Sentada frente a su ventana, con batín y zapatillas, Anne contemplaba los jardines del MAN. Había dejado el móvil y la petaca reposando en su regazo a la espera de noticias de los demás. Siempre había disfrutado de la vista panorámica de Madrid pero aquel día era incapaz de apreciar su belleza. Su mirada reflejaba las gotas de lluvia que aún golpeaban contra la ventana. No sentía miedo, ni tristeza, solo indignación.
Dos días habían pasado desde que Anne recibiera a la Dra. Piqué, Directora del MAN, en su despacho. Tras recibir la llamada de su secretaria, anunciando la entrada inmediata de la Doctora en sus aposentos, Anne había cerrado su portátil y guarecido con celeridad el papiro que ocupaba el centro de su mesa, en las clavijas que había mandado instalar ocultas bajo el tablero de la mesa. La Dra. Piqué siempre husmeaba en las investigaciones ajenas, tratando de incorporarlas a sus propios descubrimientos. Los escasos límites éticos de la directora del MAN eran bien conocidos en el mundo de la Egiptología.
La entrada de la Dra. Piqué había sido arrolladora. Empujando la puerta con ambas manos. Sus ojos, habían recorrido la estancia punto por punto, asimétricos, independientes, subiendo y bajando intranquilos en sus cuencas, como un camaleón que registraba cada sombra en busca de su presa. Mientras se relamía, valoraba la importancia de cada elemento. Su sed de reconocimiento era incluso superior a su ego. - Ustedes tienen demasiado sexo en la cabeza, como para tener la mente despejada. Si hay algo interesante, háganmelo saber, por el bien de la ciencia. - Era una de sus frases favoritas para cerrar su mail masivo diario, en el que acostumbraba a instar a su equipo a trabajar horas extra, y olvidar su vida más allá de su profesión.
Anne sonrió forzada. - Buenos días. - Saludó de forma vagamente audible. Aquella oronda y menuda mujer avanzaba hacia las cajas de cartón, repletas de libretas de notas de la última excavación en el valle de las reinas.
La luz era tenue, a Anne no le gustaba dañar sus papiros con moderas y potentes luces, prefería la intimidad de su flexo de luz cálida. La dra. Riveira se acomodó en su silla y entrelazó los dedos sobre la mesa. Parte del esmalte de algunas uñas había comenzado a caer dejando entrever una lámina nacarada, desgastada y comida por los productos químicos.
- Doctora Riveira. Tienes una investigación abierta, hasta que se aclare todo debes abandonar tu puesto. - Comenzó mientras ojeaba el primero de los manuscritos de la caja. - Tómatelo como unas no merecidas vacaciones. -
- ¿Una investigación sobre qué? Yo no he hecho nada. - Anne dirigía sus ojos hacia la mesa evitando los de la doctora, sabía que la Dra. Piqué la atacaría con su mirada rapaz. Los años le habían enseñado a rehusar el cuerpo a cuerpo con aquella mujer.
- No voy a entrar en discusiones vanales, es así y ya está. Recoge tus cosas y vete. Ya te llamaremos cuando sea menester. El Dr. Zawi me ha comunicado que tardarán unos meses en dilucidar todo el asunto. Adiós. -
- ¿El Dr. Zawi? - Anne se levantó de golpe de la silla que golpeó fuertemente contra el suelo. - ¿Qué tiene que ver con nosotros? -
- No estoy autorizada a compartir información sobre el expediente. Es confidencial. Como ya he dicho: adiós. Espero no verla por aquí, al menos, hasta nuevo aviso. -
- Pero… - Resopló Anne junto a un suspiro. -
- Pero nada, tomo esto prestado. - dijo guardando el pequeño bloc de notas de cuero desgastado bajo su brazo. - Esta todo dicho.
Aquella mujer se dejaba ver poco, era una gran científica, que vivía enterrada bajo torres de ensayos y publicaciones pendientes de revisar. Tenía escaso contacto humano. Y todos en el MAN la temían y la reverenciaban a la vez.
Antes de abandonar la habitación la Dra. Piqué recorrió de nuevo las paredes con mesura, parecía que cada ojo fuera capaz de enfocar una zona diferente, como si mapeara de forma simultánea cada rincón de la estancia.
La puerta se cerró con estruendo, Anne trató de devolver la silla a su mesa pero la pata posterior se había partido. Una pequeña lágrima abandonó su lagrimal y serpenteó su mejilla. Aquella silla la había acompañado desde su primera excavación en el proyecto Yibuti, en su primera temporada en egipto. La guardaba cada año, junto a sus herramientas más preciadas, en un trastero del centro de El Cairo, antes de regresar a España, al final del periodo anual de trabajo de campo. Estaba tan llena de recuerdos, que la había enviado directa a su despacho el primer día que accedió al puesto de directora del proyecto del valle de las reinas en Luxor.
La Dra. Riveira abrió las ventanas dejando entrar el aroma invernal del jardín que rodeaba el edificio, necesitaba aire fresco en sus pulmones. Se sentó en el suelo sujetando la silla con ambas manos, acurrucándola sobre su vientre. El Dr. Zawi era el director de excavaciones internacionales del ministerio de arte egipcio. Su cometido era proteger los tesoros que a diario se descubrían en allí, y hacer cumplir la restrictiva legislación actual, que delimitaba las técnicas arqueológicas y periodos de excavación, validados por el ministerio. En el pasado, la pólvora y otras formas de excavación habían dañado más de lo que habían permitido descubrir, ahora se exigía avanzar con lentitud y realizar dataciones continuas, la arqueología ya no era un arte sino una ciencia.
Anne se mantuvo sobre el suelo, mirando la oscuridad perimetral de la habitación. No alcanzaba a ver los papiros colgados en las paredes. Había regresado a España cuatro semanas atrás dando por terminado el trabajo de campo hasta el año venidero. En Egipto las excavaciones se dividían en temporadas, y los permisos eran estrictos en la fecha de inicio y finalización.
El reflejo del papiro enrollado sobre si mismo, que descansaba en el portarollos enganchado a los bajos de sus mesa le obligó a sonreir. Era imposible que nadie supiera que la había acompañado ilegalmente envuelto en aquel cartucho, o que había permanecido tres días viviendo oculto en el forro de su abrigo de astracán durante su regreso a España.
Desde que sus pies tocaron Madrid se había mantenido recluida en su despacho, revisando notas y elaborando sus conclusiones. Durante aquellas semanas había disfrutado por toda compañía de una infusión de té egipcio, cuyo aroma a incienso y menta la devolvía a su primera visita a El Caire. No había mejor forma de avanzar que recreando el escenario al que pertenecían aquellas escrituras.
Con solo once años, guiada por la mano curtida de su abuelo había ascendido la rampa interminable de la gran pirámide de Keops, hasta alcanzar el estrecho pasadizo que conducía a la cámara funeraria. Su abuelo no había podido avanzar por el pequeño corredor. - Anne, ve tú y cuéntamelo todo cuando vuelvas. No quiero saber qué hay, quiero saber qué has sentido. - le había instado apretándola con fuerza contra su pecho. Anne había accedido a un espacio enorme, al incorporarse su primer impulso, condujo su espalda junto a la pared frente al sarcófago, palpó sus rugosidades y se mantuvo inmóvil unos minutos, la sala estaba vacía. Sobre ella, a casi seis metros del suelo, nueve enormes losas de granito rojo de cuarenta y cinco toneladas, protegían el acceso al cielo desde aquella máquina egipcia de la eternidad.
Pasaron los minutos y la niña recuperó la serenidad, andaba a pasos cortos pero seguros. La oscuridad sonrosada de las paredes se tornó en luz conforme sus ojos se adaptaron a la estancia. Comenzó a bailar en círculos. Fue entonces cuando lo oyó, una voces, cantaban, como en un coro religioso, entonando algo que no conseguía comprender. Pegó su oreja a la pared incluso buscó en el orificio de la cara norte del que solo extrajo restos de arena y polvo. No adivinaba de dónde procedía la música, corrió hacia un lado, hacia otro. Procedía de cada rincón.
La mirada de la niña de once años se centró en el sarcófago, su pared oriental estaba dañada, haciéndolo accesible. Su abuelo le había contado que Napoleón había pasado una noche en su interior, una noche que había cambiado su vida. Anne tocó el borde quebradizo de granito con las yemas de sus dedos, no cortaba pero su tacto penetraba como pequeñas agujas del magma que le dio origen. Sus movimientos era suaves, no los dirigía ella, notaba como sus músculos se tensaban y liberaban sin necesidad de mandarles órdenes. Se deshizo de sus zapatos de charol y trepo sin dañar sus delicadas medias hasta quedar tumbada en el centro del sarcófago, con los ojos clavados en el techo. Todo su vello se erizó. La música se hizo más evidente. Incluso podía tararearla. - Anne, ¿estás bien? - Como si se hubiera despertado de un sueño profundo la voz resonó en la cámara funeraria. - Ha pasado más de una hora. - La niña, froto con fuerza sus ojos varias veces, y apretó su cara ambas manos, la música había cesado. Se alzó con rapidez, y rodó hasta el suelo donde esperaba solo unos de sus zapatos. El segundo de ellos había desaparecido. Avanzó inestable hacia el corredor de vuelta, no acertaba a colocar correctamente los pies. - Abuelo. - Trató de articular, pero su voz se tradujo en un hilo inaudible. Comenzó a gatear hacia la salida, su abuelo la recibió con ambas manos asiéndola por las axilar y elevándolo en lo alto del pasadizo descendente. - Pequeña granujilla. Te lo has pasado tan bien que te has olvidado de que tu abuelo estaba sufriendo. Cuéntamelo todo. - Pero Anne aún tenía una mueca en la cara y los músculos rígidos. - Es muy bonito, muy rosa abuelo, te habría gustado. - Respondió quedando rendida al sueño en los brazos del hombre.
Aquel té la retrotraía una y otra vez a aquel episodio. Veintiocho años después seguía pensando qué habría sido del segundo zapatito. Nunca había hablado de aquello con nadie, ni siquiera con su abuelo. Sabía que se trataba de la ensoñación condicionada de una niña.
Aquella historia la llevaba de nuevo hasta su abuelo, fallecido solo cinco años tras su visita conjunta a Egipto. Le debía todo, aquel hombre inexpugnable la trataba con dulzura y dureza a partes iguales. Exigía que Anne le mostrara los resultados de sus notas mensualmente, y según sus calificaciones la recompensaba o castigaba por ello. Su abuelo Ramón era un filántropo, amaba la egiptología y gracias a la fortuna que su tatarabuelo había amasado en el pasado en los astilleros de ferrol, se había permitido incluso financiar algunas excavaciones. La más famosa había tenido lugar en el Osireión, un templo dedicado a lo sobrenatural, que mando construir Seti I en Abidos. Sus resultados habían sido fundamentales para entender la historia de la dinastía XIX, una de las más prolíficas del antiguo egipto.
Tras la muerte de su abuelo había sido declarada como única heredera de una fortuna venida a menos, pero suficiente para elegir, sin ataduras, la carrera que su abuelo siempre había deseado para ella. No necesitaba preocuparse por elegir un trabajo que mantuviera su tren de vida, o que pagara unas facturas que incluían, desde una edad precoz, fiestas de postín y ropa que no podía pagarse en efectivo por lo abultado de su precio.
- No tiene ni idea. Es una necia rica que solo va Egipto para no sentirse demasiado desdichada. ¿Sabes que su marido la dejó, no? - La chillona voz de la Dra. Piqué llegó hasta su ventana. La mujer ventilaba su despacho diariamente antes y después de abrir su correspondencia. Estaba obsesionada por las cartas envenenadas, hasta el punto de haber contratado a un becario que lo hiciera por ella. El pobre chico duró menos de una semana acusado de leer la correspondencia de su legítima dueña.
La Dra. Piqué debía estar hablando por su móvil, desde que adquiriera los AirPods con cancelación de ambiente hablaba en un tono elevadísimo por su teléfono. Su despacho solo distaba unos metros del de Anne, y no era la primera vez que escuchaba una conversación ajena si ambas ventanas confluían abiertas.
- Da igual, dejemos de cotillear, hay que matarla. - Ordenó la Dra. Piqué. - Será en dos días cuando esté junta a la ventana, a medio día, cuando contemple Madrid. Sabe demasiado. Su abuelo le habló de todo, estoy segura.
Todo hasta ese momento había sido un sueño veloz y atropellado. La llamada a Stephano buscando socorro, el mercader de sueños llevándola de nuevo a la gran pirámide, la Dra. Piqué saludándola fatigada esa misma mañana. Anne miró por la ventana, seguía lloviendo. Bebió un largo trago de su petaca. Su esófago ardía bajo el yugo del alcohol. La hora se acercaba, el reloj de pared se acercaba a las 14h, la hora que habían concretado. Las instrucciones de Stephano eran claras: espera mi llamada, necesitamos que seas el cebo, sino nunca estarás segura.
Un disparo sonó en la lejanía. Era igual que el aviso del inicio o del fin de un batalla. Tras ello el móvil hizo lo propio. - Descansa, está todo solucinado, esa gorda necia no volverá a molestar. - Era Stephano. Antes de que Anne pudiera responder el Vip del teléfono reveló el final de la llamada.