Aquel campamento ubicado entre las dunas ocupaba la extensión de un poblado. En la zona este se disponían los dromedarios y los caballos junto a tres quads algo oxidados. Junto a ellos varios edificios de madera de poca altura constituían las únicas estructuras fijas del complejo. El resto del elenco lo componían más de veinte enormes tiendas rectangulares que cerraban un círculo en cuyo centro se ubicaban los todoterrenos en los que había llegado al lugar.
Cuatro mujeres condujeron a Anne a la parte posterior de la tienda principal y la colocaron en una improvisada cama. Estiraron de sus manos y sus pies hasta dejarla semidesnuda y colocaron sobre ella una sábana de lino blanco. Vestían túnicas de seda rosas y naranjas y verdes y amarillas, todos los colores superpuestos en una combinación que contrastaba con los colores rojos y blancos de las alfombras de figuras geométricas que decoraban la estancia. Aquella combinación de colores y figuras triangulares que la rodeaba hizo que el mareo volviera a Anne que quedó rendida al agotamiento como si verdaderamente hubiera conseguido la pastilla de valium que minutos antes había deseado.
El olor a especias y té llegó hasta Anne que dormitaba boca abajo entre cojines y futones. El aroma dulce de la infusión se mezclaba con el comino, la nuez moscada y la pimienta rosa. Se desperezó encontrando directamente su sujetador bajo la sábana. Podía oír la voz de Pierre. No conseguía escuchar que decía. Intuía las sombras de varias personas moviéndose arriba y abajo, al otro lado de la tienda.
- Cuándo vendrá la mujer. - dijo una voz que no consiguió reconocer. - Queremos ver el papiro.
- Deben ser pacientes amigos, mi Fiancee ha sufrido demasiadas emociones. Todo va según lo previsto. Recuperarán su papiro. No se preocupen… Se lo prometo.
Sus prendas no estaban a la vista, pero no quería estar más tiempo inactiva. Se levantó apoyando sus manos y sus rodillas en el suelo. Necesitó dos intentos hasta conseguir levantarse por completo. Aún no había recuperado su lucidez habitual. Se sentía embotada y aletargada, como si hubiera bebido demasiado la noche anterior.
El espejo que presidía la improvisada estancia, le devolvió una imagen que no había solicitado. Vio su silueta como quien ve a un fantasma del pasado. Durante años Anne había luchado contra la bulimia. Su obsesión por encajar en la alta sociedad, había encontrado a su peor aliado: el culto a la delgadez extrema. Antes de cumplir los catorce años, y casi sin ser consciente de ello había comenzado a ritualizar las comidas. Había comenzado por controlar las calorías que ingería a diario. Contaba, sumaba, anotaba. Una y otra vez. Antes, durante y después. No podía o no sabía comer sin anotar el número de calorías que había incorporado a su cuerpo. Lo hacía con naturalidad, como quien mira los mensajes de su móvil, sin permitir que nadie supiera lo que hacía en realidad.
Conocía el aporte nutricional de cada alimento. Y estudiaba artículos científicos para aumentar el control de todas las variables. Masticaba despacio mientras pensaba en índice glucémico. Era un término nuevo para ella. Cada vez que descubría algo se sentía mezquina y desdichada por haber pasado tantos años sin controlar ese factor. Se miraba en el espejo sin mirarse. Lo usaba para analizar sus pliegues, su composición corporal, sus defectos. Se desnudaba, plegaba su ropa y la colocaba en el escritorio y ponía un pie a la báscula como si aquello fuera el trampolín de una piscina repleta de pirañas deseosas de su sangre . Así lo repetía tres veces al día. Lo anotaba y bajaba del peso con resignación.
Así, sumida en el control durante más de un año había ido imponiendo sus rutinas. Entrenaba dos veces al día con la rigurosidad de los remeros de oxford. Daba igual si se trataba de domingo o navidad. Si llovía o nevaba. Si se sentía febril o enferma. Sólo después de correr se sentía algo aliviada. Nunca llegaba a sentirse satisfecha con su cuerpo. Siempre necesitaba más. Tras cada entrenamiento, simplemente se deshacía de una pequeña voluta del humo que nublaba su visión de si misma, sonreía cuando miraba el apartado de calorías consumidas de su reloj. No creía que aquella cifra fuera real, siempre había pensado que las falseaban para hacer a la gente sentirse mejor. Pasados unos minutos el humo comenzaba de nuevo a hacerse espeso, olvidaba poco a poco que acababa de entrenar y comenzaba a crecer ansiedad por quemar calorías de nuevo.
Al cumplir los catorce había sumado un paso más en su carrera contra ella misma. La capacidad de vomitar a su antojo le resultaba de lo más útil. Podía fingir una comida normal, con amigos, con familia, o con la única compañía de su yo interno que cuestionaba aquella conducta. Demostraba control y capacidad de disfrutar de cualquier plato. Se relajaba y disfrutaba. Conseguía hacerse ver a si misma que no tenía ningún problema, como quien impide que sangre una herida con un torniquete hasta convencerse de que no existe ni herida ni sangrado. Horas después comenzaba la culpabilidad, el miedo a aumentar de peso, la sensación de la pérdida de control. El torniquete apretaba tanto que la sangre ya no llegaba y necesitaba liberarlo, soltarlo y que comenzara a sangrar. Así lo hacía una y otra vez. Sin ser consciente, sin poder siquiera tratar de impedirlo. Vomitaba y volvía a vomitar. Hasta conseguir que su estómago quedara vacío de comida y de ella misma. Terminaba agotada, exhausta de si misma. La culpabilidad no la abandonaba con facilidad. Se hidrataba, ataba con dos lazadas los cordones de sus zapatillas recién engrasadas y salía a correr hasta que comenzaba a ver unas estrellas que sólo ella podía contemplar. En dos ocasiones había perdido el conocimiento, despertando en una ambulancia camino del hospital.
Nadie sospechaba. Ni sus padres, ni sus vecinos. Ni sus profesores, ni sus supuestas amigas. Anne fingía con maestría. Se maquillaba con discreción para dar color a una tez apagada y ocultaba sus ojeras con un delicado corrector. Elegía con mesura las combinaciones de sus prendas. Incluso se servía de un cuadrante para no repetir estilismos. Todo parecía perfecto desde fuera. En el colegio todos la tenían por perfecta. Sus notas eran excelentes, vestía de marca y de forma elegante, y su comportamiento era más que correcto. Sólo Julia, su amiga más íntima, sabía que aquella ropa era falsa, tanto como lo era la seguridad que desprendía Anne, y que por dentro, su amiga, se moría de tristeza.
Ninguna de ellas encajaba en aquel lugar donde las familias ganaban más dinero al mes que sus padres en un año. Ambas eran orquídeas de flores resplandecientes. Nadie miraba sus raíces podridas. El poder de la belleza de sus pétalos, todavía envidiables, las ocultaba. Era difícil intuir que aquellas flores estaban a punto de sucumbir a la muerte de la planta. En el caso de Julia su benefactor era su padrino, un adinerado y superficial cirujano plástico que cubría su educación en aquel colegio elitista. Ambas sentían que no encajaban allí. Detestaban y admiraban a aquellas personas, engreídas, envidiosas e infelices. Tal era el odio que profesaban, que habían llegado a amarles y luchaban a diario por el sueño de, algún día, llegar a ser parte real de aquel selecto grupo social.
El peor episodio había llegado con la aparición del alcohol en su vida. Su poder calórico era imposible de compensar. Anne necesitaba consumirlo para poder integrarse en los círculos más populares del colegio. No beber era una elección que la alejaría de las personas a las que quería impresionar. La solución le llegó en la forma menos esperada. Un documental de la televisión española, hablaba de los crecientes problemas de los países del norte de Europa, con el consumo de alcohol entre la población de mediada edad. Aseguraban que algunos dejaban de comer a causa de la adicción al alcohol. Durante cuatro meses Anne dejó de comer, sólo bebía, fiestas diarias en las que disfrutaba de su delgadez y de la embriaguez. Los primeros meses estaba pletórica, poco a poco comenzaba a ganarse el respeto y la admiración de sus compañeras. A partir del cuarto mes comenzó a notar cambios en su cuerpo. Su pelo, su bien más preciado, ese que hidrataba y cuidaba, ese al que aplicaba mascarillas durante horas y horas, ese mismo, comenzó a caer en masa. De un día a otro, el árbol de hoja perenne que era su cabello se tornó caduco llenando el suelo de mechones castaños. Se encerró en su habitación, canceló las fiestas y los conciertos y se odió a si misma.
Durante el siguiente mes no acudió a clase. Sus padres ni siquiera llegaron a saberlo. Falsificó su firma en una improvisada nota en la que hablaba de que había contraído el sarampión y creó una falsa dirección mail para suplantar la identidad de su madre. No quería que nadie la viera sin pelo. Sufría pesadillas diarias donde soñaba que su cuerpo se hinchaba de grasa hasta estallar como un bombón relleno de licor. Despertaba empapada en sudor, con los dedos entumecidos y sin sensibilidad. Las uñas se quebraban solo con el hecho de acariciarlas y su piel parecía permutada con la de una tortuga centenaria, deshidratada y salpicada de grietas. Perdió la regla y comenzó a no poder leer o estudiar, su vista se agotaba y su neuronas parecían haber vuelto a la edad de piedra.
Fue Julia la que tomó las riendas. Ocultó los espejos de su habitación, la acompañó al médico, al psiquiatra y al endocrino. Compró más de doce pelucas hasta encontrar una rubia de flequillo recto que su amiga comenzó a usar a regañadientes y obligó a Anne a volver a comer. Comenzó con fruta y verdura, el efecto del brócoli y el mango se hicieron notar en menos de una semana. Comía con dificultad, su intestino no toleraba bien la comida y pasaba más tiempo sentada en el baño que en su propia habitación. Los complementos vitamínicos también ayudaron a disminuir el oso perezoso que se había instaurado en sus movimientos. La anemia se corrigió a las dos semanas y la joven recobró el color en sus mejillas.
El año que siguió volvió a sus escapadas adolescentes con el alcohol. Su éxito indiscutible del que disfrutaba entre los hombres le granjeó una incipiente autoestima que enterró, a muy pocos centímetros de profundidad, el trastorno alimentario. La adulación de los universitarios que conocía en fiestas, y los cumplidos de los porteros de discotecas fueron suficiente acicate para volver a ser capaz de mirarse en el espejo. Lo hacía de soslayo, consciente de que mirarse a los ojos podía desencadenar un nuevo episodio. Quitó todo aquello que devolviera su reflejo de su habitación, y sustituyó el enorme espejo del baño por un espejo de aumento en el que sólo podía ver su cara triangular.
La música rítmica del Darbuka, un instrumento de percusión parecido al tambor, y el laúd hicieron que Anne olvidara su juventud y se descubriera desnuda frente al espejo. Contemplo sus pechos, la piel había comenzado a descolgarse desde la lactancia. Se mantenían altos pero vacíos. Odiaba aquel pliegue que se marcaba entre su axila y su mama. Empujó su pecho hacia arriba emulando el efecto una prótesis. Recorrió su abdomen, los músculos se transparentaban bajo una fina cobertura de grasa y alcanzó sus piernas. Aquellas patas de alambre podían rodearse facilmente con una goma del pelo. Amaba aquella delgadez. Nunca había dejado de entrenar o de sumar calorías. Evitaba anotarlo pero lo archivaba en su memoria. Lo contabilizaba en sus recuerdos.
Se rodeó con la sábana de lino hasta quedar cubierta desde sus axilas a sus tobillos. Sus clavículas, marcadas en exceso, quedaron al aire. Rodeó la alfombra que hacía las veces de pared y accedió a la sala principal. Las conversaciones se detuvieron. Solo quedó la música que había bajado de intensidad.
Pierre saludó con su mano sana. Junto a él, un barreño de latón con agua y sal albergaba su mano derecha que, ensangrentada, jugueteaba en un agua con la que parecían haber limpiado los restos de una matanza.
- Buenas tardes mi fiancee. - dijo Pierre riendo. - es usted mi, digamos... dulce dama durmiente. ¿se encuentra mejor?
Anne sonrió falsamente como única respuesta. Buscó con la mirada su ropa pero tampoco estaba en aquella habitación. Junto a Pierre, Jose y el hombre de las gafas ocupaban unos enormes puff, mientras que a su alrededor tres hombres de tez oscura y túnicas negras, conversaban, sentados sobre una alfombra de seda cuyos intensos rojos y verdes parecían sacados de un cuadro de van gogh. Ninguno de los tres hombres miró a Anne. Permanecían erguidos, contoneando sus cuerpos sobre las piernas cruzadas. Anne los reconoció al segundo vistazo. Aquellas túnicas oscuras, los tatuajes de henna en sus caras y sus manos, aquel movimiento oscilante tan característica. Parecían cobras egipcias moviéndose al son de la flauta dulce, elevando su cuerpo para deleite de unos turistas que nunca sospecharían que aquellos animales habían sido privados de sus los colmillos para evitar su veneno. Eran nubios.