jueves, 25 de marzo de 2021

 


- Le estamos perdiendo.

- Si muere será tu culpa y nos habrás metido a todos en un aprieto. Procura recuperarla.

- Si hicieses mejor tu trabajo quizás no me habría desconcentrado y ahora esta mujer no tendría un coágulo en el cerebro.

- Ahora será culpa mía... Eres tú quien opera, no yo.

Mientras los dos discutían, los recuerdos surcaban mi mente como el rollo de una película antigua. La ciudad... tan multitudinaria, tan ruidosa. La gente caminaba sola, acompañada, en parejas, grupos... En mi vida había recordado tantos rostros distintos en un mismo espacio. El mar era inmenso. Cuando lo recordé entendí porqué en el pasado se pensó que tras pasar la línea del horizonte los barcos caían al vacío. Era tan inmenso que no se veía el final. La abuela, tan joven que estaba irreconocible, tomaba el sol mientras pedía, por favor, a una niña que no se metiese arena en la boca. Seguramente esa niña era mi madre. O mi tía. La otra niña, que destruía un castillo de arena a patadas, se parecía tanto que era imposible saber quién era cada una. 

Otras ciudades, otras razas, otros idiomas, muchedumbres, fiestas… Todos esos recuerdos surcaban mi mente antes de que el cirujano confirmase mi muerte. La vida antigua era más impresionante de lo que había imaginado. 

- Ha muerto. ¿Qué se hace en estos casos?

Mi cuerpo inerte seguía en la camilla. Probablemente llamarían a mis padres y les contarían que había sufrido un derrame cerebral o algo así. Ya no era problema mío. Pero no habría ocurrido nada de esto si no me hubiese picado tanto la curiosidad. 

Es complicado de explicar. Pero lo haré.

Nunca he salido de mi ciudad y no he visto lo que hay más allá de ella. Nunca. Y no soy la única. Nadie sale de la ciudad. Solo pueden hacerlo los políticos o las personas importantes. Hace mucho tiempo hubo libertad de movimiento, pero lo prohibieron cuando mis padres aún eran muy jóvenes por la expansión de la "epidemia de Mengele", una enfermedad que se transmite por el aire y que deja automáticamente sin respiración a quien la contrae. A menos que haya un respirador cerca, el contagiado se ahoga y muere en pocos minutos. La mortalidad aumentó tanto, que decretaron el cierre de todas las ciudades y pueblos hasta encontrar una cura. Han pasado cincuenta años y todavía no la han encontrado. Durante ese periodo, ha habido otros avances. Son buenos tiempos para la medicina y la investigación, así lo han requerido las circunstancias. 

Cuando descubrieron la transmutación memorística se destinó al bienestar de la salud mental. Estas técnicas son ahora de competencia y regulación gubernamental y se decretó que únicamente se destinaría a aquellos con problemas psiquiátricos graves, pues pensaron que el libre sometimiento a la operación podría alterar las identidades y desestabilizar el orden social. Hace poco, un niño de seis años se vió sometido a una operación de modificación del recuerdo. Lo autorizó un comité judicial después de que el niño contemplara en vivo el degollamiento de su madre a manos del padre y el posterior suicidio de este. El niño era un autista severo que sufrió un desorden de estrés agudo muy peligroso para un buen desarrollo cognitivo. Ha habido cientos de casos como este desde que comenzaron a realizar este tipo de operaciones. El problema es que, al estar regulada, se ha creado un mercado negro que comercializa la transmutación memorística. Lo forman cirujanos, normalmente contratados por empresarios que regentan clínicas privadas, en cuyos quirófanos hacen este tipo de operaciones clandestinamente, haciéndolas pasar por intervenciones legales. Cobran cantidades ingentes de dinero por transferir y alterar los recuerdos de delincuentes, avergonzados, arrepentidos e incluso de simples curiosos. Se les llama "vendedores de recuerdos". Un caso muy sonado fue el de aquel grupo de políticos que se implantaron los recuerdos de un colaborador después de que este falleciera sin revelar el paradero de unos fondos ilegales, supuestamente para repartir entre los miembros del partido como sobresueldos. Como no quedó nada escrito ni grabado, pues la información se había transmitido del colaborador al resto a través de la mente, se tardaron años hasta que finalmente se hizo justicia.

A veces, iba a casa de mi abuelo solo para que me contara anécdotas de la vida antigua, la vida que él vivió y los lugares que pisó. Me obsesioné tanto con el pasado que comencé a visitarlo todos los jueves de manera rutinaria y no paré de soñar desde entonces; siento añoranza por algo que nunca he vivido. Hace poco mi abuelo se puso enfermo, muy enfermo. No viviría mucho más, así que decidió que yo heredara uno de sus bienes más preciados: sus recuerdos. Me dijo que había pagado a un vendedor de recuerdos para que extrajeran todas sus memorias después de morir y las introdujesen en mí. Yo le conté tiempo atrás que mi vida nunca tendría sentido si no salía de este lugar, por lo que pensó que cederme aquellas experiencias sería lo mejor que podía hacer por mí. Al fin he experimentado mentalmente la vida que siempre he anhelado y que nunca he podido tener. Pero he pagado con mi muerte.


Thymamai – Myriam G.

Tiemblo de indignación e impotencia. Hace más de 10 días que no sé nada de Reisha. La última vez que la vi fue desde la torre que me han asignado, jugando en el jardín del Maer de Severen, custodiada fieramente por una de las ancianas nodrizas. Hoy parto de viaje para acometer el que será mi último trabajo, y hiervo por dentro al pensar que no me van a permitir despedirme antes de marchar. Sólo así se aseguran de que volveré con el encargo cumplido.

Los últimos días han sido tensos y duros, soy como el retén de una catapulta. A la sorpresa e incredulidad iniciales siguieron mis infructuosos intentos para persuadir al consejo del Maer de que lo que me pedían no sólo era infame, sino impracticable, que estaba más allá de mis conocimientos y habilidades, y que me arrojaba de bruces contra los votos de la práctica ancestral de los thymame.

-            - No provocamos muertes; nuestra razón de ser es la de proporcionar alivio y consuelo. Cuidar, curar; no enfermar, no causar daño”.

-          -   Mi querida Gaeli, vuestra misión se limitará a preparar y suministrar los recuerdos necesarios. No debéis preocuparos: es como plantar una semilla que sólo prospera si encuentra el suelo adecuado y se le da los cuidados necesarios. Por sí mismos, los recuerdos no tienen más fuerza que una pluma al viento. Vos facilitaréis los recuerdos; nosotros nos encargaremos del resto.

El consejero mayor demostraba tener un conocimiento sobre mi arte muy superior al que yo le atribuía. Pero mi ingenuidad no terminaba ahí. Mis argumentos primero y mi negativa después sólo sirvieron para que Reisha no volviera aquella tarde a casa. En su lugar, llegó una patrulla para escoltarme, con mis útiles y herramientas, a mi nuevo alojamiento: una de las torres del Castillo Alto de Severen y así poder llevar a cabo mi cometido, sin distracciones y con plena dedicación, mientras Reisha recibía las atenciones e instrucción que merecía la hija de la más notable thymamai del país.

Los thymame confeccionamos recuerdos y los instalamos en el corazón. Los recuerdos hacen al corazón saltar o encogerse, abrigarlo o congelarlo, insuflarle vigor y fortaleza, o sumirlo en el cansancio y la desesperanza. Un recuerdo potente puede llevar a alguien a superar cualquier obstáculo, o a hundirse en la apatía y dejarse morir. Un recuerdo fuerte puede salvar una vida o acabar con ella.

Nosotros sólo encendemos la primera chispa en el corazón. Los recuerdos prenden, después, en la mente, y sus efectos y poder dependen únicamente de cómo se les alimente. Hay personas que no alimentan bien sus buenos recuerdos, estos se apagan y ellas se pierden. Otras alimentan demasiado los malos, que se propagan y las engullen. Los thymame estamos atados por un juramento, “Cuidar, curar; no enfermar, no causar daño”. Nuestra labor es proporcionar a las gentes recuerdos benéficos y despojarlas de los perniciosos.

Aquí llevo, pues, casi dos ciclos confeccionando los recuerdos que llevarán a la locura, a la muerte, o a ambas, al sobrino del Maer, el heredero. Como thymamai, hacedora de recuerdos, mis entrañas se retuercen de repugnancia hacia mí misma. Como ciudadana de Severen, mi mente se paraliza de estupor. Y como Gaeli, madre de Reisha, mi corazón se encoge de temor. Pero toda yo ardo de furia y determinación: éste será mi último trabajo. Cuando se confirmen la muerte o la incapacidad del heredero del Maer, huiremos.

 

- INTENTO.

 Sentada frente a su ventana, con batín y zapatillas, Anne contemplaba los jardines del MAN. Había dejado el móvil y la petaca reposando en su regazo a la espera de noticias de los demás. Siempre había disfrutado de la vista panorámica de Madrid pero aquel día era incapaz de apreciar su belleza. Su mirada reflejaba las gotas de lluvia que aún golpeaban contra la ventana. No sentía miedo, ni tristeza, solo indignación.


Dos días habían pasado desde que Anne recibiera a la Dra. Piqué, Directora del MAN, en su despacho. Tras recibir la llamada de su secretaria, anunciando la entrada inmediata de la Doctora en sus aposentos, Anne había cerrado su portátil y guarecido con celeridad el papiro que ocupaba el centro de su mesa, en las clavijas que había mandado instalar ocultas bajo el tablero de la mesa. La Dra. Piqué siempre husmeaba en las investigaciones ajenas, tratando de incorporarlas a sus propios descubrimientos. Los escasos límites éticos de la directora del MAN eran bien conocidos en el mundo de la Egiptología.


La entrada de la Dra. Piqué había sido arrolladora. Empujando la puerta con ambas manos. Sus ojos, habían recorrido la estancia punto por punto, asimétricos, independientes, subiendo y bajando intranquilos en sus cuencas, como un camaleón que registraba cada sombra en busca de su presa. Mientras se relamía, valoraba la importancia de cada elemento. Su sed de reconocimiento era incluso superior a su ego. - Ustedes tienen demasiado sexo en la cabeza, como para tener la mente despejada. Si hay algo interesante, háganmelo saber, por el bien de la ciencia. - Era una de sus frases favoritas para cerrar su mail masivo diario, en el que acostumbraba a instar a su equipo a trabajar horas extra, y olvidar su vida más allá de su profesión.


Anne sonrió forzada. - Buenos días. - Saludó de forma vagamente audible.  Aquella oronda y menuda mujer avanzaba hacia las cajas de cartón, repletas de libretas de notas de la última excavación en el valle de las reinas. 


La luz era tenue, a Anne no le gustaba dañar sus papiros con moderas y potentes luces, prefería la intimidad de su flexo de luz cálida. La dra. Riveira se acomodó en su silla y entrelazó los dedos sobre la mesa. Parte del esmalte de algunas uñas había comenzado a caer dejando entrever una lámina nacarada, desgastada y comida por los productos químicos. 

  • Doctora Riveira. Tienes una investigación abierta, hasta que se aclare todo debes abandonar tu puesto. - Comenzó mientras ojeaba el primero de los manuscritos de la caja. - Tómatelo como unas no merecidas vacaciones. - 
  • ¿Una investigación sobre qué? Yo no he hecho nada. - Anne dirigía sus ojos hacia la mesa evitando los de la doctora, sabía que la Dra. Piqué la atacaría con su mirada rapaz. Los años le habían enseñado a rehusar el cuerpo a cuerpo con aquella mujer. 
  • No voy a entrar en discusiones vanales, es así y ya está. Recoge tus cosas y vete. Ya te llamaremos cuando sea menester. El Dr. Zawi me ha comunicado que tardarán unos meses en dilucidar todo el asunto. Adiós. - 
  • ¿El Dr. Zawi? - Anne se levantó de golpe de la silla que golpeó fuertemente contra el suelo. - ¿Qué tiene que ver con nosotros? - 
  • No estoy autorizada a compartir información sobre el expediente. Es confidencial. Como ya he dicho: adiós. Espero no verla por aquí, al menos, hasta nuevo aviso. -  
  • Pero… - Resopló Anne junto a un suspiro. - 
  • Pero nada, tomo esto prestado. - dijo guardando el pequeño bloc de notas de cuero desgastado bajo su brazo. - Esta todo dicho. 


Aquella mujer se dejaba ver poco, era una gran científica, que vivía enterrada bajo torres de ensayos y publicaciones pendientes de revisar. Tenía escaso contacto humano. Y todos en el MAN la temían y la reverenciaban a la vez. 


Antes de abandonar la habitación la Dra. Piqué recorrió de nuevo las paredes con mesura, parecía que cada ojo fuera capaz de enfocar una zona diferente, como si mapeara de forma simultánea cada rincón de la estancia. 


La puerta se cerró con estruendo, Anne trató de devolver la silla a su mesa pero la pata posterior se había partido. Una pequeña lágrima abandonó su lagrimal y serpenteó su mejilla. Aquella silla la había acompañado desde su primera excavación en el proyecto Yibuti, en su primera temporada en egipto. La guardaba cada año, junto a sus herramientas más preciadas, en un trastero del centro de El Cairo, antes de regresar a España, al final del periodo anual de trabajo de campo. Estaba tan llena de recuerdos, que la había enviado directa a su despacho el primer día que accedió al puesto de directora del proyecto del valle de las reinas en Luxor. 


La Dra. Riveira abrió las ventanas dejando entrar el aroma invernal del jardín que rodeaba el edificio, necesitaba aire fresco en sus pulmones. Se sentó en el suelo sujetando la silla con ambas manos, acurrucándola sobre su vientre. El Dr. Zawi era el director de excavaciones internacionales del ministerio de arte egipcio. Su cometido era proteger los tesoros que a diario se descubrían en allí, y hacer cumplir la restrictiva legislación actual, que delimitaba las técnicas arqueológicas y periodos de excavación, validados por el ministerio. En el pasado, la pólvora y otras formas de excavación habían dañado más de lo que habían permitido descubrir, ahora se exigía avanzar con lentitud y realizar dataciones continuas, la arqueología ya no era un arte sino una ciencia.


Anne se mantuvo sobre el suelo, mirando la oscuridad perimetral de la habitación. No alcanzaba a ver los papiros colgados en las paredes. Había regresado a España cuatro semanas atrás dando por terminado el trabajo de campo hasta el año venidero. En Egipto las excavaciones se dividían en temporadas, y los permisos eran estrictos en la fecha de inicio y finalización. 


El reflejo del papiro enrollado sobre si mismo, que descansaba en el portarollos enganchado a los bajos de sus mesa le obligó a sonreir. Era imposible que nadie supiera que la había acompañado ilegalmente envuelto en aquel cartucho, o que había permanecido tres días viviendo oculto en el forro de su abrigo de astracán durante su regreso a España.


Desde que sus pies tocaron Madrid se había mantenido recluida en su despacho, revisando notas y elaborando sus conclusiones. Durante aquellas semanas había disfrutado por toda compañía de una infusión de té egipcio, cuyo aroma a incienso y menta la devolvía a su primera visita a El Caire. No había mejor forma de avanzar que recreando el escenario al que pertenecían aquellas escrituras.

 

Con solo once años, guiada por la mano curtida de su abuelo había ascendido la rampa interminable de la gran pirámide de Keops, hasta alcanzar el estrecho pasadizo que conducía a la cámara funeraria. Su abuelo no había podido avanzar por el pequeño corredor. - Anne, ve tú y cuéntamelo todo cuando vuelvas. No quiero saber qué hay, quiero saber qué has sentido. - le había instado apretándola con fuerza contra su pecho. Anne había accedido a un espacio enorme, al incorporarse su primer impulso, condujo su espalda junto a la pared frente al sarcófago, palpó sus rugosidades y se mantuvo inmóvil unos minutos, la sala estaba vacía. Sobre ella, a casi seis metros del suelo, nueve enormes losas de granito rojo de cuarenta y cinco toneladas, protegían el acceso al cielo desde aquella máquina egipcia de la eternidad. 


Pasaron los minutos y la niña recuperó la serenidad, andaba a pasos cortos pero seguros. La oscuridad sonrosada de las paredes se tornó en luz conforme sus ojos se adaptaron a la estancia. Comenzó a bailar en círculos. Fue entonces cuando lo oyó, una voces, cantaban, como en un coro religioso, entonando algo que no conseguía comprender. Pegó su oreja a la pared incluso buscó en el orificio de la cara norte del que solo extrajo restos de arena y polvo. No adivinaba de dónde procedía la música, corrió hacia un lado, hacia otro. Procedía de cada rincón. 


La mirada de la niña de once años se centró en el sarcófago, su pared oriental estaba dañada, haciéndolo accesible. Su abuelo le había contado que Napoleón había pasado una noche en su interior, una noche que había cambiado su vida. Anne tocó el borde quebradizo de granito con las yemas de sus dedos, no cortaba pero su tacto penetraba como pequeñas agujas del magma que le dio origen. Sus movimientos era suaves, no los dirigía ella, notaba como sus músculos se tensaban y liberaban sin necesidad de mandarles órdenes. Se deshizo de sus zapatos de charol y trepo sin dañar sus delicadas medias hasta quedar tumbada en el centro del sarcófago, con los ojos clavados en el techo. Todo su vello se erizó. La música se hizo más evidente. Incluso podía tararearla. - Anne, ¿estás bien? - Como si se hubiera despertado de un sueño profundo la voz resonó en la cámara funeraria. - Ha pasado más de una hora. - La niña, froto con fuerza sus ojos varias veces, y apretó su cara ambas manos, la música había cesado. Se alzó con rapidez, y rodó hasta el suelo donde esperaba solo unos de sus zapatos. El segundo de ellos había desaparecido. Avanzó inestable hacia el corredor de vuelta, no acertaba a colocar correctamente los pies. - Abuelo. - Trató de articular, pero su voz se tradujo en un hilo inaudible. Comenzó a gatear hacia la salida, su abuelo la recibió con ambas manos asiéndola por las axilar y elevándolo en lo alto del pasadizo descendente. - Pequeña granujilla. Te lo has pasado tan bien que te has olvidado de que tu abuelo estaba sufriendo. Cuéntamelo todo. - Pero Anne aún tenía una mueca en la cara y los músculos rígidos. - Es muy bonito, muy rosa abuelo, te habría gustado. - Respondió quedando rendida al sueño en los brazos del hombre. 


Aquel té la retrotraía una y otra vez a aquel episodio. Veintiocho años después seguía pensando qué habría sido del segundo zapatito. Nunca había hablado de aquello con nadie, ni siquiera con su abuelo. Sabía que se trataba de la ensoñación condicionada de una niña. 


Aquella historia la llevaba de nuevo hasta su abuelo, fallecido solo cinco años tras su visita conjunta a Egipto. Le debía todo, aquel hombre inexpugnable la trataba con dulzura y dureza a partes iguales. Exigía que Anne le mostrara los resultados de sus notas mensualmente, y según sus calificaciones la recompensaba o castigaba por ello. Su abuelo Ramón era un filántropo, amaba la egiptología y gracias a la fortuna que su tatarabuelo había amasado en el pasado en los astilleros de ferrol, se había permitido incluso financiar algunas excavaciones. La más famosa había tenido lugar en el Osireión, un templo dedicado a lo sobrenatural, que mando construir Seti I en Abidos. Sus resultados habían sido fundamentales para entender la historia de la dinastía XIX, una de las más prolíficas del antiguo egipto. 


Tras la muerte de su abuelo había sido declarada como única heredera de una fortuna venida a menos, pero suficiente para elegir, sin ataduras, la carrera que su abuelo siempre había deseado para ella. No necesitaba preocuparse por elegir un trabajo que mantuviera su tren de vida, o que pagara unas facturas que incluían, desde una edad precoz, fiestas de postín y ropa que no podía pagarse en efectivo por lo abultado de su precio. 


  • No tiene ni idea. Es una necia rica que solo va Egipto para no sentirse demasiado desdichada. ¿Sabes que su marido la dejó, no? - La chillona voz de la Dra. Piqué llegó hasta su ventana. La mujer ventilaba su despacho diariamente antes y después de abrir su correspondencia. Estaba obsesionada por las cartas envenenadas, hasta el punto de haber contratado a un becario que lo hiciera por ella. El pobre chico duró menos de una semana acusado de leer la correspondencia de su legítima dueña. 


La Dra. Piqué debía estar hablando por su móvil, desde que adquiriera los AirPods con cancelación de ambiente hablaba en un tono elevadísimo por su teléfono. Su despacho solo distaba unos metros del de Anne, y no era la primera vez que escuchaba una conversación ajena si ambas ventanas confluían abiertas. 


  • Da igual, dejemos de cotillear, hay que matarla. - Ordenó la Dra. Piqué. - Será en dos días cuando esté junta a la ventana, a medio día, cuando contemple Madrid. Sabe demasiado. Su abuelo le habló de todo, estoy segura. 


Todo hasta ese momento había sido un sueño veloz y atropellado. La llamada a Stephano buscando socorro, el mercader de sueños llevándola de nuevo a la gran pirámide, la Dra. Piqué saludándola fatigada esa misma mañana. Anne miró por la ventana, seguía lloviendo. Bebió un largo trago de su petaca. Su esófago ardía bajo el yugo del alcohol. La hora se acercaba, el reloj de pared se acercaba a las 14h, la hora que habían concretado. Las instrucciones de Stephano eran claras: espera mi llamada, necesitamos que seas el cebo, sino nunca estarás segura. 


Un disparo sonó en la lejanía. Era igual que el aviso del inicio o del fin de un batalla. Tras ello el móvil hizo lo propio. - Descansa, está todo solucinado, esa gorda necia no volverá a molestar. - Era Stephano. Antes de que Anne pudiera responder el Vip del teléfono reveló el final de la llamada. 


VENDEDORA DE RECUERDOS

Tengo entre mis manos los recuerdos que llevo comprando, desde hace un tiempo, a una proveedora extraordinaria. 

El día que comencé a adquirirlos; salí a vagar por la ciudad con mis pensamientos, una desolada languidez, mirando mi propia sombra. Pensando en las oscuras ruinas de mi vida, mientras me sentía uno entre un millón; mezclado con un torrente de muchedumbre, en que todos se afanaban, nadie parecía saber adonde iba, ni de donde venia, como un sinfín de moscas entre el espeso polvo del verano. Caminaba por las mismas calles; pues la ciudad siempre parece la misma. 

Quise huir del tumulto y entré en la parte más antigua de la ciudad; en una calleja estrecha por la que había pasado muchas veces. Aquel día encontré algo diferente en ella, una tienda cuyo rótulo de letras rojas, en la parte superior de la fachada, decía, SE VENDEN RECUERDOS; el escaparate y la estrecha puerta de cristal ocupaban la fachada entera dejando ver todo el interior. Este era estrecho y profundo, y en él todo era blanco: las paredes, los libros sin letras en el lomo, apoyados en una linea del estante que recorría, de parte aparte, cada una de las paredes laterales. También era blanca la mesa baja que mostraba los libros del escaparate, al igual que estos, sin imágenes en la portada y, como pude comprobar después, también en blanco las paginas interiores.

En la puerta de entrada, sobre el cristal, un cartel advertía que el aforo era para una sola persona. Miré el interior y comprobé que no había ningún cliente; un fuerte impulso me hizo empujar la puerta y entrar. 

Al fondo, detrás de una mesa de madera clara; estaba sentada una mujer dibujando o escribiendo en uno de los libros que había sobre la mesa. Levantó la mirada y me observó mientras me acercaba. Con un suave gesto de su mano me indico que tomara asiento en la única silla que había a este lado de la mesa, y esperó en silencio a que yo hablase.

Ante lo insólito del lugar y de la actitud de la persona que tenía enfrente, se me perdieron las palabras. A pesar de ello, ella espero pacientemente a que estas volvieran a encontrarme y, finalmente, le pregunté.

  • ¿Es cierto que se venden recuerdos?.

  • Así es.

  • ¿Como son los recuerdos, que se venden?.

  • Solo lo sabe quien los adquiere.

  • Entonces, ¿como los vende?.

  • Siguiendo las instrucciones.

  • ¿En que consisten?.

  • En el tiempo de silencio, necesario.

  • Necesario, ¿para que?.

  • Para reconocer los recuerdos.

  • ¿Qué valen si uno mismo los consigue?.

  • Según el valor que cada uno les de.

  • ¿Cual es el precio de cada recuerdo?

  • Va implícito, lo valora cada cual.

Durante un tiempo estuve en silencio observando a la mujer que tenía delante. No sabría precisar su edad. Su rostro ovalado era bello a pesar de la ausencia de expresión; la frente era amplia; llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, recogido en una trenza que caía por la espalda y descansaba sobre su sencillo vestido blanco. Los ojos grandes y negros miraban directamente a los míos, y sin embargo no intimidaban; sus labios tenían un dibujo perfecto, no sonreía pero su gesto era afable. 

Siguiendo las instrucciones estuve frente a ella, intercambiando nuestras miradas; no recuerdo cuanto tiempo, sin decir una sola palabra; cuando sentí que era el momento me levanté. Como ella me había explicado previamente, cogí uno de los libros que estaban sobre la mesa, la salude con una inclinación de cabeza y salí a la calle. 

Camine directo a casa, allí, abrí el libro y comencé a volcar en él los recuerdos que había adquirido compartiendo el silencio. Cada vez que me quedaba sin ellos, visitaba la tienda, me sentaba frente a ella y el tiempo desaparecía sin palabras, pero siempre salía de allí con multitud de recuerdos, luego los encerraba en el libro blanco que cada vez lo era menos. Cuando estuvo lleno, se lo lleve a la vendedora según lo acordado. Ella se lo quedó un tiempo, y viendo el contenido ilustró la portada. Cuando lo recogí, fue el momento de pagarle. 

Ese es el objeto que tengo entre mis manos. En su interior hay un sin fin de recuerdos. En la parte de fuera una imagen ocupa por completo las dos cubiertas, y en ella aparece una multitud de “deseos””; de esos que solemos soplar cuando los encontramos, para que vuelen lejos y lleguen a su destino. En la fotografiá destacan, blancos, sobre el negro de una noche oscura, deslizándose sobre un mar plateado; del que emergen las letras de color rojo del titulo.  Recuerdos... torbellino de deseos... 

Mientras me quede tiempo, seguiré comprando en esa tienda futuros recuerdos. 

Pepa López



miércoles, 24 de marzo de 2021

 

EN BUSCA DE LA INFANCIA PERDIDA

Yo no creo en el presente, en el presente inmediato al menos; en ese que creen los budistas que cuentan las respiraciones, a buenas horas voy yo a pensar en respirar, para una cosa que hago sin pensar y le voy a dar vueltas. Como todo el mundo vivo instalada entre el pasado y el futuro y por eso no tengo paraguas. En resumen, no tengo paraguas porque nunca llueve por aquí, y si eso lo dice el pasado y la experiencia para qué  voy a comprar un paraguas. Hoy llueve como nunca llueve por aquí, pero estoy contenta porque tengo taller de cerámica. Voy pegada a los edificios aprovechando el paraguas “natural” de miradores y balcones, también es verdad que aprovecho la franja seca de la acera para que no acaben empapadas mis alpargatas de suela de esparto. Ha llegado la primavera y hoy es el primer día que me pongo este tipo de calzado. El parasol de la cafetería de la esquina hoy hace otra función y ahí me resguardo hasta que el muñeco del semáforo se convierta en verde. La cristalera de la cafetería me permite ver a los comensales, veo a mi compañero del taller  de cerámica desayunando con alguien que me resulta familiar, y los mechones mojados de mis cabellos se comienzan a erizar; al no llevar suelas de goma un cortocircuito recorre mis pantorrillas; todas mis conexiones neuronales podrían iluminar la Ciudad de la Luz; el presente inmediato se convierte en un destello que me hace perder la consciencia. Entro en la cafetería desarmada mientras mi mano derecha se arma con un cuchillo de una mesa cualquiera y comienzo a apuñalar en el cuello al señor del rostro familiar, en tres segundos acabo mi hazaña y le parto el corazón a Manuel como si fuera un entrecote poco hecho.

Ni me gusta leer, ni pensar, ni mucho menos escribir y, sin embargo, ahora que me han encerrado  no puedo hacer otra cosa. Yo no entiendo de tiempos narrativos e igual me hago un lío comenzando por el final del principio o por el principio del final. Lo que sí sé es que con el revuelo que se ha montado por matar a mi padre y a Manuel, mi compañero del taller de cerámica, tengo la obligación de contar mi historia lo mejor que pueda. No busco redención ni una reducción de condena, sólo busco matar el tiempo antes de que el tiempo me mate a mí.

Me había recomendado el psiquiatra que hiciera cosas que pudieran retrotraerme a mi infancia, y yo de pequeña, según me contaron mis abuelos antes de morir, era muy buena con la plastilina. Hay algo peor que tener una mala infancia, si eso es posible, y es no tenerla. Cuando yo tenía doce años mi padre desapareció y días más tarde mi madre saltó por el balcón de un octavo piso: infalible modo de dejar de existir. No viene a cuento aburrir a quién lea esto contando que el día que me quedé sin padres me quedé sin infancia y que mis abuelos me tuvieron que amamantar (literalmente, creo que se dice cuando algo es tal y cómo se dice). Toda mi infancia desapareció de mi mente con la desaparición de mi padre y con el choque del cuerpo de mi madre contra la acera. Mis abuelos maternos (mi padre era huérfano) me trataron como si fuera un bebé hasta que se mataron en un accidente de tráfico cuando yo tenía dieciocho años (seis reales para mí).

No sé cómo contar que se siente teniendo treinta años y habiendo nacido con doce, yo no soy escritora, pero creo que aunque lo fuera no podría transmitir ese sentimiento. Lo que sí puedo contar es que me sonrojé como una adolescente cuando alguien me pidió un cigarrillo mientras me tomaba un café en una terraza de Ruzafa. Tras decirme que se llamaba Jack, con su sonrisa burlona y su cara de travieso, y yo decirle mi nombre, lo siguiente que hizo fue pedirme permiso para tomarse un café conmigo, yo acepté y él ya no paró de hablar.

  —Pues Ángela que raro no haberte visto por aquí —me empezó a decir pronunciando mi nombre como si fuéramos amigos—, es que yo siempre ando por estas terrazas porque tengo un taller-escuela de cerámica en la calle peatonal que va de Cádiz al mercado —dijo riendo al darse cuenta de que no recordaba el nombre de la calle dónde tenía el taller—.

  —Qué casualidad, Jack —dije intentando pronunciar su nombre como él había hecho con el mío, pero me sonó fingido y me volví a sonrojar como si tuviera dieciocho años—, porque me estaba tomando este café antes de ir a tu taller a pedir información para apuntarme a las clases.

Después de una larga conversación, en la que nos contamos lo que quisimos recordar de nuestras vidas, para hacernos los interesantes, fuimos al Taller de Jack, así se llamaba y se llama el espacio dónde imparte sus clases el amigo que me acababa de sacar de la manga, o me acababa de sacar él de su chistera, porque lo cierto es que me resultó muy chistoso. No sé si lo que voy a hacer es una descripción o una enumeración de lo que vi cuando llegamos al local dónde iba a intentar recuperar mi infancia perdida, el caso es que la fachada negra con un dibujo renacentista grecolatino en blanco ya me dieron muy buena impresión. Detrás de unas puertas art decó con un cristal de espejo, que impedía ver el interior, se abría un mundo nuevo para mí. El tiempo y el espacio se confundían en ese lugar medieval y rural en medio de la ciudad del siglo veintiuno. De las paredes blancas nacían estantes sujetados mágicamente sin escuadras; en los estantes se exponían toda clase de recipientes de todos los colores: fuentes, tazas, platos, cuencos jarrones, fruteros e incluso exprimidores: todo resultaba perfecto en su imperfección; la destreza de las manos humanas se podía tocar, no hacía falta creer en el ser humano. Mientras mi nuevo amigo hablaba sin parar yo observaba con todos mis sentidos aquel lugar paradisíaco que me devolvería  mi infancia por prescripción facultativa. El olor a barro y humedad eran igual de agradables que lo que se podía ver; las vigas de madera del techo abovedado y las esteras de esparto separando el espacio de exposición del área dedicada a taller me parecieron muy indicadas para realizar mi regresión a la infancia. Al fondo del taller estaban los dos únicos artefactos mecánicos que te devolvían al presente: el torno de alfarero y el horno eléctrico. Justo enfrente del horno una escalera empinada te llevaba a una terraza soleada que igual servía para secar las piezas de barro que para tomar un descanso o una cerveza. Jack repetía siempre que tuviéramos cuidado con el último escalón, o con el primero al bajar, y al bajar era más peligroso por la cerveza y por la gravedad.

Llevaba ya tres meses inscrita en el taller y, aunque seguía sin recordar nada de mi infancia, disfrutaba como una niña todos los jueves: el día que hundía mis manos en arcillas se había convertido en mi día preferido de la semana. Un jueves de enero apareció un nuevo participante al taller. Se colocó al lado de mí en la larga mesa donde elaborábamos con  nuestras manos las piezas que nos proporcionaban tanta satisfacción personal al estar acabadas. Me preguntó la edad y cuando le dije dieciocho me alarmé porque no me podía permitir tener esos errores, en ese presente inmediato, en el que me atormentaba  por contestar sin pensar, él alumno nuevo exclamó:

  —No me puedo creer que no te acuerdes de mí, y no sé por qué te quitas doce años con lo guapa que estás —me dijo como si me conociera de toda la vida—.

  —Disculpa pero es que soy un bicho raro que nací con doce años—le dije sin ninguna gana de bromear—.

El ruido del torno de alfarero, que estaba usando otro alumno, me despertó de la abstracción que sentía cuando elaboraba mis piezas. En aquel ambiente gremial en el que Jack se desenvolvía como un maestro medieval, y el tiempo y el espacio se confundían, no podía creer que me estuviera sincerando a bocajarro con una persona que acababa de conocer.

  —Pero Ángela soy Manuel, Manolín, no me puedo creer que no recuerdes cuando íbamos al parvulario juntos y los veranos de tres meses que pasábamos en el Saler. Pero si te he preguntado la edad pensando que me ibas a reconocer y te iba a resultar gracioso, porque tú y yo nacimos el mismo día del mismo mes del mismo año: 27 de junio del 90. Pero si éramos inseparables hasta que a los once años destinaron a mi padre a Barcelona y nos perdimos la pista

Aquella presentación, que ahora sé que fue una representación, con tanto pero si esto, pero si aquello, me desconcertó. Que supiera mi nombre, sin yo habérselo dicho, y la fecha de mi nacimiento, me hicieron dejarme llevar por la confianza. Sus ojos negros y su blanca sonrisa alineada perfectamente le daban una especie de aura angelical  que me hicieron confiar en sus palabras. Cuando Jack con su inmensa simpatía se acercó y dijo que se alegraba de que nos conociéramos de toda la vida me decidí a confiar en mi suerte por primera vez en la vida. La vida es muy rara y en aquel momento pensé en que el psiquiatra no pudo siquiera imaginar que me iba a suceder lo que me estaba pasando. Pero acertó de pleno en que por medio del taller de cerámica iba a recuperar mi infancia. Los jueves se convirtieron en el día de los recuerdos infantiles que me contaba Manuel.  Recordaba, con todo lujo de detalles, mis vestiditos cuando iba al parvulario, hasta se reía mucho cuando recordaba el día que fui con un abrigo rojo con capucha y él me comenzó a llamar Caperucita; me contó que mi bocadillo del recreo siempre era de foie gras de no sé que marca; me hablaba de un tal Juanito que me estiraba de las trenzas y que él siempre me defendía. Los resúmenes de todos mis veranos entre los cuatro y los once años me hacían soñar todas las noches con aquella infancia olvidada de la que me estaba poniendo al día —nunca mejor dicho—, mi compañero de travesuras veraniegas. Cuando llegó la primavera a las calles de València yo había recuperado mi infancia en tres meses, mientras hundía mis manos en arcillas.  Aquel jueves anterior a la descarga eléctrica que me hizo matar fue el primer día de calor del año y subimos a la soleada terraza del Taller de Jack: “Cuidado con el escalón” dijo Jack, como siempre hacía, y a Manuel y a mí nos dio la risa. Llevaríamos tres cervezas cuando Manuel comenzó a ponerse transcendental.

  —Nunca en mi vida me había sentido tan útil hasta nuestro reencuentro. Debes de haberlo pasado muy mal al haber olvidado y perdido la infancia. Siempre he pensado que sólo existe una patria y una verdad y es la infancia. Me siento muy bien conmigo mismo de haberte hecho recuperar tu infancia.

No sé si fue el sol o la cerveza, pero al mirar el rostro de Manuel vi nítidamente el rostro olvidado de mi padre. Manuel había dicho patria e infancia y a mí me entraron unas ganas tremendas de olvidar lo olvidado.

  —Pues ahora que lo dices, en estos meses que nos conocemos he vuelto a ser consciente de que no nací con doce años. No puedo saber todavía si es bueno o es malo porque estoy muy confusa — le contesté mientras me levantaba y me despedía de improviso, aturdida por el recuerdo de la cara olvidada de mi padre—.

Llevaba una semana soñando con el rostro de mi padre, aparecía en todas mis pesadillas. Bajé a la calle aquella mañana lluviosa para continuar recuperando mi infancia con los recuerdos que me contaba Manuel en el taller de cerámica, estaba muy contenta porque era el primer día que iba con alpargatas.

En aquel presente inmediato del día de mi perdición, la sangre tiñe de rojo los manteles blancos de la cafetería, lo veo en mi cabeza como si estuviera pasando ahora. El camarero me sujeta mientras llaman a la policía y yo me siento feliz de matar a mi padre y a su vendedor de recuerdos, a uno por matar mi infancia (y a mi madre) y al otro por inventársela y venderla. También es verdad que a mi padre lo maté pocos días: había comprado al vendedor de recuerdos arrepentido de su atrocidad porque soy su única hija y tenía un cáncer terminal.

He conseguido que me trasladen al penal de El Dueso porque ahora sé cosas de mi infancia que han ido descubriendo los periodistas, no hay nada como un suceso mediático para descubrir la verdad. Quizá el viento del Cantábrico me haga recordar mi infancia. Ahora sé que al parvulario fui en Gijón y que nunca veraneé en el Saler. También sé que cuando mi padre nos abandonó hacía un mes  que nos habíamos trasladado de Asturias a València a vivir. La semana en que mi padre desapareció  había acertado una quiniela y se marchó a Estados Unidos e hizo fortuna en Silicon Valley con el negocio de la informática. Ahora entiendo cómo me llegaba una transferencia de cinco mil euros todos los meses. Me queda una larga condena por cumplir, más larga porque me espera una gran fortuna ahí afuera. Pero si de algo me ha servido este vía crucis es para saber que ni los recuerdos ni los olvidos se pueden comprar ni vender. Y al escribir esta historia me he dado cuenta de que los dramas y las tragedias sólo pasan en la literatura, en la vida real sólo hay presentes inmediatos que se convierten en tragedia al representarlos por escrito. Javier Bisbal

martes, 23 de marzo de 2021

 

EL VENDEDOR DE HUMO


En su apartamento encontraron una carta  a mi nombre, solo decía: que mal vendedor de recuerdos soy, solo tu pensabas que era un buen vendedor de humo, humo de recuerdos, hasta siempre mi amor.

Me dijo que le recogiera a las 12 en el hospital,  le daban el alta tras cuatro meses de ingreso en la planta de psiquiatría.

Nos conocimos a través de una amiga, yo me había divorciado hacia dos años, estaba demasiado obtusa para volver a tener otra relación, pero mi amiga María insistía, que más te da pégate un buen polvo que la vida son dos días, joder María que no quiero conocer a nadie en estos momentos, pero me hizo la típica emboscada, cenita las dos en mi casa mañana te espero cuando quieras y no se hable más que te has vuelto muy coñazo, así empezó nuestra amistad.

Estoy en el coche, he llegado 10 minutos antes como siempre, tengo un verdadero problema con la puntualidad, no sé cómo voy a reaccionar, el miedo me bloquea, por favor ven a por mí, me ha dicho, su enfermedad mental me asusta, no tengo porque estar aquí, es más que coño estoy haciendo?, nuestra relación fue un estanque de agua poco bebible, pero aquí estoy, moviendo la pierna izquierda sin parar… esperando a un vendedor de humo rodeada del humo de mi cigarrillo. Él me decía que no era vendedor de humo, que el solo vendía recuerdos. Recuerdos de qué? Recuerdos que no duelen

Al entrar en casa de María, lo vi sentado, hola me llamo Teresa, con una sonrisa forzada y con bastante mala hostia por la encerrona me senté en el sofá, yo me llamo Tomas, me dijo levantándose para darme la mano, las siguientes preguntas incomodas de a que te dedicas, tienes hijos y demás fueron realmente un suplicio, no me gustan los protocolos.

Me llamo al día siguiente, me dijo que fuéramos al mar, le dije que me era imposible, pero me insistió de una forma tan divertida que al final no sé cómo , me convenció, me recogió en un destartalado y sucio coche con dos copas de cristal , una botella de vino y una manta descolorida, estábamos solos , el mar palidecía por momentos, era como saber que nada iba a salir bien, pero decidí dejarme llevar por una vez en mi vida, no pensar, dejar de pensar me sumió en un hilarante placer a pesar de su mirada que con brusquedad me estremeció, las miradas sin vida me alarman, era una mirada en un vacío lleno de más vacío, deje volar a los malos pensamientos, respire, inhale, oí el rozar de las olas, deje de pensar en las miradas y ellas desaparecieron.

Tomas entro en mi coche como siempre con su sonrisa alargada, me abrazo como pocas personas saben abrazar, me beso, gracias me repetía una y mil veces, vale ya, le dije como me vuelvas a darme las gracias te tiro por la ventanilla, el seguía riendo, como me gustas con tu mala hostia, dónde vamos? me dijo, pues no se a tu casa de entrada a dejar tu maleta y luego comemos donde quieras. Creo que tienes muchas cosas que contarme, tú has sido quien me has llamado, has estado cuatro meses ingresado por una enfermedad  diagnosticada como bipolar, nunca me dijiste que tenías esta enfermedad, bueno te lo dije ayer, no te basta, me respondió, otra vez su mirada se oscureció, aunque intentara disimular, si, soy bipolar, no te lo estoy escondiendo, me dijo, pero también vendedor de recuerdos, soltó su carcajada y arranque el coche.

El vendedor de humo siempre me sorprendía, su mente era tan equilibrada que era difícil de pensar cómo  se desequilibró esa porción de cerebro que dificulta recomponer  las porciones de las neuronas  para que nada se rompa.

Nos fuimos a cenar al mejor restaurante que encontró, él era así a lo bestia, lo daba todo, nos contamos lo que habían pasado en los últimos tres años que no nos habíamos visto, el seguía escribiendo con poco éxito, se había arruinado con un negocio, pero eso no era lo importante, lo importante eras tú y tu no te diste cuenta, te fuiste un día sin decir nada, nunca te localice hasta hace un mes casualidades de la vida, desapareciste entre tus miedos, fui tu miedo, ahora me doy cuenta, no supe escucharte, no supe entender que tras tu sonrisa, el miedo te alejaba de mí, tu siempre llena de alegría con puntuales salidas de mala leche, no quiero sufrir, me lo dijiste en la playa, nunca me enamorare ni de ti ni de nadie, pero tú ya estabas lejos, demasiado lejos para darme cuenta que ya te había perdido.

Me fui, un día me levante, tú te habías ido a tu mundo de localizaciones ilocalizables, me vestí, recogí mis libros, mis bragas y un salero de sal que me recordaría a ti, cerré la puerta, me sentí libre, de nuevo el aire me respiraba, las calles eran surcos de espinas golpeando las cicatrices de mí, pero no mire al callejón, los arboles bailaban a través de una música que yo podía escuchar, me senté en un banco, allí me quede. La vida al amanecer se colorea de sus  colores anaranjados,  ya había sufrido,  ya había amado y me había destruido,  ya había participado de la falsedad del amor,  de la verdad también del amor, ya jure no sería parte de nadie, ni nadie de mí, ni nadie volvería a ser otra cicatriz en mi cuerpo, mejor un tatuaje marcado en mi espalda donde  nadie lo vería o quizás mejor en un recóndito lugar que solo sabría yo.

 

 

INMA LOPEZ

 

 

 

 

 

miércoles, 17 de marzo de 2021

 

 LOS ENVIDIABLES DE INTER NET. Artículo de opinión .  Javier Bisbal

 

No conozco a ninguna persona que se publique en las redes sociales, o por otros medios, limpiando la taza del retrete con la escobilla — quizá la haya porque la mente humana es insondable—. Cuando alguien hace pública su intimidad, normalmente, es para venderse, o, peor aún, para dar envidia. A la gente nos parece envidiable la felicidad y hoy es habitual que se publiquen fotos familiares (con bebes incluidos), grandes comilonas (con cogorzas intimas), hogares diseñados para mostrarse más que para vivir (con todos los almohadones en su sitio), viajes a la Conchinchina (o más lejos aún) y muestras de amor para toda la vida, toda, todita toda.

Hace no mucho tiempo se solía decir: “Comer como un cardenal” y “Vivir a cuerpo de rey”. Los envidiables en aquel tiempo estaban señalados, y aunque nadie conocía su intimidad, todos querían emularlos. Hoy en día todos quieren mostrar que viven como un rey y comen como un cardenal. También se podría decir que hoy es envidiable fornicar como un Borgia, pero no seré yo el que tope con el Papa. Mi prosaica disertación sobre la intimidad me lleva a reparar en esos programas mal llamados reality show: meten a unas personas en una casa, en una isla, o dónde se le ocurra a un realizador avispado e intentan hacer creer al público, que consume estos espacios televisivos, que están viendo a personas en su intimidad. Nadie se comporta ante una cámara como lo haría en la intimidad, por lo tanto se ha llegado al extremo de fabricar intimidades, y por el éxito de los programas tendremos que convenir que la intimidad de los otros despierta la curiosidad de muchos.

La lujuria, la gula, la envidia y la pereza siempre deberían ser reserva de la intimidad, pero ahora se divulgan sin pudor para que todo el mundo sepa lo envidiable que es nuestra divina existencia de la muerte. No sé bien por qué me viene a la cabeza aquel Presidente del Gobierno de España que hablaba catalán en la intimidad. Y es que la intimidad es muy sufrida y cuando hablas de ella deja de ser intimidad (José María tendría que haber publicado en el Face sus dotes parlamentarias con el idioma de los catalanes). Hoy en día para que la gente te admire necesitas compartir tu intimidad por Internet para dejar pruebas fehacientes de tu envidiable intimidad.

Ahora bien, no seré yo el que tire la primera piedra, porque no estoy libre de pecado. Sólo los salmones nadan contra la corriente. Así pues, el que sea salmón que tire la primera piedra. Y no hay nada que te haga más esclavo del sistema que ser un antisistema. Además yo en mi intimidad soy muy, pero que muy feliz, aunque todavía no sepa lo que es eso.

jueves, 11 de marzo de 2021

LIBERTAD EXPRESION


Reflexiones sobre la Libertad de Expresión

Tres preguntas me surgen a la hora de pensar en que consiste la Libertad de Expresión. ¿Que es la libertad de expresion? ¿Como es o debe ser la libertad de expresión? Y por ultimo ¿Porque és libertad de expresión, unos hechos y palabras y otros no?.

Si libertad es la facultad natural de hombres y mujeres para obrar de una manera o de otra. La libertad de expresion, debe ser, en esencia, la libre manifestación del pensamiento a través de palabras y actos. Y, ante esto, si uno cree en la libertad de expresión, ha de estar dispuesto a aceptar opiniones y actitudes con las que no este de acuerdo.

Pero la acción de expresar por medio de palabras y actos la libertad de pensamiento, necesita llevar consigo una responsabilidad, ineludible, frente a los que reciben esas palabras y esos actos. Son estos últimos los que tienen derecho a juzgar, también libremente, sobre esas palabras y hechos. Porque las palabras las lleva el viento pero también las difunde; y los actos crean hechos que dejan huella.

Frente a palabras y acciones que tienen consecuencias graves para otros, como la incitación a la violencia de hecho, la colectividad ha de estar dispuesta a rechazarlos, con los medios de que disponga.

La libertad de expresion o es responsable, o lo que es lo mismo, si no sabe cuales son sus limites; se convierte en la ley del mas fuerte; lo que equivale a la ausencia de democracia. Por lo tanto, para todos aquellos que creen en ella, sirve expresar aquello que en su tiempo dijo Voltaire “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”.

Pero en una sociedad en la que hay libertad de expresión, el grado de responsabilidad no es igual para todos los individuos que la componen. No tiene el mismo peso los actos y las palabras de un personaje que tiene una posición pública, que otro que no la posee; el grado de exigencia no se puede comparar.

Tampoco el grado de responsabilidad es igual en unas circunstancias u otras. Cuestionar la eficacia de la medicina en una situación de pandemia, con miles de muertos, no es comparable al hecho de hacerlo en circunstancias normales. Como tampoco lo es decirle a un amigo, Te voy a matar, en un ambiente distendido y de bromas; que decírselo a alguien como amenaza, o incitación para que ese acto se lleve a cabo.

Pepa Lopez 











jueves, 4 de marzo de 2021

 ¿Delito o veneno? - Myriam G.

Estamos que lo petamos: tertulias, debates, viñetas, columnas de opinión, memes, editoriales y, lo peor, vandalismo crudo y desnudo de justificación, bullen furiosamente estos días como abejas a las que han golpeado su colmena con saña. Desde la entrada en prisión del rapero y agitador Pablo Hasél, no dejamos de estar a vueltas con la libertad de expresión. Y eso que ni el tema ni la controversia son nuevos.

En 2015, el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, Guillermo Zapata, acabó renunciando a su cargo tras ser denunciado por la publicación de unos tuits en 2011, calificados, entre otros apelativos, de antisemitas. Al poco, en los carnavales de 2016, dos titiriteros pasaron por prisión preventiva acusados de enaltecimiento del terrorismo e incitación al odio por un espectáculo de marionetas en el que se mostraba un cartel con alusiones a ETA.

En 2017, el actor Willy Toledo fue juzgado por un delito de ofensa a los sentimientos religiosos por cagarse en la Virgen; en 2018, el cómico y presentador Dani Mateo fue denunciado e imputado por los delitos de ultraje y odio tras sonarse en televisión con una bandera de España. En 2019 fueron dos activistas de FEMEN las condenadas, esta vez por profanación tras encadenarse semidesnudas al altar de La Almudena. Y, como vemos estos días, suma y sigue.

¿Dónde empiezan y dónde terminan estos delitos de incitación al odio, de injurias, de enaltecimiento del terrorismo? Dirimirlo es tarea de los jueces, pero todos tendríamos que saber separar el delito del veneno, diferenciar bien lo criminal de lo tóxico, porque cada vez que revienta la polémica es porque la burla, la parodia, la ironía, la denuncia, la opinión, la crítica, están expresadas con un gusto atroz, con calidad artística cero, o con un pésimo sentido del tiempo y la oportunidad. Pero quizá no sean delitos.

¿O podría ser, tal vez, que tenemos la piel extremadamente fina para según qué cosas? Si nos molestáramos en analizar qué tienen esas ideas, opiniones, expresiones que tanto nos inquietan o soliviantan, descubriríamos que muchas provienen de gentes a las que atribuimos algún tipo de tara (moral, social, física, económica, psicológica). El resto de nuestro desasosiego lo genera el miedo a lo diferente, a lo que nos rompe los esquemas.

Creo firmemente que tenemos el derecho a expresar nuestras ideas y a comunicarlas, aunque a otros les parezcan ridículas, irracionales, estúpidas o desagradables. Y también tenemos el derecho a pensar que las ideas de otros son igualmente absurdas o soeces, pero no por ello vamos a privarlos de su libertad o de su derecho a expresarlas. Porque no existe el derecho a no ser incomodado, a no ser molestado, a no ser irritado…

Y es que los derechos y libertades no son infinitos ni tampoco un chicle tan elástico como para ser estirado y manipulado con fines de diseminar mentiras, extender el odio, hacer propaganda, infligir daño a los demás o incitar a otros a hacérselo. Las leyes marcan las fronteras entre nuestras libertades y derechos y los del de enfrente, pero en el caso de la libertad de expresión no lo hacen de forma clara, y nos encontramos límites borrosos y llenos de matices.

Las leyes han de poder amparar y defender a los vulnerables, por decencia, por justicia, y para no tener que recordarnos, entre lamentos, los versos del poema “Y vinieron a por mí…”, de Martin Niemöller. Igualmente deben proteger lo que es precioso para nuestra vida, para nuestro día a día, para nuestra convivencia, especialmente si luce el sello de “frágil” por haber sido recientemente conquistado y, con toda seguridad, con un alto coste.

Es una cuestión peliaguda que siempre ha estado ahí, ya hemos visto, sólo que ahora tenemos un sesgo atencional para estas cosas. Sin ir más lejos, esta semana hemos oído a Victoria Abril hablar de Coronacirco y Plandemia, al concejal de Baza, Granada, manifestar que a las mujeres de verdad sí les gusta que las piropeen, o al vicepresidente del Cabildo de Tenerife tratar de hacer juegos de palabras con sueños y humedades.

Al final, como en casi todo, la solución está (estará) en la educación, en la transmisión de valores, en la cortesía, en el sentido común, en la empatía, en el respeto… pero no en la violencia, física o verbal, ni en la privación de libertad. Para algunos quizá sea tarde y no puedan evitar seguir diciendo disparates, vilezas, burradas o chascarrillos horrorosos. Lo mejor que podemos hacer los demás es no ponernos a su altura.

martes, 2 de marzo de 2021

 

Artículo de opinión.    EL ESTACAZO.  Javier Bisbal

Una corona no es un paraguas, el numero uno de los españoles tiene que exponerse a la lluvia al igual que el resto de los españoles y si se ha mojado tiene que aguantar el chaparrón de críticas más o menos explícitas. En plena dictadura franquista, en la que no había libertad ideológica, ni de culto, ni de prensa, ni siquiera sexual, Lluis Llach publicó L´estaca, en 1968, la genialidad del mensaje implícito —que todos sabían lo que significaba— consiguió expresar la denuncia a la falta de libertades durante la dictadura sin que el cantante catalán ni los universitarios que la cantaban fueran detenidos. El cantante cautivo que está originando una ola de violencia en las calles no tiene el talento necesario para denunciar de forma implícita lo empapado que está el coronado emérito. Quizá por esta falta de talento merezca un estacazo intelectual pero lo que no es de recibo es que lo hagan cautivo del estado en plena pandemia. La ola de violencia (sobre todo en Barcelona) está demostrando que ha sido peor el remedio que la enfermedad — repito, estamos en un contexto mundial de excepción por la pandemia, y si se pueden evitar estos altercados de alguna forma conforme a derecho se deberían evitar—. Soy lego en materia de recursos de casación u otras medidas jurídicas que permitan aplazar una sentencia sin someterse al chantaje de la violencia, pero la judicatura debería haber procedido en consecuencia por el actual contexto —repito, estamos atravesando una pandemia—.

Jiddu Krishnamurti sentenció “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”.  Cualquier personaje que aspire a ganarse la vida divulgando mensajes, por cualquiera de las artes existentes, sabe, o debería saber, que no vivimos en una acadia feliz, y los descontentos siempre van a recoger los mensajes antisistema con fervor casi sexual, hasta celebrar sus orgías violentas en pos de un mundo más justo. El oportunismo del cantante cautivo lo ha llevado a amenazar públicamente a instituciones y personas y esto nada tiene que ver con la libertad de expresión, el delito de amenazas está tipificado en el Código Penal. Claro está que los siete pecados capitales de toda la vida se han transformado en virtudes públicas, y que la sociedad está bastante malita, pero los togados al igual que los oportunistas deberían proceder según el contexto actual, a riesgo de merecer un buen estacazo. Y esto no tiene nada que ver con la libertad de expresión.

 

NOTAS DE AMÉRICA. Charles Dickens. (Descripción de un apartamento neoyorquino visto por un británico en 1850).

Subid esta oscura escalera con cuidado de no perder pie en las quebradizas tablas y avanzad a tientas conmigo en esta guarida de lobos, dónde no parece entrar ni un rayo de luz, ni un soplo de aire. La luz de la cerilla se extingue y deja una oscuridad más profunda que antes, si es que existen grados en tales extremos.

“Querrás saber por qué no estoy en casa y por qué no he llamado para avisar de que me iba. Esta noche se me ha aparecido la Virgen y me ha d...