugar. Le veo moverse entre los jugadores como lo haria un caballo en libertad en medio de la manada; se desliza entre sus compañeros y consigue que estos apenas le rocen; empuja el balón sorteando el bosque de piernas que quiere arrebatárselo, para alcanzar un gol. Él es el mejor; con seguridad se convertirá en un jugador importante. Me gusta tanto mirarlo que olvido mi envidia.

Desde siempre hemos jugado juntos, los inseparables nos llamaban todos, también en el equipo. Yo era mejor jugador que él y todo lo que sabe se lo enseñe; sigue atendiendo mis instrucciones, bueno, mis consejos mas bien, porque él ya me ha superado. Ahora es él el que tiene que enseñarme con mucha paciencia, y la verdad es que la tiene, para poder jugar otra vez, con las limitaciones que la pierna nueva me crea.

Recuerdo el día en que todo acabo y todo empezó; como siempre, lo bueno y lo malo se suceden y se alternan. Estábamos dormitando debajo de la higuera del huerto de mi abuelo, esperando que bajara el calor. A los dos nos gusta ese árbol y sus higos, a mí también me gusta su olor. Mi abuela dice que algunos pueblos primitivos le llaman el árbol de la vida. Allí fue la primera vez que nos dimos gusto el uno al otro, y después del ultimo suspiro, lo que quedó en mi mano era como la sabia blanca del higo cuando lo arrancas de la rama.

El sol estaba ya bajo, y nosotros con la euforia en el cuerpo, nos fuimos a correr para entrenar. Yo siempre iba delante, esa vez él estaba a mi altura. Llevaba días sintiendo un pequeño dolor en la pierna derecha, pero no le hice caso; de pronto el dolor fue tan intenso que caí al suelo casi inconsciente; Pedro me ayudo a levantarme pero mi pierna no me sostenía; cojeando y apoyándome en él llegamos a casa de mis abuelos, y desde allí, una ambulancia me traslado al hospital. 

Pasaron semanas de interminables pruebas. Odio los hospitales y el denso olor del aire siempre encerrado que tienen. La doctora que venia casi todos los días a verme era una mujer amable, joven y guapa que olía a flores cortadas hacia mucho; nos dijo al fin que tenían que amputar la pierna desde la rodilla. Mis padres quedaron horrorizados sobre todo mi madre; yo también, mis sueños quedaban rotos.

Después de algunos meses; me colocaron una pierna con la que me siento un robot; con ella estoy aprendiendo a vivir de otra manera; Pedro me ayuda, me está enseñando a utilizar la izquierda que sigue siendo la mía, para darle al balón; cuando corremos casi voy a su altura aunque sospecho que se retiene para que no me desanime.

Se ha acabado el partido, ha ganado el equipo de Pedro gracias a él y ya viene hacia mi; cierro los ojos porque quiero sentir intensamente su olor. Un olor que podría reconocer con los ojos cerrados en medio de la multitud. Quisiera recoger gota agota de su sudor y guardarlo en un frasco de perfume, lo llamaría AMIGO; y cuando él tenga que seguir su camino y tendrá que hacerlo inevitablemente, al olerlo dejaría de sentirme solo.

Sigo con los ojos cerrados y por el olor se que se ha sentado a mi lado; y la vibración de mi ortopédica pierna indica que él la esta acariciando; dice, tío, la verdad es que es bonita; siento su mano a través de mis ojos cuando la miro. Él me sonríe y dice, descanso un poco y nos vamos a jugar. 

Pepa López Albelda



Y otro relato de personaje un poco más largo por si Jim os ha sabido a poco: Bartleby, el escribiente, de Melville

 Aquí el enlace al relato:

https://www.biblioteca.org.ar/libros/153234.pdf

“Querrás saber por qué no estoy en casa y por qué no he llamado para avisar de que me iba. Esta noche se me ha aparecido la Virgen y me ha d...