miércoles, 28 de abril de 2021

DURANTE UN PASEO 

Llevaban más tiempo de su vida juntos que separados, cincuenta años para ser exactos. Consideraban una suerte haber conseguido darse uno al otro felicidad. Haber criado y educado tres hijos, todos ellos ya casados, y nietos que les permitían disfrutar de ser abuelos sin grandes sacrificios. La pandemia que estaba asolando el mundo, les tenía restringidas las relaciones sociales, familiares y otras distracciones como viajar. Un largo paseo era la única salida que podían hacer cada día. En la casa ya estaba todo en orden: la cocina después del desayuno, tarea de él; lavadoras y comidas trabajo de ella; de la limpieza a fondo, se encargaba un día a la semana la asistenta. Por lo tanto era el momento de salir, como cada mañana, a caminar los ocho kilómetros para seguir manteniéndose en forma.

-¿Qué dirección tomamos hoy? -dijo él, mientras se ponía la cazadora. 

-Me gustaría ir al paseo marítimo para ver la escultura, de la que nos habló mi sobrina; la han colocado junto a las banderas. 

-Vale, hoy es un buen día porque está nublado y es laborable, habrá poca gente

-No parece que vaya a llover -dijo ella cerrando la cremallera de su gabardina, mientras entraban en el ascensor.

-Podemos ir por las avenidas que atraviesan la universidad, hoy estará abierta la verja.

Caminaron un tiempo con las manos entrelazadas como solían; cada uno con sus pensamientos.

-Hoy también me entristece ver los árboles llenos de ramas secas, nadie está dispuesto a quitárselas – dijo ella dando voz a su pensamiento.

-Ya... todos los días lo dices.

-De todas las ciudades que hemos visitado, esta me parece la más descuidada; !mira cuánta suciedad, esos papeles y plásticos llevan ahí meses!

-Es algo endémico de esta ciudad, no importa quién la gobierne -dijo él- Parece que es bastante común en los países mediterráneos; acuérdate de Sicilia.

-Si...

Llegados al marítimo se detuvieron a contemplar el mar; gris como el cielo; solo un grupo grande de gaviotas, daban puntos de luz y movimiento a la ancha franja de arena. Y por el agua...

-!Qué rápido se desliza ese catamarán, que envidia! -dijo él.

-Si, como el que tuviste tú.

-Y en el que nunca conseguí que vinieras conmigo.

-Soy de tierra adentro; me intimida la profundidad del mar.

Siguieron caminando hacia la escollera y se cruzaron con pocos paseantes. Una ciudad donde los días de sol son habituales, incluso en invierno, uno nublado aleja a la gente. Él se ajustó bien la bufanda, volvió a cogerla de la mano, se la estrechó suavemente y dijo.

-Por cierto, ayer volviste a recordar lo sola que te sentiste, cuando los niños eran pequeños.

-Sí...

-Vuelves a ello una y otra vez.

-Porque en lo hondo de mí, aún duele.

Él se detuvo, brevemente, la miró y, dijo.

-Necesitaba hacer lo que hice...

Ella apoyó levemente la cabeza en el hombro de él y tiró ligeramente de su mano para continuar caminando, mientras decía.

-Lo se..., pero el tiempo y la distancia le van dando matices; necesito recordar ese sentimiento, para encontrarle sentido. Como ya hemos hablado otras veces de ello; me gusta aquello que decía Kevin, “la vida adquiere sentido en su forma narrada”. -y buscó la complicidad en la mirada de él. Éste señaló con la mano libre. 

-Mira ahí está la escultura, !es grande, por lo menos cuatro veces el tamaño natural de un hombre!

Llegaron al lado de la figura, y se detuvieron a contemplarla, luego, soltó ella su mano y dijo señalando uno de los bancos cercanos.

-Vale ¿te sientas y me esperas? Ya sabes que me tomo tiempo para comprender estas cosas.

Mientras ella daba vueltas, lentamente, al rededor de la escultura; él observaba a una y a la otra. Finalmente ella se sentó a su lado y durante unos minutos guardaron silencio, luego él dijo:

-¿Ya...? 

-Si, ¿ te gusta? - dijo ella

-Mucho, aunque no sepa lo que dice.

Ella le miró, sonrió, y con un gesto de la mano que abarcaba la escultura, dijo:

-Es magnifica, el artista encontró los elementos precisos para decir lo que quería. 

-Y...¿Cuales son? -dijo él.

-Mira: apoya la cabeza y la punta de los pies en el suelo, el resto del cuerpo esta en tensión formando un arco. Tiene la manos abiertas en actitud de acoger, sujetar o implorar. Las facciones del rosto son de un hombre oriental; el gesto es de éxtasis, los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta. Está semidesnudo y el autor lo ha titulado,  El hombre de arena.

Quedan en silencio, luego, él abriendo sus manos , interrogando.

-Y... ¿que resultado sale con todos esos datos? Preguntó

-Ja... !no te burles!.

-Sabes que no.

-La arena es la tierra mas pobre, necesita muchos cuidados y humedad para ser fértil. El gesto del cuerpo y de las manos están esperando recibir. Hoy es un día a propósito para entenderla, está pidiendo a esas nubes - dijo señalando el cielo- que le den lo que ellas llevan. Es la relación interna del universo, de los seres y las cosas; la que le ha dado al artista el concepto para crearla.

Siguen un tiempo sentados en silencio, mirando el entorno.

-¿Hechas de menos seguir trabajando la escultura? -dijo él.

De ella emanó una risa imprecisa; se levantó despacio, le alargó la mano para invitarle a levantarse, y dijo:

-Ya... elegí. ¿Volvemos?.

El se levantó y emprendieron el camino cogidos de la mano.

-¿Que te apetece comer hoy? -dijo ella.

-Lo que quieras. 

-Siempre dices lo mismo. 

-Siempre me gusta lo que me das.

-Vale... pero a veces, quiero ahorrarme el trabajo de pensarlo. 

Pepa Lopez

martes, 27 de abril de 2021

 

LOS OJOS AZULES DE LOS CANGREJOS

La muerte  existe, lo descubrí desde muy pequeña, un ataúd de casita de juguetes  con cuatro ángeles transportándola hacia  la muerte, su vestido blanco, sus ojos azules, ojos azules de mi padre, ojos azules de ella envuelta en ese ridículo traje blanco, para morirse -pienso -no se necesita nada, solo decir adiós a tu alma.

Alma de cangrejos, un rastro en la arena, los cangrejos tienen alma no lo sé…

Que importa, soy…solo 5 años, solo veo un ataúd blanco, cuatro ángeles y cuatro aros, yo juego con los aros, a ella los aros la atrapan, le  atrapa la muerte, la miro, sus ojos azules, los de mi padre, los ojos azules que me persiguen como águilas hambrientas de dolor.

Soy niña a ella le hubiera gustado venir a coger cangrejos con nosotros, las dunas , los arboles estremeciéndose en las raíces de la arena, la arena de madrugada sin rastro de pensamientos, nada existe , ningún pensamiento ha despertado, las nubes son anaranjadas como tu piel, aún no estás morada, la vida sigue en mí, eres lo que no he conocido, los cangrejos bajan a un nivel de la arena donde yo tampoco los puedo ver, quiero ir a ti, sus ojos azules la de nuestro padre me cogen de la mano, su mirada azul me sonríe, los ojos azules solo existen en ti y en él, el vuelve a mí con ojos de lágrimas tatuadas, el me besa la frente, soy pequeña tu eres mi muñeca, te levanto las faldas en tu cartón de cristal, no entiendo, dejarme jugar os digo, eres tú y yo, estoy a tu lado, pero los ojos azules me llevan a un olivo , me explica lo que no recuerdo, solo vuestros ojos azules, el viento, y cuatro ángeles.

Inma Lopez

 

             NIRVANA. (Más vale lápiz corto que memoria larga)

 

¿Cuántos lapiceros hacen falta, para no pasar por este mundo sin dar testimonio de lo que me ha pasado, para que mi existencia no desaparezca como el agua de la lluvia desaparece por la alcantarilla? Me gustaría recordar quién era Yo antes de nacer. Alcanzar a comprender que nada de la nada viene, y que algo había antes de que Yo me comenzara a edificar en lo que soy hoy (edificado a base de recuerdos y de ensayo-corrección;  considero que nada es un error). Lo que no me gustaría nada es recordar todas mis vidas anteriores y alcanzar la Iluminación. Creo que me gusta mucho la vida, todavía, para alcanzar el Nirvana: estoy a gusto en el Samsāra.

A veces me hago preguntas y casi siempre no hallo respuestas. No sé de dónde vengo ni adónde voy. De hecho muchas veces abro la nevera y meto las tijeras u otros objetos, cuando en realidad iba a por una cerveza. Cuando cierro la nevera caigo en la cuenta de que he metido el cortaúñas —me estaba haciendo la manicura cuando me ha entrado sed— y no recuerdo lo que iba a coger. Ayer mismo entré en la panadería y cuando la dependienta me dijo: “Buenos días ¿Qué le pongo?”, le pregunté si hacían copias de llaves; cuando explotó en una carcajada diabólica le pedí tres panes de a cuarto y un paquete de rosquilletas —no entiendo que le hiciera tanta gracia mi despiste—. A la media hora recuerdo que había ido a la nevera a por una cerveza, pero ya me he quitado la sed con agua.

Lo mío debe de ser un caso grave, porque mi primer recuerdo tiene más de treinta años cumplidos. Los recuerdos están hechos de un material parecido a las nubes: unos días está nublado y otros hace un sol que no te deja pararte a construir un pasado que no existe. El caso es que ahora vengo de coger una cerveza —esta vez he ido al grano — y  me pongo a bebérmela con ansiedad por ponerme a escribir (me la voy a beber por la boca, no os penséis que mis despistes me hacen beber por un ojo). Al segundo trago, y hoy está muy nublado, me pongo a pensar en mi primer recuerdo —me lo ha pedido el psiquiatra que me está psicoanalizando—.

(Que no me entere Yo de que alguien se ríe con mis despistes, no tiene ninguna gracia, esto le pasa a cualquiera; lo que pasa es que Yo soy valiente y sincero y lo cuento todo. La gente siempre está a la defensiva y no reconoce que nadie es perfecto, bueno sí, en Con faldas y a lo loco sí que lo hacen al final de la peli: es lo que tiene el amor, que ve la perfección en lo imperfecto).

Es media tarde y está nublado —como ya dije hace un rato—. En la ciudad mediterránea donde vivo la humedad estival se acrecienta con los días nublados: las manos me sudan, la frente me suda, los sobacos me sudan, la espalda me suda, los pies me sudan, el cerebro me suda recuerdos…He comido paella y me he acabado la botella de vino. Aunque soy valiente y sincero, lo de la mistela me lo callaré.

Voy a economizar lapicero y voy a dejar de divagar, porque si no acabaré contando cuando me caí de la bicicleta y me erosioné la rodilla —como cuando cuento que meto el cortaúñas en la nevera—. Así es que dormía yo hace más de treinta años y empecé a escuchar un ruido acompasado: “ñic, ñac, ñic ñac…,….,…,…” y así todo el rato. Mis padres dormían en la habitación contigua, que estaba comunicada con la mía por una puerta interior: mi habitación no tenía ventanas, tenía dos puertas: una que daba a la habitación de mis padres (era por donde entraba el sol desde su balcón), y otra que daba al recibidor. Yo por entonces aún no sabía hablar: oía palabras que no sabía lo que significaban, pero mi sueño de bebé quedó interrumpido por aquel frenesí —palmadas, besos, palabras, jadeos…y el ruido acompasado de los muelles del somier (en aquellos tiempos no habían somieres  multiláminas: insonoros para estos casos) — Yo me había cagado en los pañales de trapo (aún no existían los desechables), y el pipí me escocía en las ingles. Me daban ganas de gritar: ¡Mamá, cámbiame!, pero como no sabía hablar, pues no pude hacerlo. Ya me hubiera gustado ser independiente y haberme cambiado yo solito, pero tampoco era el caso. Después percibí el olor a cigarrillo: oler sí que podía y hoy sé que aquel tufo era de los Ducados de papá. Después escuché una conversación que no comprendía y  detecté la falsedad en las pamplinas de mi padre. Recuerdo que después mi madre comenzó a respirar fuerte, mi madre no roncaba, pero Yo sabía que estaba dormida por ese sonido de su respiración. Los dibujos del papel pintado de mi habitación, de animales personificados, me volvieron loco y comencé a berrear como sólo un bebé puede hacerlo —nunca he entendido por qué se creen los padres que a los bebes les gustan los animales personificados, a mí me daban terror y rabia, yo nunca le haría eso a un hijo mío—. El escozor en las ingles era insoportable, más si cabe que el papel pintado. Al rato de berrear empecé a escuchar la voz de mi madre: “pss, pss, cariño, duérmete, mi vida…” —Lo que me faltaba, menuda peste a mierda y menudo escozor—, y mi madre adelantándome —con sus siseos y sus palabras cariñosas— que estaba solo en la vida, “solo y lleno de mierda”, pensé. Continué con mi sinfonía de berreo mayor sostenido hasta quedarme dormido de puro cansancio. Ya había amanecido cuando vino mamá a cambiarme: mis pequeños huevecillos estaban en carne viva. A partir de ese momento mi memoria se difumina y sólo recuerdo que estaba nublado. En mi amígdala quedó grabado ese momento como mi primer recuerdo y ahora sé que lo único que no se borra jamás de la mente es el dolor… y la consciencia de la soledad.

Debe ser Dios quien me ha puesto este escrito mío, de hace más de veinte años, en las manos. Lo he rescatado en mi gris habitación de paredes  blancas, pero un jergón de sesenta centímetros y un pupitre viejo, de los que tienes que subir la tapa engarzada con dos bisagras para guardar cosas, me hacen describirlo como mi habitación gris. De dentro del pupitre, en el que sólo guardo escritos antiguos míos y dos libros: La montaña mágica de Thomas Mann (para repasar la enfermedad de la vida) y el Ulises de James Joyce (para ver si consigo descifrar ese día irlandés) he sacado el escrito ese que rememoraba. Hoy en el monasterio hemos cultivado los tomates, parece ser que las heladas han quedado atrás y este año tendremos una buena cosecha. La vida monacal es todo lo contrario al aburrimiento —como muchos se piensan—. En los tres años que llevo enclaustrado no me he aburrido ni un solo segundo. El tiempo y los recuerdos aquí tienen otra dimensión, o mejor dicho, no tienen dimensión, no existen. El tiempo de ahí afuera aquí no existe. Aquí los relojes son de sol y apenas los miramos. Nadie tiene teléfono móvil ni la sensación de estar perdiéndose algo. El vacío aquí no existe, todo es plenitud: cuando sale el sol ya llevamos un rato rezando, antes, incluso, de que el gallo cante. Después de cultivarnos por dentro, comienza la jornada cultivando el huerto. La culpa, pues, aquí no existe porque todo lo que hicimos nos trajo hasta aquí. Aquí no hay doctrinas, aunque sí disciplina. Cada cual elabora su luz interior sin intentar imponer la suya a los demás: aquí la acción es el único sermón del Monasterio. Aquí no existe la felicidad, pero sí la alegría de vivir; nuestra única Regla es amarnos a nosotros mismos por encima de todas las cosas. Amar al prójimo aquí es fácil, sólo somos diez monjes que estamos ganándonos la vida al perderla, y todos respetamos que cada cual ha de quererse a sí mismo por encima de todas las cosas. Cuando respetas (cuando reconoces) que todos somos santos, aquí dentro y ahí afuera, se acaba el egoísmo, que es ver los defectos de los demás para sentirte bien, y entonces dejas de ver los defectos de ti mismo.   Aquel pasado que ahora he releído —por Gracia de Dios— fue inventado para deslumbrar al psiquiatra que me atendió en aquellos momentos en los que la zozobra se había apoderado de mi existencia. Ahora Él (Dios) sabe la verdad. Y la verdad es que mi primer recuerdo es cuando forniqué por primera vez. Todos los amigos lo habían hecho y me incordiaban por ser virgen. Así que un mal día me fui a que me desvirgara una profesional. Aquello que es mi primer recuerdo verdadero —ahora tengo prohibido mentir, e incluso hablar porque he hecho voto de silencio— resultó ser una gran decepción. Tan decepcionado bajaba las escaleras de aquel lupanar que cuando un negro agitanado —si esto es posible— me ofreció jaco, yo quise probar otro medio de escapar del tedio y acepté el ofrecimiento. Al llegar a casa aspiré aquel polvo marrón por la nariz; en una semana me estaba inyectando todos los días. Y pasaron más de diez años en los que el placer químico se apoderó de mí. Cuando puse remedio me dediqué a fornicar sin amor, y pasé otros diez años sustituyendo el placer químico por el físico. Mi vida se había convertido en el «Mito de Sísifo»: todos mis pensamientos me hacían dar vueltas a una espiral de doble sentido: unas veces para dentro y otras hacia fuera. Todo mi impulso vital era que me dejara de gustar la heroína y me gustara follar, porque yo nunca quise ser un hombre rico, sólo quería ser un hombre alejado de la normalidad. Gracias a Dios, hoy mi vida es una espiral siempre hacia fuera, y todo lo volvería a hacer de la misma manera porque si no es como si no hubiera existido. Ahora hasta me hace gracia leer que hubo un día en el que escribía yo con mayúscula. Como si mi minúsculo yo se lo mereciera; como si yo fuera inglés (los ingleses siempre ponen yo con mayúscula: I), bueno, si se puede decir que un palo significa yo, y cuando les preguntan ¿Quién es? Responden ello es mi, en vez de soy yo (it´s me), es en el único caso en que ponen yo con minúscula y dejan de ser un palo.

La luz que madurará los tomates entra por el minúsculo ventanuco de mi celda. Ahora ya estamos solos Dios y yo. Ahora mi diminuto lapicero liliputiense está a punto de morir acuchillado muchas veces por el sacapuntas. Ahora levito en un éxtasis mundano dónde no existe el pasado, la culpabilidad ni el tiempo. Ahora el placer es extracorpóreo y reconozco el deseo incumplido como la satisfacción verdadera, porque los deseos cumplidos nos vacían el alma al ser infinitos, y lo único no finito en la vida es el espíritu. Ahora por fin he alcanzado la Perfección. Ahora ya no puedo seguir escribiendo porque no hay modo de sujetar el lapicero que ha sido devorado por el sacapuntas —sólo me comunico por escrito, debido al voto de silencio, y fulmino los lapiceros—. Ahora y en la hora de nuestra muerte, que será en plena noche, tras un día nublado…de recuerdos.

 Fdo. Fray Junípero Alcornocal. Monasterio de El Cuervo (Sierra de los Alcornocales)  Benilup-Casas Viejas. Famoso término municipal por los sucesos que acabaron con el primer bienio democrático reformista de la Segunda República. (Aproximadamente dentro de seis años)    A veintisiete de Abril de 2027.

jueves, 15 de abril de 2021

El vendedor de recuerdos – Myriam G.

(In extrema res; pasado; resumen + descripción + diálogo. ¡SIN ACABAR!)

 

Salí de la poza con la piel helada y las entrañas ardiendo. Vadeé hasta la orilla y trepé por la ligera pendiente de tierra castaña agarrándome a las raíces retorcidas que la peinaban. Chorreando aún, me puse la camiseta y los pantalones para entrar un poco en calor, y caminé descalza, con las bambas en una mano y la mochila en la otra, sin hacer caso de las hojas y ramitas que se me adherían a los pies desnudos.

Al salir al camino, me encaré al sol a punto de ponerse. Tras mis ojos cerrados, el naranja encendido del íntimo espacio tras los párpados me pareció inmenso. Me quedé allí boqueando, esforzándome en respirar. Latiendo, procurando tranquilizar los saltos alocados del corazón. Finalmente, con un espasmo, lágrimas mudas inundaron mis ojos hasta que estos no las pudieron contener y resbalaron por mis mejillas.

Tras un rato que me pareció eterno, no tanto como el que pasé sumergida, abrí los ojos. Mis pestañas perladas de lágrimas rompían en colores los del atardecer. Me pareció una metáfora muy bella: el pasado fragmentado podía convertirse en un mañana esplendoroso. Me sequé las mejillas con el dorso de la mano, sonreí, respiré hondo, me calcé las bambas y, con el alivio de quien se ha desprendido de una carga muy pesada, y la ilusión de quien viste un traje nuevo, me puse a caminar. El vendedor de recuerdos ya no estaba.

* * * * * * * * * *

El vendedor de recuerdos vivía en una casa baja de piedra, en los márgenes más meridionales del pueblo, cerca del río que debíamos cruzar. Nos habían hablado de él de forma casual, mientras almorzábamos en un bar, al pedir indicaciones del camino a seguir para llegar a la Fuente del Caballo.

Sólo yo mostré curiosidad por cómo se habían referido a él: “el viejo vendedor de recuerdos”. Mis amigos no le dieron la mayor importancia porque pensaron en souvenirs turísticos en forma de animales tallados en madera o jarapas de hilos de colores. Pero a mí me intrigó detectar un desvío en la mirada de la dueña del bar cuando el camarero lo mencionó y un enardecido batir de bayeta sobre la barra ya sobradamente pulida y brillante.

La casa del vendedor de recuerdos asomaba justo en el recodo de una pendiente que bajaba hasta el río. El tejado, cubierto de una original paleta de musgo verde y espeso, se fundía con el camino dando la impresión de que, con un par de zancadas, podríamos trepar a él. Era una casa de planta cuadrada, con umbrales de gruesas vigas de madera y ventanas de marcos torcidos, mostrando un mohín de fastidio a los excursionistas.

El camino se desviaba hacia el río justo unos metros antes de pasar por delante de la casa. Teníamos que tomar el brazo de la izquierda para llegar al puentechuelo que nos permitiría salvar el río, rumoroso por la crecida del deshielo, y seguir hasta la Fuente del Caballo. Yo me paré en el cruce, mirando la casa, o más bien, escuchándola. No sabía por qué, pero quería entrar, hablar con el vendedor de recuerdos… quería saber.

Mis amigos no daban crédito cuando les dije que quería conocerle y no se cortaron en querer sacarme la idea de la cabeza con su amabilidad acostumbrada: “Será un viejo chocho y chalado… ¡a ver si te vas a meter en un lío!”, “Eh, no seas plasta, que vamos a tener que esperarte y va a empezar a hacer un calor de mil demonios”, “Joder, ¿qué gilipollez es ésta?, anda ya, tira p’alante". Fui incapaz de explicarme, pero es que tenía que conocerlo, tenía que saber. Y me quedé. Esperé hasta que desaparecieron por el camino de la izquierda y me dirigí a la casa.

En la entrada había un pequeño patio, también de piedra, con losetas grandes, cuadradas e irregulares, de anchas juntas pintadas de liquen. Rodeándolo, pegando a los muros, desfilaba una sucesión de plantas aromáticas. Me enorgulleció ser capaz de identificar bastantes: romero, tomillo, lavanda, manzanilla, genista, orégano, menta... Otras variedades se me resistían por lo buena urbanita que soy. Era desordenado, pero no había descuido ni abandono.

Llamé en voz alta. No me atrevía a ir más allá del patio, a entrar en la fresca penumbra tras la puerta abierta de la casa sin anunciarme. No sé seguro si por no dar un susto o por no llevármelo yo, pero preferí advertir de mi presencia. Me pareció oír un carraspeo y una silla arrastrada, pero no pasó nada más. Esperé unos minutos rozando con los dedos los arbustos y llevándomelos golosamente a la nariz. Se oía algo de trajín en el interior de la casa y, tras unos largos segundos de indecisión, volví a llamar en voz alta, disculpándome por molestar.

Di un par de pasos en dirección a la puerta, asomándome un poco, pero sin vislumbrar nada. Desanimada y, de repente, un poco intimidada, me di la vuelta para marcharme. No había alcanzado el dintel del patio cuando oí la voz del vendedor de sueños detrás de mí.

̶  Buenos días. Hace tiempo que no recibo visitas, pero creo que esperaba la tuya.

Su voz era ligeramente ronca, pero suave, como el tacto de un peluche viejo al que se ha lavado muchas veces. Y su aspecto no era, para nada, lo que uno puede esperar cuando oye que hay un “viejo vendedor de sueños” en la zona. Lo de vendedor de sueños fue el cebo que me condujo a detenerme allí. Pero lo de viejo fue el remate del misterio y la confusión.

El hombre que tenía frente a mí tendría unos 40 o 45 años, el pelo muy corto y muy gris, y la piel bruñida como el cobre. Tenía una expresión apacible, pero también escudriñadora, entre curiosa y desafiante. Sonreía sin sonreír. Los ojos eran lo más notable pero no lo supe hasta que me invitó a sentarme frente a él en una vieja mesa de picnic, al fondo del patio, a la sombra de una morera gigantesca. Cambiaban de color. Del verde claro al gris acero pasando por un azul transparente. Con motitas ámbar.

Traía dos tazas de latón, desparejadas y con algún desconchón que otro, que desprendían unas tenues nubecillas de vaho. Entendí que se había entretenido haciendo una infusión que, al acercármela a la nariz, me pareció que tenía un toque de regaliz. Me recordó los palos dulces que mi abuela nos compraba a la salida del colegio y que mordisqueábamos con fruición mientras jugábamos en los columpios.

̶  Gracias  ̶ soplé en la taza espantando levemente la columna de vapor ̶  No quería molestar, pero me han hablado de usted en el pueblo y he sentido curiosidad. ¿Es cierto que vende recuerdos? ¿Qué recuerdos?

̶  No sé si vender sería la palabra precisa. A veces obtengo algo a cambio de los recuerdos que traigo a flote.

̶  A flote…o sea, ¿que son los recuerdos de uno mismo?

̶  Del uno mismo de ahora o del uno mismo del pasado… o el de muchos pasados ̶ bebió un poco de su infusión y sus ojos se hicieron del verde de las hojas secas de los eucaliptos.

̶  Es lo que hacen algunos terapeutas con hipnosis… regresiones y eso… ¿es usted psicólogo?

Sonrió arqueando las cejas y me miró ¿burlón?

̶  En absoluto. Aunque podría haberlo sido, es una carrera fácil, pero una profesión difícil. El problema es que no me gusta hurgar en los secretos y dolores de los demás.

̶  Pero si trae recuerdos a flote, está hurgando en los secretos de la gente…

̶  Dije que los traía a flote, sí, pero sólo salen a la superficie del propietario. No me los cuentan. Tampoco quiero.

Volvió a beber un sorbo de la infusión sin dejar de mirarme y lo imité. Sabía ahora un poco a manzanilla y a anís. Me acordé de mi madre, de las infusiones que se hacía para aliviar el dolor de tripa. Como si hubieran servido de mucho…

̶  ¿Quién viene a por recuerdos?

̶  Todo tipo de gente. Por ejemplo, alguien que quiere recuperar una relación que se ha desgastado: necesita recordar los buenos momentos para poder crear otros nuevos y salvar esa relación. O necesita recordar lo que le llevó a amar a esa persona y reconectar así con el sentimiento. Hay personas que están en situaciones tóxicas que necesitan recordar que se merecen algo mejor. También hay personas que necesitan recordar qué les hizo tomar determinadas decisiones y analizar si sigue mereciendo la pena empeñarse en seguir por ese camino.

Bebí un poco más de infusión mientras le escuchaba. Había menta y algo ¿cítrico? Paseé los ojos por el patio buscando verbena o citronela, con la nariz hundida en la taza. Y me vino la imagen de una noche de verano, yo con unos shorts blancos y un top azul pavo real y sandalias. Y las risas flojas con dos amigas de la urbanización mientras espiábamos a un chico que nos gustaba.

̶  A veces  ̶ prosiguió, los ojos ahora azul desvaído ̶ , los recuerdos desempolvan talentos que uno abandonó olvidando la propia valía, recuperan sueños enterrados en el frenesí de una vida planificada por otros o despiertan aspiraciones arrinconadas por el trajín del día a día.

Me miraba con la cabeza ladeada como la de un pinscher curioso. Seguía abrazando la taza con las manos pero no bebía. Yo sí y me inundó un aroma que no pude asociar a ninguna planta en concreto. Era un poco una mezcla de tierra mojada, amable y suave, y de ropero antiguo, dulcemente rancio. Parpadeé sorprendida. Dentro de mí sentí una pelota pequeña y dura que ascendía por mi pecho y quería subir por mi garganta.

Di otro trago para que la pelota volviera a bajar y, esta vez, el sabor fue rotundo, áspero como la lengua de un gato y pastoso como el regusto de café malo en el fondo de la boca. La pelota se había instalado en el esternón y frenaba el aire que quería entrar en mis pulmones. Parpadeé de nuevo e intenté concentrarme en lo que me decía el vendedor de sueños.

̶  Cada persona es distinta. Cada situación, diferente. Cada momento, único. En realidad, nunca se sabe qué recuerdos van a salir, ni cuáles van a remover algo. Pero siempre, siempre, se produce algún cambio. Luego depende de la persona qué hacer con lo que ha recordado, con lo que ha sentido o descubierto. Pero siempre notan que algo en ellos ha dejado de ser como era. Por eso hablan de mí. Por eso vienen algunos. Por eso no se acercan muchos. ¿Crees que sólo la curiosidad te ha traído hasta aquí?

̶  No… no sabría decirlo  ̶ las motitas ámbar brillaban en sus iris. Recuperé la respiración y tragué una vaharada fragante, llena de luz y calor cosquilleante que disolvió la pelota de mi pecho, pero algo revoloteaba ahora en mi cabeza y no conseguía atraparlo ̶ . Usted ha dicho que me esperaba… ¿lo ha soñado? ¿es clarividente o algo así? ¿una especie de chamán?

El vendedor de recuerdos volvió a sonreír sin sonreír y se inclinó hacia delante en la mesa.

̶  Hay algo que necesitas recordar. Por eso estás aquí.

 

miércoles, 14 de abril de 2021

 

 LOGOS DÍA. (Verbum caro factum est et habitavit in nobis)

Hay momentos en la vida en los que el tiempo transcurre sin esperar nada: la simple espera desaparece y deja de devorar los minutos y la vida se convierte en un diálogo interior que ocupa toda la atención en la acción. Me ato los cordones de los zapatos con alegría:

—Coge los cordones del  zapato izquierdo estira e iguala los herretes, pasa un cordón por debajo del otro y estira, vuelve a comprobar (a simple vista) que el largo de los dos cordones es igual, ahora pon el índice derecho sujetando el nudo que has formado y haz un aro ovalado con uno de los cordones, dale una vuelta con el otro cordón y haz otro aro ovalado con ese cordón e introdúcelo por la vuelta que le habías dado, estira suavemente de los aros ovalados e iguala el tamaño perfectamente —todo esta conversación se la he dicho a mis manos sin enterarme—. Ahora repite el mismo diálogo con el otro zapato—repito el mismo diálogo con los cordones del zapato derecho—: ¿Han quedado perfectamente simétricos? Te han quedado unos lazos perfectos, hoy será un gran día.

Sólo me entra recién levantado de la cama un vaso de agua con dos gotas de limón, pero no es por llevar una dieta alcalina —ya me gustaría a mí cuidarme más—, es porque no soporto nada sólido hasta que salgo a la calle.  Después del aseo personal, en el que entra todo, y cuando digo todo quiero decir todo (incluso escatologías que no vienen a cuento), me miro al espejo y me veo guapo: tengo ganas de bajar a la calle para adornarla con mi belleza. Ayer mismo fue diferente: me até los cordones de los zapatos y me salieron unos lazos asimétricos: ayer me había visto feo en el espejo. No todos los días son iguales, aunque todos los días haga lo mismo. Pero la desconexión nocturna me hace que cada día tenga un despertar diferente. Y no, no se os ocurra pensar que soy esquizofrénico, simplemente es que nadie puede manejar los sueños a su antojo, y así es difícil tener una identidad homogénea.

Como todos los días bajo al mismo bar a desayunar, vengo a ser un hombre de costumbres —como todo el mundo—. Los días que me siento feo odio escuchar las conversaciones de los demás, pero los días que me encuentro guapo, como hoy, me encanta reposar mi atención en las palabras que escucho a mi alrededor. Como todos los días Quique me pregunta: “¿Lo de siempre?” Y yo respondo: “sí, sí”.  Como todos los días, pues, desayuno en la barra una tostada de aceite y sal y un café con leche. Pero hoy no es como todos los días: hoy soy un hombre guapo que adora sentarse solo en las barras de los bares y tengo una confianza en mí mismo de acero inoxidable, como la cucharilla con la que remuevo el azúcar del café con leche. Y digo de acero inoxidable porque sentirme inoxidable me sube la autoestima: ya se sabe que el oxígeno nos da la vida y también nos la quita al oxidarnos. Hoy me relaja escuchar a los de la mesa de detrás de mí que se están comiendo un enorme bocadillo. No entiendo cómo pueden comerse eso a estas horas de la mañana. El hombre oxidado de rostro ajado y gris —me he girado para ver las caras de la conversación que estoy robando— habla sin parar, incluso masticando a dos carrillos, a su joven contrincante y oyente, y digo oyente porque no parece que escuche al ajado parlanchín, sólo mastica acompasado por la lluvia de palabras que emite su oponente.

     —Mira, yo le he echado un par de cojones y me he jubilado con cincuenta y siete años. Ahora me dedico a vivir y vivir es no hacer nada, todo lo demás es someterse al sistema ¿Puede alguien ser feliz siendo un esclavo? Pues claro que no. En esta vida el que más puso más perdió, y como dicen los italianos cuando hablan de técnica futbolística: “Cuanto más haces, más te puede salir mal”, o algo así… El caso es que los macarronis se  ponen todos a defender para que no les cuelen gol, catenaccio le llaman a eso, creo,  y en un contragolpe meten su golito y ganan haciendo lo menos posible. Ya me he cansado yo de empatar, ahora a esperar sin hacer nada hasta que meta mi golito. Ya estaba harto yo de los hijos y de currar como un esclavo; en un mes me he divorciado y me he jubilado de la entidad financiera en la que he trabajado más de treinta años, a mí ya no me exprimen más…Y los hijos, que te voy a contar si tú no tienes, pero para mí se han acabado… —se bebe de un sorbo la cerveza y continua—, y no te digo nada de la ex, ¡menuda zorra! No te cases y haz lo que sea antes de trabajar en banca. Si tuviera tus años sabiendo lo que sé… Pero bueno —dice sin parar de masticar—, lo que me quede a ser libre y a disfrutar. Por cierto ¿vienes mucho por aquí? Están buenísimos los bocadillos…—el oponente sólo ha contestado a la conversación con ñam, ñam (masticación)…glu, glu (sonido de la cerveza al pasar por su gaznate) y le ha dicho que no tenía hijos.

     —No tengo ni idea de cómo están los bocadillos de aquí, no comprendo cómo puedes comerte eso a estas horas, pero sí, vengo mucho por aquí, todos los días a desayunar mi tostada y mi café con leche —me puse yo a contestarle al ajado parlanchín sin mover siquiera los labios, en vista de que su compañero de mesa sólo le preguntó si iba a tomar carajillo—, creo que estás confuso, rencoroso y te sientes culpable; además a mí me gusta el estilo futbolístico del Barça: no todo es ganar, ganar sin divertirse no vale de nada. Y te tengo que decir que la esclavitud no existe aquí, aquí todos somos dueños de nuestras decisiones y nuestros errores, ¿Es posible vivir sin hacer nada, sólo comiendo, respirando y durmiendo, es eso la libertad? Pues no, la libertad está en tomar decisiones, cometer errores y reconocerlos para construirte todos los días, los que te ves guapo y los que te ves feo. Yo admiro a los budistas que dicen que “La ruta sin ruta es la ruta” y buscan la Unidad y la Sabiduría mediante el control de los deseos, pero eso ya es hacer algo: la ataraxia debe facilitar la vida ¿Cómo es posible jubilarse anticipadamente con un par de cojones; y llamarle zorra a la madre de tus hijos? Eso sí que es ser un esclavo del patriarcado, ¡con un par de cojones!…—no tengo tiempo de seguir hablando con este señor, además creo que no ha entendido una palabra de lo que mis pensamientos le han dicho.

      —Cóbrame Quique, me voy a trabajar —digo en un perfecto castellano, ofreciéndole un billete de diez euros al dueño del bar, y son las únicas palabras que salen de mi boca.

      —Tres euritos guapo — me contesta Quique mientras me devuelve el cambio.

Piso fuerte, hoy me esquivan a mí; los días que soy feo la gente se me abalanza y tengo que esquivarlos yo. Alguna vez, cuando soy feo, se da la situación embarazosa de que otro feo inseguro se pone a esquivarme por el mismo lado que lo esquivo yo y es muy desagradable ese momento de inseguridad compartida, en el que realizamos el vals de los patosos en plena acera. Desde lejos estaba viendo a una pareja discutir con aspavientos electrizantes —como todas las parejas—, al llegar a su altura freno y me pongo a escuchar:

   —Te tengo dicho que tu familia me ningunea y tú nunca me defiendes —le dice ella a él moviendo los brazos como si le hubiera dado un ataque de epilepsia—; no voy a tolerar los desprecios de tu madre —le espeta levantando el índice hasta la nariz.

  —No me toque los cojones, es mi madre y sólo quiere lo mejor para su hijo, si tienes la regla ves al psicólogo o tómate un naproxeno, y no voy a hablarte de la arpía de tu madre…

  —Sólo faltaba que te metieras con mi madre que te adora. Y deja de mirarle el culo a todas las que pasan que pareces un viejo verde

  —Tú estás enferma e imaginas cosas que yo no hago. Tienes que buscar ayuda porque tus celos mórbidos no te dejan vivir. Creo que estás tan loca que tienes celos hasta de mi propia madre.

El tono de voz era ya tan alto que comencé a sentir vergüenza ajena y aceleré el paso para adelantarlos. Estos se quieren tanto como yo a mí los días que me veo feo, pensé. Aún pude escuchar:

  —Eres un puto machista, insensible, inmaduro y eres un capullo y no te aguanto más…

  —Es que pretendéis mezclar las familias y eso es como juntar agua y aceite; cada familia tiene sus costumbres y cuando se intentan imponer en la pareja las de una parte sucede lo que sucede. Además el historial de agravios tendríais que borrarlo. Ya sé que dicen que cuando dos discuten es que se quieren, pero si eso es amor, qué será el odio. Y deja de decirle a tu pareja que está loca y que no te toque los cojones…—no les he dicho nada y se lo he dicho todo.

Me concentro en mi bipedismo mirándome la perfección de los lazos de mis zapatos; avanzo hacia la oficina; tengo que intentar quererme más y dejar de discutir conmigo; no sé para que me meto en las conversaciones ajenas, ¿Acaso creo yo que puedo salvar el mundo? Avanzo hacia la oficina a hablar de trabajo y de dinero: “Qué descanso”. Y a esperar a los clientes mientras los minutos se devoran a ellos mismos.

 

TE VEO

 

Es la noche, los caballos de pura sangre, el infierno del alma dolorida,  los rituales de danza en la selva asfixiante.

-Te veo

-Yo también a ti

-Tú no te ves ni a ti mismo…

-Porque te gusta tanto esa tontería  de decir te veo?

-No lo sé, quizás me gusta sentirme bruja, pero yo  te veo

-Que ves?

-Jajá la infancia del juego veo una cosita, que cosita es?

-Ayer no te vi,  tú tampoco, que pasa?

Silencio

  -Me dejas no hablar?

  -Claro me gustan tus silencios

Cuando pasan las horas los silencios melódicos entonan una canción de nebulosa esparciéndose por la luz, suena un piano, la luz se vuelve tenue, la atmosfera se llena de sonidos, emergen los sentimientos en bucle, podemos estar así una vida, mil vidas…

 -Te veo- me dice

-Lo sé, tú siempre me ves, yo soy la bruja pero tú me ves

-Te veo que no estas para polladas

-En efecto, tu tampoco

-La noche es larga

-La vida es corta

-Los sueños se rompen

-Los sueños emergen

-Tu quisiste ser?

-Yo quise ser nada que recuerde

-Mentiroso, jajaja entre nosotros no existen las mentiras

-Vale, yo quise ser el ahorcado de las cartas

-Joder, vete a la mierda, hablamos en serio o volvemos al silencio

-Volvamos al silencio

Son las cuatro de un mirar que se pierde

-Te veo

-Lo se

-Yo también te veo, somos almas gemelas

-Gemelas de vida o de muerte?

-Dímelo tú?

Inma Lopez

dialogo César Noval

 

  • Jose necesito ir al baño. - dijo Anne. - Cosas de chicas. 


Rebuscó en su abrigo, que permanecía doblado sobre una de las sillas vengué del enorme salón. Una lámpara de arañana compuesta por miles de cristales de swaroski presidía la estancia. Aquel coloso de la iluminación podía alcanzar sin demasiados problemas el peso de un elefante hindú. En el bolsillo interior encontró lo que buscaba. Doblada en cuatro partes estaba la factura del taxi que los había llevado hasta la casa de su compañero.  


  • Buenas tardes. Disculpe. Soy la mujer que ha llevado en el taxi esta mañana junto al MAN. - 
  • Sí claro, dígame, ¿ha perdido algo, o necesita que vaya a recogerla?. He acabado mi turno pero mi compañero lleva el taxi. 


El corazón de Ane se desató acelerando vertiginoso. El taxista les había comentado feliz que después de aquella carrera finalizaba su turno hasta la mañana siguiente. No había contado con la posibilidad de que el Mercedes blanco no corriera la misma suerte y cambiara de conductor para seguir deambulando por las calles de Madrid. 


  • Pues… - trató de recobrar la compostura. - lo que necesito… Lo que necesito es un favor personal. Como si fuera su amiga. 
  • Dígame señorita, soy de los que han ido a por fresas el día de Navidad para mi señora cuando estaba embarazada, así que más difícil no puede ser. 
  • Debajo del asiento de su taxi he dejado sin querer dos objetos. - Contuvo unos segundos el aliento. 


No estaba segura de en quién podía confiar pero era la mejor opción. Si pedía que el compañero del taxista que acudiera a la dirección donde se encontraba para recoger ella misma lo que ocultaba el asiento del conductor, tendría que darle explicaciones a Jose. Otra opción era regresar a su casa, tenía dudas respecto a su amigo, aún no estaba segura de creer su versión de lo ocurrido en el MAN. Había estado demasiado tiempo para un resumen tan corto. Lo cierto es que necesitaba alguien a su lado, al menos aquella tarde. Temía verse sola en casa, aquellos hombres que había visto entrando a su despacho en la pantalla del control de seguridad del MAN le cruzaban la mente cada vez que cerraba los ojos. 


  • Disculpe. Me refería que se me han olvidado, nada dos tonterías debajo de su asiento. Me refiero, a que lo había escondido… 
  • Sí sí, le he entendido. Le pasa a mucha gente, que para estar cómoda dejan las tabletas esas que llevan hoy día debajo de mi culo en el taxi y se dan cuenta a los días. - Rió. - Tengo ya una colección. Ahora llamaré a mi compañero. 
  • Toda la razón, he dejado el portátil. Y… Hay otra cosa. También hay un portarollos, un cartucho. Como esos que llevan los arquitectos para los planos, o los artistas para los cuadros. Se llama cartucho. Este está vacío pero le tengo mucho cariño… Me lo regaló mi padre y claro… no lo quiero perder. Lo meten todo en una caja y… 
  • No se preocupe, yo me encargo. 
  • Se lo llevan a la dirección donde la he dejado, era… 
  • ¡No, no! 
  • Vale, vale… - respondió apurado ante la intensidad de la negación recibida a su propuesta. 


Sopesó las opciones. No podía llevarlo al MAN, su casa tampoco le parecía el mejor de los lugares, su amiga Julia vivía en las afueras. 


  • Debe llevarlo a… calle serrano 17. Allí su compañero encontrará a un hombre encantador. Que como usted lleva sombrero con estilo. 
  • Lo mío es una boína para la calva. 
  • Nicolás, deben preguntar por él. Como le digo lleva un bombín de charol. Debe decirle que es un paquete para Valero Lafuente. Nicolás le pagará la carrera y los gastos. O si prefiere puedo pagarle yo por adelantado, ¿tiene usted bizum o paypal?


Valero era su vecino del piso inferior. Un hombre de noventa muchos años que agradecía las escasas visitas de su vecina, y que casi siempre obedecían a algún favor que Anne le solicitaba. Hasta su jubilación había sido profesor de derecho penal pero ahora a penas salía de casa o conseguía alcanzar la puerta. Anne esparaba que el paquete estuviera suficiente tiempo en manos de Nicolás para poder recogerlo ella misma. 


  • No se preocupe señora, yo me ocupo. Nicolás, para Valero Lafuente. 
  • Mándeme un mensaje por favor cuando lo hayan entregado.  
  • ¿está usted bien, le noto la voz muy alterada? Solo un es ordenador.  
  • No se preocupe, nada que un par de horas de compras no puedan arreglar. Le diré a Nicolás que les dé una propina generosa. Avíseme cuando su compañero entregue el paquete, es importante, muy importante.
La suerte de Anne dependía de aquel hombre. Rezó un padre nuestro. Antes de pronunciar amén Jose llegó hasta ella. 

- ¿De verdad pensabas que no me iba a enterar? 

Jose apretó el gatillo. Una hola de calor invadió el corazón de la mujer. 

- Te quiero, pero sirvo a un fin mayor. Lo siento. 

martes, 6 de abril de 2021

Un día perfecto para el pez plátano, J.D. Salinger

 

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

"Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad"

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

—¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

—¿Estás bien, Muriel?

La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

—¿Cuándo llegaron?

—No sé… el miércoles, de madrugada.

—¿Quién condujo?

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…

—Muy bien—dijo la chica.

—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

—No. Ahora tiene uno nuevo.

—¿Cuál?

—Mamá… ¿qué importancia tiene?

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.

—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

—Lo tienes tú.

—¿Estás segura?—dijo la chica.

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

—¡Pero está en alemán!

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.

—Muriel, mira, escúchame.

—Te estoy escuchando.

—Tu padre habló con el doctor Sivetski.

—¿Sí? —dijo la chica.

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

—¿Y…? —dijo la chica.

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

—¿Quién? ¿Cómo se llama?

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

—Nunca lo he oído nombrar.

—De todos modos, dicen que es muy bueno.

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

—Me he quemado toda, mamá, toda.

—¡Qué horror!

—No me voy a morir.

—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

—Bueno… sí… más o menos… —dijo la chica.

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

—Bueno, ¿qué dijo?

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

—¿Por que te hizo esa pregunta?

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

—¿El verde?

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

—Pero ¿qué dijo él? El médico.

—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?

—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

—En fin. ¿Y tu abrigo azul?

—Bien. Le subí un poco las hombreras.

—¿Cómo es la ropa este año?

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

—¿Y tu habitación?

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.

—¿Y no quieres volver a casa?

—No, mamá.

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…

—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

—¿Dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

—No he dicho nada de eso, Muriel.

—Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

—Muriel, hazme caso.

—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

—Muriel, quiero que me lo prometas.

—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.

*

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.

"La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas"

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.

—Estate quieta, Sybil, cariño…

—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.

La señora Carpenter suspiró.

—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

—¡Ah!, hola, Sybil.

—¿Vas a ir al agua?

—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué? —dijo Sybil.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.

—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.

—¿En serio? Acércate un poco más.

Sybil dio un paso adelante.

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

—Necesita aire —dijo.

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.

—¿Sharon Lipschutz dijo eso?

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

—Sí que podías.

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

—¿Qué?

—Me imaginé que eras tú.

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

—Vayamos al agua —dijo.

—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

—¿Que eche a quién?

—A Sharon Lipschutz.

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —de repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

—¿Un qué?

—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

"Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar"

Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar.

—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.

Sybil negó con la cabeza.

—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

—No sé —dijo Sybil.

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

Sybil soltó el pie:

—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.

—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

—No eran más que seis —dijo Sybil.

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.

—¿Si me gusta qué?

—La cera.

—Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.

—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.

—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.

—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate solo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

—No veo ninguno —dijo Sybil.

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

Ella negó con la cabeza.

—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?

—¿Qué pasa con quiénes?

—Con los peces plátano.

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

—Sí —dijo Sybil.

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

—¿Por qué? —preguntó Sybil.

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.

"De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta"

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

—Acabo de ver uno.

—¿Un qué, amor mío?

—Un pez plátano.

—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

—Sí —dijo Sybil—. Seis.

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

—¡No!

—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

—¿Cómo dice? —dijo la mujer.

—Dije que veo que me está mirando los pies.

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

“Querrás saber por qué no estoy en casa y por qué no he llamado para avisar de que me iba. Esta noche se me ha aparecido la Virgen y me ha d...