jueves, 27 de mayo de 2021

cuerpo

En su cuello, en sus muñecas, en su pecho. Pierre intentaba encontrar la llave de aquella habitación. Buscaba en el cuerpo del hombre desdentado que yacía estirado en el suelo con los brazos en cruz, inmóvil. Se posó ante sus ojos, conocía aquella expresión: pupilas contraídas, mueca burlona y mirada perdida. La mezcla que guardaba su pipa nada tenía que ver con la adormidera que usaba sacerdotisa Tefnur para curar las jaquecas de Ra, o con el opio que se vendía en las calles de Aswan. El hombre desdentado había jugado demasiado a encender y apagar aquella mezcla de tabaco y sustancias prohibidas. Tardaría horas, o incluso días en recuperar la cordura. 


Comenzó a desnudarle, movía sus manos con torpeza, la toxicidad del humo podía ser peor que cualquier droga. Acarició los pelos chamuscados de su pierna quemada con dulzura. Uno a uno fueron cayendo ante el paso de sus dedos. Introdujo sus huellas dactilares en la carne cocinada, sonrió. Amaba la vida, le fascinaba la muerte. Aquellas carnes contraídas y de color bélico, el olor a suciedad y necrosis, era como estar en la cámara de momificación del cadáver de un faraón. 


Fue ascendiendo en su cuerpo. Beso sus rodillas. Lamió su muslo. Así hasta llegar a su pene. Como toda ropa interior una cuerda sujetaba inestable el prepucio del hombre hacia su vientre. Pierre se sostenía con dificultad, apoyaba los codos sobre el hombre desdentado y gateaba sobre su cuerpo. Escodió su cabeza en las faldas de la túnica blanca humeante. Acercó sus labios al mayor de los manjares que atesoraba aquel cuerpo y aspiro el aroma a orina y semen y suciedad de aquel pene oscuro enterrado en un nido de serpientes que trataban de acceder a su cúspide. Sonrió. 


La tos de Pierre volvió a su cuerpo haciéndole doblar su cintura. Su diafragma se movía hacia arriba y hacia abajo con a violencia de una convulsión. No podía contener el aire, no podía aspirarlo. Se tumbó de lado junto al hombre desdentado sin parar de toser. Tenía los ojos cerrados y las rodillas apretadas contra el pecho. Las manchas de sangre de sus venas rotas por el esfuerzo de su cuerpo comenzaron a teñir la túnica blanca del cuerpo que estaba junto a él. 

UNA MECEDORA

Soy una mecedora que ha estado en esta familia durante tres generaciones. Me adquirieron los abuelos maternos de mi actual dueña; cuando estos se fueron pasé a la casa de sus padres, y cuando estos también murieron, fui el único elemento de aquella casa que ella se trajo a la suya, en la que todavía sigo estando. 

A pesar de lo ligera que soy, soy muy resistente, gracias a cómo me trataron para construirme. Un método que también consiguió que la carcoma no me ataque. Nací del tronco de una haya; me cortaron en tiras y me sometieron a baños de vapor con cola para darme flexibilidad, y luego me introdujeron en prensas de bronce para conseguir la forma deseada. Gracias a eso, mi estructura está formada por una serie de líneas curvas que van creando, enmarcando espacios, acotando el vacío y formando dibujos que juegan entre si. Algunas de las líneas van ensambladas con tornillos. El asiento y el respaldo son de rejilla. 

Me balanceo mucho, y gracias a eso mi dueña cuando era niña se mecía en mí; sentada con las piernas cruzadas como un pequeño buda, me hacia moverme al máximo, hasta que los mayores la reñían. Cuando era adolescente y quería cosas nuevas me pintó de rojo, y la verdad es que quedé horrible. Pasado un tiempo tampoco a ella le gusté así, y me quitó la pintura con un decapante; me dejó del color original de la madera, pero me quedaron unas manchas oscuras que me hacen parecer mas vieja. Cuando creció dejo de utilizarme, tampoco ahora se sienta mucho en mí. Creo que la culpa de ello es mi diseño, no es muy bueno. Soy una imitación.

Las que creo el primer diseñador de la historia; Thonet, un alemán, que en 1842 inventó la técnica del curvado de la madera, y la fabricación en serie; tenía en cuenta la ergonomía. Hizo que sus modelos se hicieran muy populares, y en muchas casas habían asientos de ese tipo. El carpintero que me hizo no sabía nada de eso, y a pesar de estar hecha de la misma manera soy mas alta de lo debido, y mis proporciones no son tan armónicas. 

A mis sucesivas dueñas, que han sido de estatura bajita, no les he resultado cómoda, a pesar de ello me han conservado. Ahora el lugar que ocupo esta delante de la ventana en la habitación de matrimonio, en el lado de la cama en que duerme ella; por las noches cuando se desnuda deja su ropa sobre mi. 

En una ocasión, escuche que su marido le proponía sustituirme por otro asiento mejor y más cómodo, pero ella dijo que ni hablar, que solo yo le quedaba de su infancia. Por eso sé que ella me quiere, a pesar de que no soy perfecta, y estaré con ella mientras ella esté. Luego, si no me destruye el fuego o un terremoto, sé que seguiré entera, y entonces no sé a dónde me llevarán .

Pepa Lopez











jueves, 20 de mayo de 2021

 


Aparecí en un pasillo de repente, el pasillo más feo que había pisado jamás. Había una puerta al fondo desde la que se oía la voz del niño, que repetía las mismas palabras una y otra vez. Pese al aturdimiento, supe que debía sacar al niño de la habitación y llevarlo fuera del pasillo, pero no me movía del miedo, pese a que era un  simple pasillo. Di dos, tres y hasta siete pasos pero no di más porque se abrió frente a mi otra puerta del lado izquierdo del pasillo de la que salió un hombre en esmoquin y con una copa en la mano.

- ¿Qué hace usted ahí fuera?. Debería venir a celebrar

- Ahora mismo no me viene demasiado bien- ya me había hecho a la idea de ir a por el niño y aquel hombre me estaba distrayendo.

- Yo, si fuera usted, entraría cuanto antes. Se está mejor dentro que fuera.

En el fondo quería entrar porque las conversaciones y la música que salían de aquella puerta me parecían mil veces más apetecibles que el pasillo inhóspito y me picaba la curiosidad por ver cómo era la celebración y qué tipo clase de gente había allí. El hombre me invitó a pasar con la mano y entré, no sin dar un último vistazo a la puerta del final del pasillo y sintiéndome algo culpable por dejar al niño solo y a su suerte.

El salón al que accedí era más grande de lo que parecía desde fuera, y la decoración era elegante y opulenta. Había hombres en traje y mujeres en vestido sentados, bien fumando, bien bebiendo, bien riendo o comiendo; los que no, bailaban frente al escenario. Una fiesta típica de ricos en aquellos felices años veinte. Era mejor estar allí que fuera y el niño ya me daba un poco igual.

- Disfrute de la fiesta. Allí está la barra, vaya a que le sirvan una copa.

El hombre de la puerta señaló un bar, solitario de no ser por el camarero, al fondo al que no dudé en acercarme.

- Buenas noches, ¿qué sirvo? Champán, whisky, ron…  Le recomiendo este de aquí.

- Me parece bien.

Y me sirvió una copa de algo que sabía bien y pedí otra y luego otra. Qué buen lugar: música, bebida, elegancia… El 1921 era un buen año en el que estar. Saqué la cartera para pagar.

- ¿Aceptáis euros?

- Dólares, señor, pero invita la casa.

- Ah, menos mal… pues no diré que no.

El camarero no tenía más clientes a los que atender y no teniendo allí a nadie conocido con quien hablar le di conversación. 

- ¿Desde cuándo trabajas aquí?

- Desde el año pasado, señor.

- Y ¿no te aburres aquí solo?

- Bueno, realmente hay momentos en lo que no se acercan muchos, pero hay quienes me dan conversación, como usted está haciendo ahora.

- Ya.

- Desde luego es mejor y me pagan más que en la mi trabajo anterior.

- ¿Cuál era?

- Trabajé en una cadena de montaje de armas en Inglaterra. Nací allí pero, tras la guerra, la fábrica quebró. Mi hijo murió en el frente y mi mujer unas semanas después de pena y como no me dejaba allá nada suficientemente importante vine a buscar trabajo a Estados Unidos.

En una oración me había soltado todas sus desgracias.


(...)


Entonces me di cuenta de que ya no quería estar más allí. Todo aquel glamour no era más que una faceta superficial. En realidad, la mayoría de personas de aquella fiesta eran desgraciadas y la conversación que tuve con el camarero me quitó las ganas de formar parte de aquel mundo. Con las distracciones me había olvidado de lo que quise hacer cuando estaba en el pasillo. Durante el tiempo que había perdido podría haber sacado al niño de la habitación; tenía que despedirme y volver.

- Me tengo que ir ya, gracias por todo.

Y me fui sin esperar su reacción. Realmente me daba pena aquel hombre y lo que había vivido allí, por lo que no me costó volver por donde había venido. Pero otra parte de mi mismo se sentía culpable por desaprovechar la oportunidad de quedarme en aquel lugar porque sabía que no podría volver jamás. Finalmente, volví a preguntarme si debía rendirme y dejar allí al niño o asumir los riesgos de llevármelo. Opté por lo segundo porque era mejor arrepentirme después que seguir pensando sin hacer nada en un pasillo tan feo. Fui hacia la puerta del fondo, abrí y ahí estaba el niño, sentado en la cama y repitiendo, con la mirada perdida, las mismas palabras que cuando le oí al principio . 

Le toque para que parase de hacer aquello y me prestase atención. Me miró a los ojos.

- Si te quedas aquí haciendo tonterías corres peligro. Ven conmigo; se dónde está la puerta de salida.

No esperé ninguna respuesta por su parte, le cogí la mano y lo saqué de la habitación sin resistencias. Al fin y al cabo era un niño que confiaba en lo que mandara un adulto como yo. Solo quedaba atravesar de vuelta el pasillo y habría acabado todo. 

- Por favor, devuelve al niño a la habitación.

Como me esperaba, no sería todo tan fácil. Un tío nos cerraba el paso al final del pasillo porque, al igual que el hombre que me invitó a la fiesta, en este pasillo siempre aparecen nuevos obstáculos. Pero la de ahora es una distracción más peligrosa porque el hombre lleva un arma y parece dispuesto a usarla con tal de que el niño vuelva donde estaba. 

No me importa; no quiero volver a debatir sobre qué hacer o qué no hacer, si dejar solo al niño o no dejarlo solo. Entonces me he puesto de cuclillas, a la altura del niño y le he dicho:

- Me tendrás que permitir que mate a tu padre. Es un demente.

Ahora me levantaré y me enfrentaré al hombre. Quién sabe si saldré herido, pero confío en no morir, porque lo que este loco no sabe es que, al sacar al niño, yo también dispongo de un arma con la que defenderme.



 

FOIE GRAS

 

Sé que estás ahí encerrado por doce barrotes de hueso, pero nunca te he visto. También sé la forma que tienes porque un día lo busqué en Internet. Eres granate como un bobal y la gente se cree que eres marrón rojizo porque lo dice el listo de google que es muy, pero que muy, listo —a los patos y las ocas las sobrealimentan para hipertrofiarles el hígado y hacer un alimento gourmet: el clásico chauvinismo francés les hace venderse como nadie sabe hacerlo y promocionar sus asquerosas comidas como si fueran manjares—.  Yo a ti te doy todos los fines de semana una gran dosis de hipertrofia, pero no es para hacer foie gras es para divertirme.

Ojalá supieras escribir pero sólo te manifiestas en valores enzimáticos  de GAMMA-GLUTAMIL TRANSPEPTIDASA, TRANSAMINASA GOT y TRANSAMINASA GPT, y yo, como soy muy listo, engaño al médico y cuando me van a realizar la extracción de sangre me tiro unos días sin hipertrofiarte. El caso es que cuando te manifiestas tampoco dices la verdad —si es que la verdad existe—. Hoy es lunes por la mañana y debes estar enfadado conmigo en tu prisión de mi costillar derecho. Lunes por la mañana, resacoso y aquí estoy  intentando describirte en mi viejo escritorio con forma de piano vertical: en lugar de teclas tiene una base para escribir de la que nacen dos cajones en los que guardo recuerdos. En la segunda altura también hay cuatro cajones con más recuerdos. En la base superior más recuerdos. Este viejo escritorio ha resistido cuatro mudanzas y eso es mucho resistir porque no contrato a ninguna agencia de mudanzas y los amigos que me ayudan a transportar mis enseres siempre van borrachos —seguro que tienen el hígado hipertrofiado como un pato francés—. La verdad es que tengo el culo dolorido por la silla de vieja oficina que siempre ha acompañado al escritorio: la base es de madera, color nogal como el escritorio, y está muy dura para mis vetustas nalgas, pero es que hace muy buen juego con el escritorio. Es de esas sillas con el respaldo semicircular y tablillas, lo bueno que tiene es que es giratoria y puedo dar vueltas sobre ella hasta pillar un mareíllo como si hubiera bebido, y este mareo no me inflama el hígado. La silla también ha soportado los golpes de los traslados por mis amigos ebrios, deben de ser de madera muy noble (la silla y el escritorio) no como mis dipsómanas amistades.

Voy a repetir que es lunes por la mañana, por varias razones, las principales son que estoy intentando comprender a mi hígado y la otra es porque los dos odiamos los domingos por la tarde y los lunes por la mañana —vuelvo a repetir— con todas nuestras fuerzas. Es difícil describir algo que no se ve, porque si yo describiera mis pies recordaría a aquella chica que me dijo que yo era más feo que un pie. Ahora miro mi pie y comprendo: mi segundo dedo del pie es más largo que el primero y mi talón —que no de Aquiles— es una callosidad.

Repito, hoy es lunes por la mañana y mi hígado debe estar hinchado como el de una oca francesa; lo que me lleva a pensar en el maltrato animal; lo que me lleva a deducir —yo los lunes por la mañana deduzco muy mal— que se deberían de hacer leyes contra el maltrato hepático. Y también se deberían agregar a las leyes contra el maltrato animal la prohibición de atiborrar a animales para que se les duplique el tamaño del hígado y se haga con ello un producto que untado en una rebanada de pan le haga pronunciar a algún comensal, con delirios de grandeza, la palabra más malsonante cuando se está uno alimentando, y esa palabra es… los lunes por la mañana se me olvidan algunas palabras.

No pretendo hacer un ensayo sobre mi hígado, yo no soy médico, soy mecánico de coches, pero una vez me dijeron que el hígado es el segundo órgano más grande en las personas, sólo por detrás de la piel. Los lunes por la mañana el segundo órgano más grande de mi cuerpo es tan grande como yo. Él está procesando el fin de semana y manda sobre mí. Mi cabeza deduce mal y hasta se me olvidan palabras y todo es culpa de que tengo al hígado que estoy intentando describir rindiendo a toda máquina —creo que los lunes por la mañana me odia, pero no se puede escapar de sus doce barrotes de mis costillas—.

Me pongo a dar vueltas en mi silla giratoria y no he dicho dónde vive mi escritorio y mi silla: en todas las casa habían habitado en el salón pero ahora están en mi dormitorio, al lado izquierdo del escritorio hay un mirador enorme de casi dos metros cuadrados, a la derecha está la cama y un armario con espejo en el que ahora me estoy viendo, justo detrás del escritorio una biblioteca con puertas de cristal para que no se me llenen de polvo los libros.  Mientras doy vueltas en mi silla giratoria se me pone a hablar mi hígado:

    Hola tú, soy yo, tu hígado, estoy harto de los lunes por la mañana que me das. Nacimos el mismo día del mismo mes del mismo año y tus creencias son las mías y tus vicios también, pero como sigas así me voy a morir. Para serte sincero cuando te pasas de la cerveza al whisky te odio como sólo un hígado puede odiar.

Paro de dar vueltecitas en mi silla giratoria, que el mareo me está haciendo escuchar a mi hígado hipertrofiado. Además acabo de recordar esa palabra que me da tanta rabia cuando alguien la pronuncia mientras mastica: “EXQUISITO”.

miércoles, 19 de mayo de 2021

UNA PARTE DE MI CUERPO

Mis pies !oh mis pies! tengo que escribir sobre ellos porque es la parte de mi cuerpo que veo sin la ayuda de un espejo. También sin él puedo ver mis manos, están más cerca de mis ojos, pero suelen estar en movimiento, cambian constantemente su apariencia y cuando están en reposo no suelo observarlas. Mis pies, sí los contemplo, porque incluso en acción mantienen su forma; cuando camino los miro y puedo ver alternativamente uno u otro.

No siempre me he sentido en armonía con ellos, es más, hubo un tiempo en que los desprecié, pero cuando era niña nos llevábamos bien. No los tenía en cuenta, me servían para ir a todas partes y me daban alegrías. Como crecían, cada verano y cada invierno me llevaban a la zapatería; resultaba un juego muy divertido probarme todos los zapatos que quisiera. Era lo único que podía elegir porque todo lo demás, me lo hacia mi madre sin consultarme.

Fue en la adolescencia cuando estuvimos enfrentados mis pies y yo. No me parecían elegantes, no como los que tenían las diosas de los cuadros, al contrario. Si estaba tumbada en la hierba, levantaba uno y lo contemplaba enmarcado sobre el cielo, me parecía un árbol visto en la lejanía, de tronco muy gordo al que le hubieran podado cada una de las ramas, dejando solo un cachito. Cuando salía al amanecer a caminar por la playa, me gustaba observarlos mojados por las olas e iluminados por el sol, entonces eran de oro; pero si miraba hacia atrás para ver sus huellas, estas, parecían las aletas de un pequeño buceador invisible.

Comprar unos zapatos de diseño era difícil; si los elegía para que cupieran a lo ancho, la punta era tan larga que parecían encastrados, cada uno, en un pez espada. Tuve suerte cuando mi actriz favorita, a la que de haberme encontrado con el genio de la lampara, le abría pedido parecerme; puso de moda unos zaparos bajitos, de punta ancha y redonda, además, bonitos y de distintos colores; entonces la adoré. 

Conseguí reconciliarme con ellos, cuando un amigo pintor mirándolos con cara de asombro dijo, !tienes unos pies Picassianos! y quiso dibujarlos. Yo, que me quedaba extasiada con los maravillosos pies que hay en los cuadros renacentistas, largos, proporcionados, mucho mas bellos que las manos, con las que la mayor parte de los artistas no aciertan, quizás, porque en reposo pierden vida. Por fin, alguien se había dedicado a concebir mis pies en una obra de arte.

Ahora los siento plenamente míos, y con raíces que se han ido formando en contacto con los lugares por los que han andado, vivido, creando un bosque de recuerdos que han hecho que arraiguen, incluso, en la fluidez del movimiento. Y ahora saben, un poco más, a dónde quieren y pueden ir.

Pepa Lopez




domingo, 16 de mayo de 2021

DESCRIPCIÓN ANOREXIA

 Aquel campamento ubicado entre las dunas ocupaba la extensión de un poblado. En la zona este se disponían los dromedarios y los caballos junto a tres quads algo oxidados. Junto a ellos varios edificios de madera de poca altura constituían las únicas estructuras fijas del complejo. El resto del elenco lo componían más de veinte enormes tiendas rectangulares que cerraban un círculo en cuyo centro se ubicaban los todoterrenos en los que había llegado al lugar. 


Cuatro mujeres condujeron a Anne a la parte posterior de la tienda principal y la colocaron en una improvisada cama. Estiraron de sus manos y sus pies hasta dejarla semidesnuda y colocaron sobre ella una sábana de lino blanco. Vestían túnicas de seda rosas y naranjas y verdes y amarillas, todos los colores superpuestos en una combinación que contrastaba con los colores rojos y blancos de las alfombras de figuras geométricas que decoraban la estancia. Aquella combinación de colores y figuras triangulares que la rodeaba hizo que el mareo volviera a Anne que quedó rendida al agotamiento como si verdaderamente hubiera conseguido la pastilla de valium que minutos antes había deseado. 


El olor a especias y té llegó hasta Anne que dormitaba boca abajo entre cojines y futones. El aroma dulce de la infusión se mezclaba con el comino, la nuez moscada y la pimienta rosa. Se desperezó encontrando directamente su sujetador bajo la sábana. Podía oír la voz de Pierre. No conseguía escuchar que decía. Intuía las sombras de varias personas moviéndose arriba y abajo, al otro lado de la tienda.


  • Cuándo vendrá la mujer. - dijo una voz que no consiguió reconocer. - Queremos ver el papiro. 
  • Deben ser pacientes amigos, mi Fiancee ha sufrido demasiadas emociones. Todo va según lo previsto. Recuperarán su papiro. No se preocupen… Se lo prometo. 


Sus prendas no estaban a la vista, pero no quería estar más tiempo inactiva. Se levantó apoyando sus manos y sus rodillas en el suelo. Necesitó dos intentos hasta conseguir levantarse por completo. Aún no había recuperado su lucidez habitual. Se sentía embotada y aletargada, como si hubiera bebido demasiado la noche anterior.


El espejo que presidía la improvisada estancia, le devolvió una imagen que no había solicitado. Vio su silueta como quien ve a un fantasma del pasado. Durante años Anne había luchado contra la bulimia. Su obsesión por encajar en la alta sociedad, había encontrado a su peor aliado: el culto a la delgadez extrema. Antes de cumplir los catorce años, y casi sin ser consciente de ello había comenzado a ritualizar las comidas. Había comenzado por controlar las calorías que ingería a diario. Contaba, sumaba, anotaba. Una y otra vez. Antes, durante y después. No podía o no sabía comer sin anotar el número de calorías que había incorporado a su cuerpo. Lo hacía con naturalidad, como quien mira los mensajes de su móvil, sin permitir que nadie supiera lo que hacía en realidad. 


Conocía el aporte nutricional de cada alimento. Y estudiaba artículos científicos para aumentar el control de todas las variables. Masticaba despacio mientras pensaba en índice glucémico. Era un término nuevo para ella. Cada vez que descubría algo se sentía mezquina y desdichada por haber pasado tantos años sin controlar ese factor. Se miraba en el espejo sin mirarse. Lo usaba para analizar sus pliegues, su composición corporal, sus defectos. Se desnudaba, plegaba su ropa y la colocaba en el escritorio y ponía un pie a la báscula como si aquello fuera el trampolín de una piscina repleta de pirañas deseosas de su sangre . Así lo repetía tres veces al día. Lo anotaba y bajaba del peso con resignación.


Así, sumida en el control durante más de un año había ido imponiendo sus rutinas. Entrenaba dos veces al día con la rigurosidad de los remeros de oxford. Daba igual si se trataba de domingo o navidad. Si llovía o nevaba. Si se sentía febril o enferma. Sólo después de correr se sentía algo aliviada. Nunca llegaba a sentirse satisfecha con su cuerpo. Siempre necesitaba más. Tras cada entrenamiento, simplemente se deshacía de una pequeña voluta del humo que nublaba su visión de si misma, sonreía cuando miraba el apartado de calorías consumidas de su reloj. No creía que aquella cifra fuera real, siempre había pensado que las falseaban para hacer a la gente sentirse mejor. Pasados unos minutos el humo comenzaba de nuevo a hacerse espeso, olvidaba poco a poco que acababa de entrenar y comenzaba a crecer ansiedad por quemar calorías de nuevo. 


Al cumplir los catorce había sumado un paso más en su carrera contra ella misma. La capacidad de vomitar a su antojo le resultaba de lo más útil. Podía fingir una comida normal, con amigos, con familia, o con la única compañía de su yo interno que cuestionaba aquella conducta. Demostraba control y capacidad de disfrutar de cualquier plato. Se relajaba y disfrutaba. Conseguía hacerse ver a si misma que no tenía ningún problema, como quien impide que sangre una herida con un torniquete hasta convencerse de que no existe ni herida ni sangrado. Horas después comenzaba la culpabilidad, el miedo a aumentar de peso, la sensación de la pérdida de control. El torniquete apretaba tanto que la sangre ya no llegaba y necesitaba liberarlo, soltarlo y que comenzara a sangrar. Así lo hacía una y otra vez. Sin ser consciente, sin poder siquiera tratar de impedirlo. Vomitaba y volvía a vomitar. Hasta conseguir que su estómago quedara vacío de comida y de ella misma. Terminaba agotada, exhausta de si misma. La culpabilidad no la abandonaba con facilidad. Se hidrataba, ataba con dos lazadas los cordones de sus zapatillas recién engrasadas y salía a correr hasta que comenzaba a ver unas estrellas que sólo ella podía contemplar. En dos ocasiones había perdido el conocimiento, despertando en una ambulancia camino del hospital. 


Nadie sospechaba. Ni sus padres, ni sus vecinos. Ni sus profesores, ni sus supuestas amigas. Anne fingía con maestría. Se maquillaba con discreción para dar color a una tez apagada y ocultaba sus ojeras con un delicado corrector. Elegía con mesura las combinaciones de sus prendas. Incluso se servía de un cuadrante para no repetir estilismos. Todo parecía perfecto desde fuera. En el colegio todos la tenían por perfecta. Sus notas eran excelentes, vestía de marca y de forma elegante, y su comportamiento era más que correcto. Sólo Julia, su amiga más íntima, sabía que aquella ropa era falsa, tanto como lo era la seguridad que desprendía Anne, y que por dentro, su amiga, se moría de tristeza.


Ninguna de ellas encajaba en aquel lugar donde las familias ganaban más dinero al mes que sus padres en un año. Ambas eran orquídeas de flores resplandecientes. Nadie miraba sus raíces podridas. El poder de la belleza de sus pétalos, todavía envidiables, las ocultaba. Era difícil intuir que aquellas flores estaban a punto de sucumbir a la muerte de la planta.  En el caso de Julia su benefactor era su padrino, un adinerado y superficial cirujano plástico que cubría su educación en aquel colegio elitista. Ambas sentían que no encajaban allí. Detestaban y admiraban a aquellas personas, engreídas, envidiosas e infelices. Tal era el odio que profesaban, que habían llegado a amarles y luchaban a diario por el sueño de, algún día, llegar a ser parte real de aquel selecto grupo social. 


El peor episodio había llegado con la aparición del alcohol en su vida. Su poder calórico era imposible de compensar. Anne necesitaba consumirlo para poder integrarse en los círculos más populares del colegio. No beber era una elección que la alejaría de las personas a las que quería impresionar. La solución le llegó en la forma menos esperada. Un documental de la televisión española, hablaba de los crecientes problemas de los países del norte de Europa, con el consumo de alcohol entre la población de mediada edad. Aseguraban que algunos dejaban de comer a causa de la adicción al alcohol. Durante cuatro meses Anne dejó de comer, sólo bebía, fiestas diarias en las que disfrutaba de su delgadez y de la embriaguez. Los primeros meses estaba pletórica, poco a poco comenzaba a ganarse el respeto y la admiración de sus compañeras. A partir del cuarto mes comenzó a notar cambios en su cuerpo. Su pelo, su bien más preciado, ese que hidrataba y cuidaba, ese al que aplicaba mascarillas durante horas y horas, ese mismo, comenzó a caer en masa. De un día a otro, el árbol de hoja perenne que era su cabello se tornó caduco llenando el suelo de mechones castaños. Se encerró en su habitación, canceló las fiestas y los conciertos y se odió a si misma. 


Durante el siguiente mes no acudió a clase. Sus padres ni siquiera llegaron a saberlo. Falsificó su firma en una improvisada nota en la que hablaba de que había contraído el sarampión y creó una falsa dirección mail para suplantar la identidad de su madre. No quería que nadie la viera sin pelo. Sufría pesadillas diarias donde soñaba que su cuerpo se hinchaba de grasa hasta estallar como un bombón relleno de licor. Despertaba empapada en sudor, con los dedos entumecidos y sin sensibilidad. Las uñas se quebraban solo con el hecho de acariciarlas y su piel parecía permutada con la de una tortuga centenaria, deshidratada y salpicada de grietas. Perdió la regla y comenzó a no poder leer o estudiar, su vista se agotaba y su neuronas parecían haber vuelto a la edad de piedra.


Fue Julia la que tomó las riendas. Ocultó los espejos de su habitación, la acompañó al médico, al psiquiatra y al endocrino. Compró más de doce pelucas hasta encontrar una rubia de flequillo recto que su amiga comenzó a usar a regañadientes y obligó a Anne a volver a comer. Comenzó con fruta y verdura, el efecto del brócoli y el mango se hicieron notar en menos de una semana. Comía con dificultad, su intestino no toleraba bien la comida y pasaba más tiempo sentada en el baño que en su propia habitación.   Los complementos vitamínicos también ayudaron a disminuir el oso perezoso que se había instaurado en sus movimientos. La anemia se corrigió a las dos semanas y la joven recobró el color en sus mejillas. 


El año que siguió volvió a sus escapadas adolescentes con el alcohol. Su éxito indiscutible del que disfrutaba entre los hombres le granjeó una incipiente autoestima que enterró, a muy pocos centímetros de profundidad, el trastorno alimentario. La adulación de los universitarios que conocía en fiestas, y los cumplidos de los porteros de discotecas fueron suficiente acicate para volver a ser capaz de mirarse en el espejo. Lo hacía de soslayo, consciente de que mirarse a los ojos podía desencadenar un nuevo episodio. Quitó todo aquello que devolviera su reflejo de su habitación, y sustituyó el enorme espejo del baño por un espejo de aumento en el que sólo podía ver su cara triangular.


La música rítmica del Darbuka, un instrumento de percusión parecido al tambor, y el laúd hicieron que Anne olvidara su juventud y se descubriera desnuda frente al espejo. Contemplo sus pechos, la piel había comenzado a descolgarse desde la lactancia. Se mantenían altos pero vacíos. Odiaba aquel pliegue que se marcaba entre su axila y su mama. Empujó su pecho hacia arriba emulando el efecto una prótesis. Recorrió su abdomen, los músculos se transparentaban bajo una fina cobertura de grasa y alcanzó sus piernas. Aquellas patas de alambre podían rodearse facilmente con una goma del pelo. Amaba aquella delgadez. Nunca había dejado de entrenar o de sumar calorías. Evitaba anotarlo pero lo archivaba en su memoria. Lo contabilizaba en sus recuerdos. 


Se rodeó con la sábana de lino hasta quedar cubierta desde sus axilas a sus tobillos. Sus clavículas, marcadas en exceso, quedaron al aire. Rodeó la alfombra que hacía las veces de pared y accedió a la sala principal. Las conversaciones se detuvieron. Solo quedó la música que había bajado de intensidad.


Pierre saludó con su mano sana. Junto a él, un barreño de latón con agua y sal albergaba su mano derecha que, ensangrentada,  jugueteaba en un agua con la que parecían haber limpiado los restos de una matanza.


  • Buenas tardes mi fiancee. - dijo Pierre riendo. - es usted mi, digamos... dulce dama durmiente. ¿se encuentra mejor?


Anne sonrió falsamente como única respuesta. Buscó con la mirada su ropa pero tampoco estaba en aquella habitación. Junto a Pierre, Jose y el hombre de las gafas ocupaban unos enormes puff, mientras que a su alrededor tres hombres de tez oscura y túnicas negras, conversaban, sentados sobre una alfombra de seda cuyos intensos rojos y verdes parecían sacados de un cuadro de van gogh. Ninguno de los  tres hombres miró a Anne. Permanecían erguidos, contoneando sus cuerpos sobre las piernas cruzadas. Anne los reconoció al segundo vistazo. Aquellas túnicas oscuras, los tatuajes de henna en sus caras y sus manos, aquel movimiento oscilante tan característica. Parecían cobras egipcias moviéndose al son de la flauta dulce, elevando su cuerpo para deleite de unos turistas que nunca sospecharían que aquellos animales habían sido privados de sus los colmillos para evitar su veneno. Eran nubios. 


jueves, 13 de mayo de 2021

 Manos vivas – Myriam G.

 Manos de pianista. Era su único elogio, aunque nunca le hizo honor: siempre se negó a enseñarme a tocar el piano porque, según él, yo tenía mi propia idea de cómo hacerlo. Así eran mis manos de niña: pequeñas, con dedos largos, finos e inquietos. Manos que reflejaban la impaciencia de mi mente y su curiosidad. También su tozudez. Manos que no supieron hacer una palmatoria con arcilla y conchas de mejillón, pero que se morían por acariciar la cara que había por encima de esas otras manos femeninas que se pasaron la noche terminando la tarea de Plástica. Manos que devoraban incansables páginas y páginas de Enyd Blyton y emborronaban también páginas y páginas de cuadernos de doble línea contando mis propias historias copiadas.

Adolescentes manos de piel de papel de seda. Me perdía en el laberinto fascinante de sus delicadas venas azules y me sumergía en los enigmas de los dibujos de su palma. Preguntas trascendentales sobre si tendría una vida larga, y cuántos novios, y cuántos hijos; si viajaría mucho, si haría algo memorable, si viviría aventuras dignas de los héroes y heroínas de mis lecturas. Y como las líneas enmarañadas de mis manos no me decían mucho, ya buscaba yo las respuestas en libros de personalidad según el zodíaco, en novelas históricas de Noah Gordon, de ciencia ficción de Asimov, o en las rimas y leyendas de Bécquer. Todo tenía su valor. Menos mal que también daba valor a los libros de texto. Mis manos seguían pasando páginas febrilmente, pero ya no las llenaban mis relatos de novata. La sentencia fue brutal: lo que escribía no era original.

Las manos de adulta entregaron y recibieron el anillo de un amor para toda la vida que pasó de ser una razón para existir pletórica, a un espejismo que perseguir y un amargo fiasco del que salir huyendo. Estas manos aún pasean sus venas azules a la vista; ahora también al tacto. Acompañan mis palabras en una danza de pájaros pequeños y pálidos y encierran mis frustraciones en puños rabiosos de nudillos blancos. Estas manos mías se adornan ahora de pequeños berilos dorados y chips de chocolate con leche; y se acercan más al pergamino que al papel de seda porque han sentido, luchado, aprendido… Modelaron arrumacos, se llenaron de vida recién nacida, palpitaron con la magia de la presencia y hormiguearon con la desazón de la distancia. Han sostenido, acariciado, aplaudido y enfatizado. Mis manos, es verdad, nunca volvieron a tocar las teclas de un piano, pero están vivas. Y han vuelto a escribir.

 

Senda – Myriam G.

 Aferraba el libro apretándolo con sus bracitos contra el pecho. La bolsa de tela de cuadritos rosa que golpeaba rítmicamente su espalda era demasiado pequeña para ocultarlo, así que lo protegía con el celo de una madre hacia su cachorro. Tommy y Annika, tan invisibles para todos como reales para ella, hoy tenían que conformarse con ir de la mano de la yaya. Ni siquiera la proximidad a la boca del metro, con su caliente vendaval de bienvenida y su vomitona de abrigos, bolsos y chaquetones trepando por sus escarpadas escaleras conseguirían que soltara su tesoro. Por nada del mundo.

- Vamos, dame la mano que hay mucha gente.

La niña negó enérgicamente con la cabeza y empezó a bajar las escaleras, dándole la espalda a la yaya para proteger aún más su preciado libro. Bajaba un escalón cada vez, con la mirada fija en los zapatos, botas y bambas que venían en su dirección y que, milagrosamente en el último segundo, se desviaban de su camino abriéndole un pasillo en los eternos escalones.

- ¡Que me des la mano he dicho!

La yaya tuvo que conformarse con sujetarla del hombro para que no la tragara la multitud. Serpentearon por los pasillos del metro, sortearon los tornos y se adentraron en el andén. Siempre que podían subían en el último vagón. La puerta acristalada del fondo se asomaba a la oscuridad de tinta del túnel, salpicada aquí y allá por alguna lucecita roja o, a veces, verde. Con la frente pegada al cristal, veía cómo se alejaban los trenes que corrían en la vía de al lado, gusanitos de lucecitas que se hundían a toda velocidad en la negrura.

Conforme el tren aminoraba la velocidad, la niña nombraba en voz alta, metódicamente y sin equivocarse una sola vez, las estaciones por las que pasaban: Congrés, Maragall, Virrei Amat, Vilapiscina… hasta llegar a Horta, creciendo su certeza de que a la yaya no se le pasaría la parada

- Déu ni do! Tan petita i ja sap llegir?

Una pregunta recurrente que la niña y la yaya contestaban a coro con un sí y un no. La niña torcía el morrito y enfatizaba que sí sabía. Y la yaya lanzaba una mirada cómplice a la encandilada pasajera, porque casi siempre eran señoras. Esa tarde, la niña le enseñó el tesoro que no había dejado de custodiar ni un momento.

- Tengo un libro. Se llama Seeen-da –un dedito solícito se deslizó por la portada para ayudar a la señora a leer el título.

- Ah, qué bonito. ¿Es del cole?

- Sí, me lo ha dado la senyoreta Modesta. Y es de majors.

- Aaaah… però, quants anys tens tú?

- Tres – dos deditos más se añadieron al índice y las cejas de la niña se elevaron desafiantes hasta la línea de rizos castaños.

- Pero aquí pone que es de primero. – un dedo acabado en una uña pintada de rojo señaló el pequeño 1 de la esquina superior derecha – Tú no vas a primero. Y aquí, pone Xavi Montolíu.

- Noooo… no es de primero, es porque hay un girasol – la niña señaló la enorme flor amarilla de la portada - ¿ves? U-no. Sé contar. Y sé leer. Por eso la senyoreta Modesta me ha dado el libro. Era de Xavi, pero ahora es mío.

- Aaah.

La señora y la yaya se miraron. La señora sonreía, pero la yaya no tanto, más bien fruncía ligeramente el ceño. La niña volvió a apoyarse en la ventana. No quería más preguntas.

En casa de la yaya, colocó el libro en la mesa camilla del comedor y trepó por la silla para acomodarse y abrir, por fin, el maravilloso cofre del tesoro. Tommy y Annika la observaban invisibles desde el sofá. Acarició el girasol de la tapa, aguantando la respiración. Estaba áspero. Tras la tapa, de cartón gordo, las primeras páginas no tenían cuentos, no había dibujos. Soltó el aire. Tuvo que pasar varias páginas hasta encontrar los dibujos. Ahí empezaban los cuentos. Y respiró aliviada.



martes, 11 de mayo de 2021

 

LAS PIERNAS SON LAS MIAS

Nací con las piernas de la belleza tímida, de la vida sosegada de la piel esplendorosa de la piel importante, con ellas mis piernas …supe pensar, ellas me llevaban a los países imaginarios de la niñez, podía ….. danzar entre nebulosas de piernas, mis piernas largas y delgadas que ocupaban casi la tercera parte de mis neuronas, piernas saltimbanquis, piernas de escenarios escondidos, piernas de raíz de árbol que se enroscan en la libertad del sentir, piernas de sexo  entrecruzadas con otras piernas, piernas de serpientes, piernas que no saben más que volver a las sabanas de mi abuela, la que sabía que mis piernas eran libres como ella lo fue, piernas sin prejuicios, piernas que nunca supieron correr, algo tenían que tener mis piernas de negativo, pero a mí me divertía saber que lo único que no sabían hacer mis piernas era correr, mis amigos se reían  y yo corría y corría para que ellos se rieran , felicidad de piernas, piernas que saben que tus piernas también quizás sean mías, o al revés, que se yo, porque mis piernas dan vueltas en un mundo de otras piernas que falsean, mis piernas no falsean, hoy mis piernas siguen siendo mis piernas de ayer, no de mañana, porque el mañana no existe entre mis piernas, yo las saludo cada segundo de vida,  me calzo unos tacones de ir por casa, me siento abrazada a mis piernas,  meditando las oigo cantarme que los vuelos al atardecer son piernas de mujeres invalidas de su yo,  pongo un altar de piernas de cera junto a mis piernas, piernas de muerte y vida juntas,  de tanto pensar me quedo sin improvisar… si… joder, lo se … …improvisar  es lo mío, improvisar el tiempo , improvisar unas piernas que ya no sé si son mías, improvisar una lectura, improvisar un poema, dejare de improvisar algún día pero hoy  mis piernas me llevan a la dulzura de la crema de nívea  en la noche, a los pies con mis dedos que me acarician, piel grabada con la ternura de mis piernas, por eso las quiero, por sus caricias nocturnas , por su sexo, por los polvos eternos de sus piernas, porque son mi alma, porque hoy saben de mí. Solo por eso.

 

Inma López

 

domingo, 9 de mayo de 2021

DESCRIPCIONES

 Ejercicio Descripción. 


A)


Antes de llegar a responder miró punto por punto a aquella mujer que fácilmente habría pasado por su hermana. Debía tener algunos años más que ella, pero estaba bien conservada. Su pelo era oscuro y su flequillo recto parecía cortado con escuadra y cartabón. Presentaba algunas arrugas de expresión, las mismas que habría tenido Anne de no ser por su cita puntual, cada seis meses, con el botox. Su estilo, falsamente descuidado, le aportaba la elegancia y sencillez, de quien elige con mesura sus palabras al dar un discurso sin llegar a perder la fluidez. Una blusa plumeti azul celeste, oculta parcialmente por un abrigo del mismo color, y un pantalón blanco con la pinza marcada, acompañaban a unos zapatos grises con cerca de siete centímetros de tacón. Sus ojos marrones lucían levemente achinados, como si un rayo de sol incidiera sobre ellos impidiendo que sus pestañas se separaran por completo. Llevaba una corrección transparente, cuyo plástico, a modo de cortina sensual, ocultaba una sonrisa casi perfecta. El colorete, resaltaba unos pómulos enmarcados por una tez blanquecina y una delgadez casi excesiva. Sus labios gruesos pero cuarteados por el frío de madrid, recordaban a los bizcochos de manzana que al subir en el horno, acababan por agrietar su cubierta de azúcar, dejando entrever su corazón esponjoso. 


B)

Descendieron por la escalinata aspirando el aire caliente y cargado del desierto. El olor a carburante del avión, se mezclaba con el perfume barato, del que se había atiborrado la azafata antes de aterrizar. 


Pierre, esperaba junto a las puertas del mismo coche que había transportado días atrás a Anne desde el hotel de Lúxor hasta el aeropuerto. Su muñeca derecha, envuelta en un pañuelo de seda, descansaba colgando de su cuello. La imagen, recordaba a la de una madre envolviendo con cuidado a su recién nacido entre suaves telas, para cargarlo acolchado entre sus senos. Los dedos, amorcillados, parecían constreñidos por unos grilletes invisibles. El anillo de oro rosa del dedo corazón presionaba con fuerza la piel que lo circundaba, incluso había provocado una herida que sangraba con la suavidad de un cordón umbilical sujetado por una pinza. Las grietas de sus manos habían desaparecido a causa del edema y la inflamación. Aquella mano bien habría pasado por la de un boxeador torpe que hubiera golpeado contra el duro hueso del cráneo de su oponente, o la un borracho que la hubiera emprendido a golpes con una farola, terminando por romper hasta el último de los delicados huesos de su mano. 


Trató de saludar a los recién llegados con un pequeño aspaviento. Se movía con dificultad, como un aguilucho que acaba de perder el plumón y estira por primera vez, inexperto, sus alas. El gemelo de lapislázuli que asomaba por la manga de su americana azul, contrastaba con los colores violáceos, amarillos, rojizos, que componían un atardecer de invierno en la muñeca de Pierre. Al estirar la mano Anne pudo ver el final de sus dedos. Había perdido las uñas de los dos primeros dedos. En su lugar, como dos cuencas vacías a las que les han sido extraídos los ojos, dos muñones de carnes blanquecinas trataban de moverse buscando una curación imposible en el aire cargado y caliente y pesado del desierto.


Me pierdo con las metáforas... HELP... ESTÁN BIEN... ME PASO... ME QUEDO CORTO...

 El Gulfstream G650 despegó sin esperar a que los pasajeros tuvieran abrochados los cinturones. Anne ya conocía aquel prodigio de la ingeniería de su viaje desde Luxor. En esta ocasión, sin la atención constante y continua y punzante de Pierre pudo apreciar los grabados del avión. Los asientos de cuero estaban marcados en sus cabeceros con el relieve de un escudo, como si se tratara de un caballo ganador grabado a fuego. Anne pasó sus dedos por las costuras intentando adivinar sus siluetas. Sintió el poder de una serpiente, equilibrado, describiendo un arpa con sus curvas que iban y venían hasta terminar en un elemento más potente cuya forma de cruz no terminó de comprender. Acercó sus ojos de forma indiscreta hasta quedar a pocos centímetros de la imagen. Buscaba una cercanía que le permitiera descifrar aquellas formas. En la parte superior adivinó un dragón que serpenteaba. Esa era la culebra con forma de arpa que había sentido entre sus dedos. El animal parecía engullir o vomitar a un niño, cuyos brazos y cabeza salían de su boca formando una cruz. Había visto aquel escudo de armas en el pasado. Se esforzó, aceleró sus neuronas como si estuviera derivando una fórmula imposible. Anne nunca había sido buena en matemáticas.


  • Dra. Riveira. - 


Catalina reclamó su atención, sin permitirle resolver su duda. No había conseguido entrever aquel escudo en sus recuerdos. 


La atractiva mujer, que parecía sacada una revista del corazón, y el hombre de gafas oscuras, estaban sentados al frente mientras que Jose y ella se mantenían en la parte posterior. Catalina deslizó su asiento por los rieles del avión, con suavidad, parecía una niña bailando con una silla de ruedas en un despacho recién pulido. Llegó hasta ellos y posó sus manos sobre las rodillas de Anne.


  • Saque el panfleto que le he dado. - Carraspeó. - Pónganse cómodos voy a contarles una historia.
  • Primero tengo algunas preguntas. - dijo Anne. 
  • No se preocupe, seguramente mi historia es la respuesta que busca. 


Anne se recostó y llamó la atención de la azafata. Esta vez estaba simplemente deshidratada. Necesitaba su mente despejada, así que ordeno un zumo de tomate con limón, pimienta negra y un toque de Tabasco y algo de agua. Jose agitó la mano hacia la azafata y se apresuró a solicitar lo mismo, como si fuera la hora del cierre de aquel bar y aquella fuera la última copa que podía tomar. 


  • Empezaré por Leonardo. - dijo señalando el panfleto de Anne. 
  • Qué tiene que ver Leonardo… 
  • Nada y todo. Poco se sabe de la relación entre Leonardo Da Vinci y el antiguo Egipto. El único dato que tenemos es este manuscrito y algunas cartas. Leonardo nunca llegó a viajar a Egipto. Según sabemos, recibió un papiro a través de un hombre que viajó desde las montañas de la antigua ciudad de Thebas hasta Milán en el 1503. Aquel hombre…
  • Cómo sabes que eso es real. - Dijo Jose. 
  • Hay cartas entre ambos, cartas que recogen la esperanza depositada por Alfi Mahant en Leonardo. Dejadme que avance. 
  • Perdona. 
  • Aquel hombre contactó con Leonardo a través de un comerciante de sedas, con el pretexto del encargo de una obra dedicada a la Virgen María, para una adinerada familia católica egipcia. En la primera carta ya era obvio que el encargo era falso. De hecho, Alfi se refiere a la Virgen María como la Isis de vuestra religión, algo que no cuadra demasiado con un supuesto marchante de arte católico. 
  • Sigo sin ver la relación. - Dijo Jose. 
  • Leonardo rechazó la propuesta de inmediato, pero Alfi había conseguido su objetivo: contacto directo con el famoso… digamos que con el famoso todo. Leonardo era pintor y escultor y escritor y médico e inventor y músico y botánico y todo. Era todo. 


Catalina recogió el panfleto de las manos de Anne. Continuó hablando por más de media hora. Lo hacía con decisión y paciencia. Miraba a sus invitados directamente a los ojos, sin pestañear, parecía sumida en una competición infinita en la que el ganador sería quién aguantara mil noches sin juntar sus pestañas. Tocaba las piernas de Anne, acariciaba el cuello de Jose y cruzaba las piernas con sensualidad. No parecía premeditado pero cualquiera habría jurado que se trataba de una anaconda rodeando a sus presas, moviéndose con sigilo y sensualidad, hiponotizándolas y haciéndolas sentir bien antes de atacar


  • Su objetivo era que Leonardo le ayudara desde luego. Durante infinitas cartas, al menos cien, el egipcio explicó al italiano que sentía devoción por sus obras, admiración por su priviliegiada mente. Le adulaba en cada escrito. Se mantuvo fiel en sus envíos postales casi diarios durante cuatro meses, hasta que volvió a obtener una respuesta de Leonardo. 
  • ¿Y qué le pedía que dejara de acosarle? - dijo Jose. 
  • No, le dijo algo así como: No creo vuestras palabras, estoy seguro de que buscáis algún beneficio. Así que como sois harto insistente acepto que me solicitéis una sola cosa. 
  • ¿Y qué le pidió?
  • Esa es la clave. Le pidió que custodiara un objeto.



Catalina continuó la explicación centrada en Jose, que parecía el más crédulo de ambos. Sujetaba sus dos manos entre sus palmas. Notaba el calor que desprendían, como si fueran las las piedras que rodean el cráter un volcán. Jose estaba centrado en aquellos ojos profundos, casi había olvidado que Anne estaba a escasos centímetros de sus sillón. 


  • Alfi, pertenecía a los Nubios, se consideraba a sí mismo descendiente directo de los faraones negros. En su carta más larga a Leonardo, le explica cómo los Nubios sólo pueden contraer matrimonio entre ellos. Algo que sigue vigente hoy día. De hecho es una gran deshonra que incumplan esta ley. Alfi le detalle que ni él ni sus dos hermanos gemelos eran fértiles a causa de la frecuente consanguineidad entre los cónyuges.
  • Y dónde entra Leonardo… 
  • Alfi le pide a Leonardo en la carta que acepte un regalo, para su guardia y custodia, ya que se sabe al borde de la muerte y no dispone de descencia. Ante ello Leonardo acepta pero no sin antes pedir más información. Concretamente Leonardo le pide saber cúal es el regalo y por qué es tan importante y sobre todo por qué no confía en nadie cercano.


Ahora su voz se hizo casi inaudible, parecía el sonido de un silbato de adisestramiento canino. 


  • Alfi tardo semanas en responder. Parecía no querer o no poder detallar aquella información  por carta. Finalmente escribió a Leonardo. Según su penúltima carta su familia estaba en posesión de tres papiros hermanos. Los tres papiros de los Sacerdotes Nubios: El papiro Font, El papiro Ra y el papiro Shu. En la carta de la que os hablaba Alfi le detalla a Leonardo cómo esos papiros son literalmente la llave a la vida eterna. También habla de que sólo los tres permiten desvelar su poder conjunto y de que tan él como sus hermanos han fracasado en su misión en vida, transmitir a su legado aquel tesoro ancestral. 
  • Parece que hayas leído tú misma las cartas… - dijo Anne con el ceño fruncido. 
  • Sí, las he leído. Las cartas forman parte de la colección privada de… de una de las personas para las que trabajamos. 


Anne se levantó del asiento de un salto. La velocidad de su movimento bien podía compararse con el resorte de una ratonera accionándose a toda velocidad al sentir la cabeza de una rata sobre él. Le indignaba que un documento de tal importancia pudiera estar en manos de un coleccionista privado. Sabía que el comercio ilegal de arte era una realidad. Millones de objetos habían sido expoliados de Egipto. Estaban dispersos por todo el mundo y sólo un pequeño porcentaje dormían a diario en museos. 


Durante su juventud había visitado la bodega Vivanco. Se trataba de un lugar destinado a la confección de vino ubicado en La Rioja. Durante la visita se podían encontrar antiguas máquinas de alquimia o barricas recién ensambladas. Había acudido con el hombre que por aquel entonces ocupaba su corazón. El universitario imberbe y enamorado de Anne había encontrado en aquel lugar la posibilidad de impresionar, enamorar y sorprender a la joven. Al finalizar la visita de las instalaciones de la bodega, la había guiado por aquellos túneles subterráneos que albergaban litros y litros de vino, hasta un edificio anexo. En un letrero se podía leer: museo del vino. En él se mezclaban obras de picaso con cerámicas grecorromanas. En todas ellas el vino era el denominador común. 


En la parte final de la exposición estaba aquello que el joven había encontrado en internet. Era la excusa perfecta para asegurarse alcanzar al fin las mieles de aquellos labios ligeramente cuarteados por el frío de Madrid, que le recordaban los bizcochos de manzana que preparaba su abuela cuando, al subir la masa, la corteza se abría y dejaba a la vista su relleno tierno y dulce. Una decena de piezas egipcias relacionadas con la confección de vino aguardaban al fondo de la estancia, esperando a ser descubiertas por Anne ante una señal discreta del joven estudiante. 


  • Quiero irme a casa. Ahora. - 


El regreso a Madrid había sido en silencio, sin el dulce final esperado. El joven había invertido buena parte de sus ahorros en un hotel en Logroño y había preparado una cena romántica en la famosa calle laurel. Anne había pasado el camino de vuelta con los brazos apretados y entrelazados como si quisiera crear un cinturón en torno a su tórax. Estaba horrorizada. Era la primera vez que veía piezas egipcias en un lugar privado. En una empresa que las había comprado. En el coche había realizado una búsqueda sencilla en google: comprar arte egipcio mercado negro. Los resultados habrían agotado la batería de su móvil recién estrenado si hubiera accedido a un uno por cien de las webs que había aparecido ofreciendo obras originales. No podía comprenderlo ni respetarlo. El arte, la cultura, egipto. No podía parar de plantearse cuántos tesoros estaban en casa de empresarios sin escrúpulos o de terratientes que habían heredado aquellos bienes sin ser conscientes de la magia que encerraban. No podía soportarlo. Chilló con fuerzas intentando romper el film transparente que la había envuelto en aquella bodega. No lo consiguió. Acabó dormida con su cuello soportando el peso inestable de la cabeza que golpeteaba el cristal del coche cada pocos segundos como si fuera el pico de un pájaro carpintero intentando encontrar comida en el tronco de un árbol.


  • ¿Qué grupo es ese? y… ¿Por cierto qué logo es este del dragón?
  • Anne. Por favor, paciencia. Vayamos parte por parte habrá tiempo para todo. El logo, es el escudo de armas de la familiar del propietario del avión. Déjeme que acabe por favor. Es importante que conozcan toda la historia antes de aterrizar. No sé cuándo volveré a tener tiempo de explicarles todo con detalle. ¿Puedo?


Ambos asintieron resignados. Anne regresó a su asiento indignada. Cerró su cinturón de seguridad con fuerza y se sujetó de los reposabrazos, parecía que se preparara para que un cometa embistiera al avión en cualquier momento.


  • Como les decía Alfi detalla en la carta que los tres hermanos gemelos estaban cerca de alcanzar los sesenta años y que se sentían débiles y ancianos. Que habían acordado distribuir los tres pergaminos por oriente y occidente sin que el guardián de cada uno conociera el paradero del otro. Sería el dios Osiris el encargado de volver a agrupar aquella magia ancestral cuando estuvieran preparados. 


Aquella historia de descendencia y consanguineidad recordó a Anne que no había llamado a Isabel antes de abanodar Madrid. Su hija se había mostrado muy preocupada aquella misma mañana por las noticias aparecidas en la prensa y que tachaban a Anne de ladrona y traficante de arte. Había prometido llamarla cuando aclarara el malentendido pero lejos de eso se había sumido en sus propios problemas y había olvidado a su hija. 


Anne se revolvió sobre su asiento, como si se recostara en el sofá de su casa recogiendo sus piernas sobre su abdomen y se cubriera con una manta de pies a cabeza. No sintió el confort esperado. Dejó de escuchar la voz de Catalina que seguía su coloquio interminable. Se sorprendió a si misma acariciando su propio cabello tratando de sentir el pelo de Isabel deslizándose por sus dedos. 


Su relación dual agotaba sus energías. La echaba de menos en casa,  pero también deseaba que se mantuviera alejada de ella. Temía hacerle daño, como quien teme romper una costilla al apretar demasiado en un abrazo. Temía perder su independencia a manos de aquella adolescente si decidía volver a vivir con ella. Alternaba días de lloros por la distancia con días en los que colgaba sus llamadas con más velocidad que las que provenían de servicios de venta telefónica.


Nunca había asumido con naturalidad el rol de madre. Acostumbraba a mentir sobre la edad de su hija cuando era imposible hacerla pasar por su sobrina. Calculaba con premeditación cuántos años le quitaba a su hija para restar los mismo a ella misma.


  • ¿Entonces envió el papiro a Leonardo?- preguntó Jose. 
  • No exactamente. El Nubio viajó hasta Milán y entregó en persona a Leonardo el papiro. Eso mismo quedó escrito en los textos de Leonardo.


Catalina se levantó con un movimiento elegante. Sin separar su mirada de Jose alcanzó su bolso. Y, como si se dispusiera a sacar la última tarjeta de una disputada partida de trivial pursuit, extrajo una hoja doblada de forma irregular en cuatro partes. Era una fotocopia de un documento manuscrito escalada a mayor tamaño para facilitar su lectura. Anne comenzó a leer en voz alta. Le gustaba su propia voz y buscaba escuchar el eco que no llegaba a devolverle aquella pequeña estancia presurizada. Hacía las mismas pausas que un político en una comparecencia ministerial y terminaba de padalear su última frase antes de comenzar la siguiente. Enfatizaba la sílaba tónica, como si quisiera penetrar en las venas ingurgitadas por la altura de sus oyentes. Tal era su intensidad que otorgaba una falsa veracidad a sus propias palabras.


  • Un hombre de tez oscura me entregó un documento extraño. Nunca había visto nada igual. Es bello y delicado. No hay letras ni número, solo imágenes, serpientes y águilas, hombres sentados. He oído hablar de ello en las tabernas a los comerciantes ya los viajeros. Incluso he leído a Eródoto. Pero parece que nadie llega a comprender estas figuras. Estoy seguro de que no son decorativas. Estoy seguro de que no están puestas por azar. Estoy seguro no querer leerlas. Ni puedo ni quiero. Llevo tres días sin dormir analizándolo. Intento encontrar un patrón que no existe. Un mensaje oculto que no aparece. He pasado tres días de naúseas, de vómitos y de diarrea. Me siento débil y he oído que muchas de estos pergamienos están malditos.  El hombre me habló de la vida eterna y murió, según me han contado, el mismo día en que me entregó el documento a manos de unos ladrones. No es algo que me reconforte que alguien que habla de la vida eterna encuentre su muerte en los alrededores de Milán. Copiaré sus primeras líneas y lo devolveré a su eterno descanso en las orillas del Nilo de donde proviene. No viajaré, ni… 


Las tubulencías hicieron que el avión descendiera de golpe, como si sus alas se hubieran derretido al acercarse al sol. Catalina se golpeó contra el asiento en su cadera y cayó sobre el asiento de Jose. El hombre la sujetó con fuerza de la cintura aferrándola sin darse cuenta de los glúteos tras un nuevo invite del avión. Podía sentir el latido de aquellos músculos poderosos en sus dedos. Jose se sonrojó pero no detuvo la presión, el cuerpo de la mujer se zarandeaba de un lado a otro. Las turbulencias se detuvieron al fin y Jose soltó con suavidad las nalgas de Catalina. Lo hizo despacio, como quien coloca las manos sobre la puerta de un horno caliente y tarda unos segundos en retirar sus dedos ante el placer del calor alcanzando su piel. Anne contemplaba la escena entre el miedo y el desaprobamiento hacia la conducta de su compañero. No había soltado su asiento en ningún momento, ni había separado su mirada de las manos de Jose. 

 

  • Creo que tenemos claro el cuento ese. Sigo sin entender qué tiene que ver con nosotros. Pensaba que Pierre sabía algo sobre las personas que nos persiguen. - dijo Anne. 
  • Insisto, tranquilidad. Pierre os está ayudando pero él también necesita que le ayudéis. 
  • ¿Perdón? Yo no estoy dispuesta… 
  • Insisto de nuevo, tranquilidad. 


Catalina se recolocó el pantalón y dio las gracias a Jose con un beso casto en la mejilla. El hombre enrojeció sus mejillas sin poder evitarlo, parecía un muñeco en el que habían marcado con exceso de rotulador los mofletes. Sujetó los reposabrazos de Anne con sus manos e inclinó su cuerpo. Sus pechos, pequeños pero libres mayor sujección que la de un bralette se balancearon hacia delante. Jose no podía dejar de contemplar aquella escena. La rojez de sus mejillas alcanzó sus pómulos y su frente hasta sentirse levemente mareado, como quien sube el termostato hasta sentirse embriagado por el calor de la habitación.


  • Anne. Pierre te brindará protección pero como te dijo el primer día quiere tu ayuda profesional. Nada más. Quiere saber tu opinión sobre la historia de Leonardo, sobre la vida eterna, nada más. 
  • Sigo sin entender qué tiene que ver Leonardo conmigo. 
  • Pierre cree que la historia de Leonardo tiene relación con el papiro que llevas en esa maleta… 
  • ¿Cómo sabes?
  • Ya te dije que nuestras fuentes son nuestras. Pero eso te lo contará él en persona cuando lleguemos. 
  • Cuando lleguemos a dónde. Quiero saber dónde vamos.- dijo Anne. 
  • Nos queda poco para aterrizar. El destino lo conocen bien. Es El Cairo. 

“Querrás saber por qué no estoy en casa y por qué no he llamado para avisar de que me iba. Esta noche se me ha aparecido la Virgen y me ha d...